“Las investigaciones en masa producen objetos contradictorios” afirma Borges en su cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Cierto que él se refiere a una excavación arqueológica imaginaria, pero cuando lo releí este fin de semana, no pude dejar de pensar que cuando Borges lo escribía nos miraba a los economistas.
Recordé la frase que abre la nota publicada el 3 de febrero, acerca de la reunión del Eurogrupo que está teniendo lugar mientras escribo estas lineas: “La declaración de la cumbre del euro de diciembre de 2020 confirmó que el papel internacional del euro debe ser acorde con el peso económico y financiero mundial de la Unión”.
¿Saben los miembros del grupo de trabajo del creciente debilitamiento del papel de la Unión Europea? Porque, si damos por buena esa indicación, el euro debería ser progresivamente relegado a una moneda de segunda. La unión monetaria, la unión bancaria, el mercado único de capitales ya no se perciben igual.
De manera similar a como Borges describía la geometría visual en Tlön, donde “el hombre que se desplaza modifica las formas que lo circundan”, los actos de los gobernantes han afectado a la realidad europea en que nos movemos. Las consecuencias de la pandemia están transfigurando la imagen que nos llegaba de esos intentos -artificiales, por otro lado- de que la Unión Europea fuera un único frente y no la suma de varias realidades heterogéneas.
Sin embargo, no se señala en el documento lo que, para mí, es uno de los principales problemas del plan del Eurogrupo: la unión fiscal. Es un tema muy incómodo especialmente para países como España, que parece haber renunciado al equilibrio presupuestario, no ya como realidad a nuestro alcance, sino como objetivo a largo plazo o, incluso, como sueño inspirador.
No puede haber riesgo compartido cuando pasa algo si no ha habido cumplimiento y disciplina anteriormente. Es de una lógica aplastante
No, nosotros estamos promocionando todas las teorías que sancionen el crecimiento de la deuda pública, la multiplicación del gasto y la ocultación de las consecuencias de estos desmanes.
Hace solamente cuatro años, que suena a cuatro siglos, se ponía encima de la mesa la necesidad de una unión fiscal como requisito, junto con la unión bancaria, para que funcionase de verdad, en todo su esplendor, la unión monetaria. La unión fiscal no significa solamente armonización impositiva.
También implica limitaciones al gasto. En concreto, y a pesar de que no queda claro que elementos incluye, sí está claro que la unión fiscal se basa en dos aspectos clave: el primero, la disciplina ex ante de cada uno de los países miembros, y el segundo, el riesgo compartido ex post entre eso mismos países miembros.
No puede haber riesgo compartido cuando pasa algo si no ha habido cumplimiento y disciplina anteriormente. Es de una lógica aplastante. Y, sin embargo, es nuestra piedra en el camino. Queremos riesgo compartido sin disciplina presupuestaria.
Es cierto que el Tratado de Maastricht, que apuntaba hacia un esfuerzo similar para todos los países miembros, fue incumplido sistemáticamente. Pero esa excusa se ha quedado obsoleta. Hay mucho más. En el documento de trabajo publicado en julio del 2017 por la Comisión Europea, Viral V. Acharya y Sascha Steffen planteaban los factores que habían minado la credibilidad de esos dos pilares a causa de la crisis del 2007.
¿No deberíamos abandonar la mentalidad partidista y darnos cuenta de que, sea quien sea el partido o la coalición que gobierne, nuestra maltrecha economía necesita de la Unión Europea para salir adelante?
La inexistencia de un mecanismo ante posibles insolvencias de los gobiernos fue uno de los problemas. La creencia, por parte de los países en peores circunstancias, de que su deuda y la de Alemania “valía” igual fue otro error enorme, que desde entonces, ha generado mensajes populistas que distorsionan el debate acerca de la contención fiscal. Pobrecitos los del sur oprimidos por el malvado norte austero.
El victimismo fiscal no trae nada bueno de cara a reforzar el rol del euro ni de la Unión Europea, club del que formamos parte, para lo bueno y para lo malo. Es la misma Unión Europea de la que recibimos ayuda para salvar las maltrechas cajas de ahorro, manipuladas por los políticos de turno. La misma de la que esperamos los fondos para superar esta crisis tan profunda en la que nos encontramos.
Si amamos de verdad España, si queremos que los desempleados encuentren un puesto de trabajo, que los autónomos aminoren la carga enorme que soportan como pueden, si queremos prosperidad para el futuro de nuestros hijos y nietos, ¿no deberíamos aprender las lecciones de un pasado que aún está bastante reciente? ¿No deberíamos abandonar la mentalidad partidista y darnos cuenta de que, sea quien sea el partido o la coalición que gobierne, nuestra maltrecha economía necesita de la Unión Europea para salir adelante?
Y si la caja común está bajo mínimos porque somos muchos y la pandemia nos está golpeando a todos, ¿no habría que repensar qué mensajes se están lanzando desde las tribunas políticas y desde los medios de comunicación? El castigo al inversor que implica impuestos al ahorro, a la inversor, la demonización del lucro y del deseo de prosperidad económica individual, que es la base de la prosperidad de todos, es un acto anti patriótico.
El despilfarro del gasto público, que se trata de velar con lo importante que son la enseñanza y la educación, es un acto patriótico y, además, despreciable. No solamente por ir en contra de la prosperidad económica sino por mantener la mala calidad y provisión de esos servicios tras los cuales se intenta ocultar el despilfarro del dinero de los ciudadanos.
La realidad nos dice que nuestra deuda es de las menos sostenibles de Europa, como muestra el reciente informe DSM (Debt Sustainability Monitor). No estamos solos en este furgón de cola, pero eso no nos hace mejores. Estamos dejando un futuro sombrío a los españoles del mañana. Eso no es muy patriótico. Ya sé que estamos en el país del “que me quiten lo bailado” y que el corto plazo manda. Pero no me hablen de patria. Para explicar mis razones, debo volver a Borges y recordar su Oda escrita en 1966: “La patria, amigos, es un acto perpetuo como el perpetuo mundo”.