Con el mayor experimento de trabajo remoto de la historia temporalmente interrumpido, al menos en el hemisferio norte, por las vacaciones de verano, muchos trabajadores meditan sobre las perspectivas que la reanudación de la actividad en sus compañías va a traer consigo.
A todos los efectos, en las empresas deberíamos entender que la primera etapa del teletrabajo, a la que llegamos de manera obligada debido a los confinamientos forzosos derivados de la pandemia, ha terminado.
Sin embargo, deberíamos ser muy cautos y no interpretar esa frase como una carta blanca para volver a pedir a nuestros trabajadores que acudan a sus puestos de trabajo en nuestras oficinas.
De hecho, la evolución y las perspectivas de la pandemia parecen empeñarse en dejarnos claro no solo que tardaremos mucho en volver a la normalidad, sino que, además, cuando volvamos, esa normalidad será completamente diferente. Por el momento, quédese con una idea: pedir a sus trabajadores que vuelvan a sus puestos regulares de trabajo es, en la gran mayoría de los casos, una enorme y peligrosa irresponsabilidad.
Deberíamos ser muy cautos y no interpretar esa frase como una carta blanca para volver a pedir a nuestros trabajadores que acudan a sus puestos de trabajo en nuestras oficinas
Por otro lado, debería empezar a considerar otra idea mucho más interesante: el resultado de las semanas de trabajo distribuido durante esa primera fase de la pandemia ha sido, en la gran mayoría de las compañías, que los trabajadores han rendido más, no menos. El caso de Microsoft, por ejemplo, es especialmente llamativo: sus empleados trabajaron una media de cuatro horas más a la semana.
El resultado de esta especie de fiebre productiva tiene mucho que ver con la intensidad del momento y con la mala elección de metodologías de trabajo. Llevados por la incertidumbre y la preocupación por los resultados o por la continuidad de sus compañías, muchos trabajadores decidieron trabajar muchas más horas, e intentaron, sobre todo, mantener los rituales que conocían de su trabajo cotidiano, expresados en una mística particular: la reunión.
Básicamente, si estoy delante de mi ordenador trabajando como un poseso, mi impresión es que nadie lo ve y nadie lo evalúa, así que lo que tengo que hacer es "probar" que estoy trabajando haciendo que otros puedan verlo.
El resultado fue una miserable inflación de reuniones. A todas horas, una detrás de otra, unas departamentales, otras de estrategia, otras informativas… algo completamente agotador. Tener más reuniones se convirtió en un absurdo e inútil indicador de prestigio profesional.
Nunca tantas personas pasaron tanto tiempo reunidas como durante los meses del confinamiento. La reunión se convirtió, en ausencia de otros indicadores, en la única manera que un jefe tenía de demostrar a su equipo su presencia y su liderazgo, en la forma de probar que se estaba trabajando, que se mantenía el nivel de compromiso… en una especie de simulacro absurdo que mantenía las peores características del llamado "presentismo", del "calentamiento de silla": que se vea que estoy trabajando, aunque no sea cierto.
En la segunda fase del experimento, tras las vacaciones de verano, nos toca cambiar. Debemos imponernos el fin de la obsesión por las reuniones, e incluso perseguir la inflación de las mismas. Designar días libres de reuniones, por ejemplo, es algo que ha permitido a algunas compañías liberar a sus trabajadores.
¿Para qué? Sencillamente, para que puedan trabajar de verdad, en lugar de permanecer todo el día pegados a sus pantallas escuchando o hablando. No, trabajar no es estar todo el día en Zoom. Eso, simplemente, no tiene sentido.
No, trabajar no es estar todo el día en Zoom. Eso, simplemente, no tiene sentido
En el trabajo distribuido bien entendido y puesto en práctica, las reuniones deben necesariamente minimizarse. Son una herencia de las metodologías antiguas, y como tales, deben reducirse a cuando sean realmente necesarias, o incluso convertirse, en ocasiones, en eventos no tanto productivos, sino sociales.
Ver de vez en cuando a personas de tu equipo simplemente para saber cómo andan, para mantener la relación y el ánimo, pero descargar el trabajo real a otro tipo de metodologías asíncronas: mensajería instantánea como Slack o Teams, documentos, hojas de cálculo o presentaciones compartidas en las que trabajar conjuntamente, correo electrónico (sin pasarse y sin poner a toda la maldita empresa en copia), y mucha, muchísima confianza. La confianza en los trabajadores es la única posibilidad de construir entornos profesionales distribuidos que funcionen correctamente.
Eso, indudablemente, requerirá muchos cambios y una nueva mentalidad. Nuevos indicadores, nuevas políticas, nuevas metodologías, y muchos cambios en la forma en la que nos planteamos el trabajo. Para muchos, incluso cambios estructurales, de domicilio o de planteamientos vitales.
La fuerza de trabajo va a cambiar mucho, y no va a volver a lo que era antes de febrero: cuando la pandemia esté controlada, el mundo que dejará tras de sí será muy diferente. Pero sobre todo, tendrá muchas menos reuniones.