Durante los últimos, casi ya, 14 años se ha venido diciendo que con la bajada de tipos de interés y con las políticas monetarias cuantitativas de los bancos centrales (también llamadas medidas monetarias no convencionales o, en inglés, “quantitative easing”) éstos se estaban quedando sin munición.
Ante esos temores, cada vez que se me preguntaba qué se podría hacer en una nueva emergencia económica o financiera, mi respuesta durante esos 14 años ha sido invariablemente idéntica: más de lo mismo.
Y eso es lo que han estado haciendo, en mayor o menor medida, simultánea o sucesivamente, los bancos centrales desde agosto de 2007.
Cuando el año pasado por estas fechas la pandemia ya era evidente, los bancos centrales se preparaban precisamente para esa respuesta: más de lo mismo. Solo titubeó ligeramente la presidenta del BCE, pero el mercado la puso en su sitio en menos de 24 horas: Christine Lagarde se disculpaba al día siguiente de una respuesta un poco altiva que había dado en una rueda de prensa y se limitaba a hacer lo que la Reserva Federal de EEUU y todos los demás.
La cosa no tenía mucha ciencia, ni por mi parte ni por la de los bancos centrales: la experiencia de los años treinta y el liderazgo de Ben Bernanke al frente de la Reserva Federal en 2007 no dejaba lugar a dudas.
Además, mirándolo con un poco más de precisión, ni la restricción monetaria de los años 1930 fue tan grave como dice la mala fama de esos años, ni el liderazgo de Bernanke fue tan novedoso: el Banco de Japón ya venía practicando esa política monetaria laxa desde mediados de los años 1990, tras el doble pinchazo de la burbuja inmobiliaria y de la burbuja financiera, cuando la amenaza de quiebra inminente de los bancos japoneses no le dejaba más salida que la de bajar a cero los tipos de interés e inyectar liquidez al sistema en cantidades masivas.
Al propio gobierno japonés solo le quedaba también la alternativa de incrementar el gasto público (cosa que hizo, por cierto, a la manera clásica: con obras públicas).
En mi respuesta habitual yo siempre decía que esa política de inyectar liquidez sería posible mientras no hubiera inflación, a la vez que afirmaba que no veía venir la inflación por ningún lado. A eso solía añadir que tampoco veía, como temían otros, que fuera a haber deflación.
Durante los catorce últimos años ni ha habido inflación (que todavía en 2012 era el temor obsesivo de los bancos centrales, en especial del BCE) ni deflación
Y, efectivamente, durante los catorce últimos años ni ha habido inflación (que todavía en 2012 era el temor obsesivo de los bancos centrales, en especial del BCE) ni deflación (que era la obsesión nueva de los bancos centrales y que sustituyó a la otra obsesión por la inflación tan arraigada desde los años 1970s; entonces, sí, justificadamente).
Pero ha llegado el año 2021 y la obsesión por la inflación parece que ha resurgido de repente, no tanto entre los bancos centrales como en los departamentos de análisis de los bancos de inversión y entre la prensa que suele hacerse eco de lo que los analistas de los bancos de inversión opinan. Así es que, visto lo visto, ¿ha llegado el momento de renunciar al “más de lo mismo”?
NO. A pesar de que alguien tan eminente como Robert Skidelsky (el gran biógrafo de Keynes) afirma lo contrario. Según él, los bancos centrales ya se han quedado sin munición. De ahí que proponga que sea la política fiscal la que tome el relevo, lo que tiene la ventaja de que puede focalizarse más en promover la inversión en los sectores que los gobiernos consideren adecuados, mientras que las políticas monetarias disparan a ciegas.
La propuesta suena muy bien, pero dado que: 1) para eso se necesitará un enorme gasto público, 2) que la situación económica actual no permitirá llevar a cabo ese aumento del gasto sin incurrir en déficits presupuestarios muy elevados, y 3) si no se quiere que los tipos de interés de largo plazo se vayan a niveles muy superiores a los actuales... la conclusión viene a ser, de nuevo, “más de lo mismo”: que los bancos centrales sigan comprando cantidades masivas de deuda pública.
Y es que decir que a los bancos centrales se les acaba la munición es tanto como afirmar que el ángel/niño que se le apareció a San Agustín en la playa hubiera conseguido meter toda el agua del mar en el cubo con el que jugaba. Un banco central siempre tiene munición. El agua de su mar “nunca se acaba”.
¿Pero qué pasa entonces con la inflación? Pues que, aunque ciertamente es una amenaza en este momento, es solo una amenaza transitoria, en parte fruto de los estrangulamientos y dislocamientos en la cadena de producción mundial provocados por la pandemia, y en parte fruto del “efecto base” que surge de comparar los precios normales de las materias primas de hoy con los precios deprimidísimos de esas mismas materias primas de hace un año.
¿Pero qué pasa entonces con la inflación? Pues que, aunque ciertamente es una amenaza en este momento, es solo una amenaza transitoria
Por ejemplo, si los precios del petróleo se mantuvieran hasta el mes de abril donde están hoy (que, por otra parte, son iguales a los que había antes de la pandemia) la subida anual del precio del petróleo en abril será de un 300%.
Es decir, el precio del petróleo se habrá multiplicado por cuatro, lo que se reflejará en una fuerte subida del IPC anual (solo en lo que va de año el precio de la gasolina sin plomo en el mercado mayorista ha subido un 34%). Pero no por eso el precio del petróleo dejará de estar en el mismo nivel que antes de la pandemia.
Con el tiempo, los canales de producción y distribución mundiales volverán a la normalidad y, además, también desaparecerá el efecto inflacionario de revertir las medidas “de una sola vez” tomadas el año pasado.
Así, el IPC ha subido en enero en Alemania porque se ha eliminado la bajada del IVA que se adoptó para combatir los efectos económicos de la pandemia. También desaparecerá el impacto de una sola vez que previsiblemente va a provocar el envío de un cheque por valor de 1.300 dólares a los norteamericanos.
Con un nivel de paro tan elevado como el actual; con capacidad sin utilizar en las diferentes industrias por las restricciones sanitarias, y con el comportamiento del crédito tan moderado como está ahora, será extremadamente difícil que pueda haber un repunte persistente de la inflación, un repunte de esos que son difíciles de combatir y que llevaban en el pasado a los bancos centrales a subir los tipos de interés y a terminar provocando una recesión.
Los peligros ahora son de otro tipo y tienen que ver con los efectos secundarios (y técnicos) que a veces provocan en las cañerías de conducción de la liquidez
Los peligros ahora son de otro tipo y tienen que ver con los efectos secundarios (y técnicos) que a veces provocan en las cañerías de conducción de la liquidez la mezcla de apalancamiento y normativa para los bancos.
Aunque la “moda de la inflación”, junto con esos efectos técnicos ya en marcha, provoquen a corto plazo alteraciones en los mercados financieros y estén haciendo subir la rentabilidad de la deuda pública de todos los países. Lo que pondrá de relieve que, una vez más, los bancos centrales no tendrán más remedio que combatir esa subida y la necesidad de financiar los déficits presupuestarios con medidas de compra de esa misma deuda pública.
Es decir, con más de lo mismo…
Y es que, en los mercados se crean modas que no son muy diferentes de lo que es el ritornelo anual de las modas del vestir: si no hay una moda diferente cada año, no hay forma de ganar dinero. De ahí que los mercados se apliquen el cuento de manera más o menos intencionada y coordinada y que su moda este año sea la de la inflación. En esto, los mercados son también “fieramente humanos”. Solo hacen lo que se ha hecho siempre. Es decir, más de lo mismo.