Existe consenso en que la gran diferencia entre la crisis financiera de 2008 y la actual crisis pandémica causada por la Covid-19 radica en el papel de las entidades financieras: si en la primera éstas fueron el origen de la crisis, en la actualidad son el principal actor para la recuperación.
A partir de ese momento y hasta el día de hoy, la regulación financiera ha convertido al sector en uno de los más intervenidos. Pocas decisiones internas de un banco se escapan de aquella. Una regulación financiera que engloba tanto normas en sentido estricto (“hard law”) como recomendaciones (“soft law”) emitidas por organismos supervisores y reguladores nacionales y supranacionales. El objetivo no era otro que evitar que los bancos incurrieran en los “pecados” del pasado, sin perder de vista la posible materialización de nuevos riesgos de naturaleza diversa.
La regulación financiera ha obligado de forma exponencial a los bancos a incrementar sus requerimientos de capital – léase, solvencia – o, lo que es lo mismo, a tener colchones para estar preparados para, en caso de sobrevenir una crisis, como la de la COVID-19, tener la capacidad de absorber las pérdidas inesperadas. A esto hay que añadirle el capital adicional impuesto por el supervisor europeo o nacional, dependiendo del tamaño de la entidad, como fruto de su actividad de inspección.
La contabilidad ha sido otro ámbito de actividad regulatoria creciente; los bancos se han visto obligados a dotar más provisiones (gasto) en sus cuentas de resultados por los nuevos criterios contables IFRS 9 que obligan a minorarlas por las pérdidas esperadas y no sólo por las pérdidas ya incurridas.
Provisiones que obedeciendo al deterioro de las perspectivas económicas como consecuencia de la Covid-19 han reducido el beneficio neto atribuido de los seis primeros bancos españoles en el primer semestre de 2020 entre un 48% y un 72,7% respecto al periodo anterior. Lo anterior, sin tener en cuenta la actualización del fondo de comercio de sus inversiones y de los activos fiscales diferidos (DTAs) realizadas por el Banco Santander y BBVA que los han llevado a anunciar pérdidas contables.
Por otro lado, las normas de protección a la clientela han transformado las relaciones con los usuarios; así, por ejemplo, los bancos han asumido la práctica totalidad de los gastos en la comercialización de préstamos hipotecarios, a la par que han visto cómo se han limitado o condicionado las ventas de productos vinculados, entre otros.
Y por si a algunos les quedaban dudas, según las nuevas leyes sobre resolución bancaria, la banca nunca más será rescatada por el contribuyente (objetivo que no se ha logrado en todos los casos de quiebras de bancos europeos sufridas tras la entrada en vigor de la normativa).
Como se puede apreciar, no es exagerado afirmar que el coste regulatorio, junto con un entorno de tipos de interés negativos y la competencia de las Fintech, vislumbra que la supervivencia de los bancos se presume muy complicada si no es a través de fusiones bancarias.
Y en el actual contexto, la regulación financiera surgida como consecuencia de los grandes retos de nuestra sociedad como colectivo exige de la participación decisiva de las entidades de crédito.
Los Reales Decretos-ley, instrumento jurídico utilizado para regular el funcionamiento de los bancos en el estado de alarma, obligó a la concesión de moratorias en el pago de las operaciones hipotecarias a los clientes más vulnerables afectados por las consecuencias de la crisis.
Por otro lado, el pasado 20 de mayo el BCE emitió su propuesta de expectativas para que el sector financiero sea uno de los pilares de la lucha contra el cambio climático.
Pero no se puede ser ingenuo. La regulación financiera no siempre puede aunar objetivos contrapuestos. No se les puede pedir a los accionistas, que no van a recibir dividendos, según la última recomendación del Banco Central Europeo hasta el 1 de enero de 2021, que contribuyan al bien colectivo sin algún tipo de compensación. Además, asumiendo las pérdidas de su inversión en caso de que las cosas vayan mal dadas.
Si realmente se cree en el papel de la banca, se debe seguir impulsando un nuevo conjunto de reformas, algunas de ellas ya comenzadas, que permitan la disminución de los costes regulatorios para impulsar los dos grandes retos colectivos antes mencionados: el cambio climático y la superación de la crisis de la pandemia. Y, de paso, la propia supervivencia del sector, con una vocación social evidente.
Si la crisis de 2008 llevó aparejada una agenda regulatoria para conseguir una unión bancaria más solvente, la crisis pandémica debe ir de la mano de una nueva reforma regulatoria para permitir una banca rentable al servicio de la reconstrucción y de las personas. Ahora bien, no se debe demonizar ni a los inversores ni a los beneficios del sector financiero. Pero esa es una de las grandes secuelas que perviven de la anterior crisis.
*** Arturo Zamarriego Muñoz, experto en regulación financiera