El Gobierno ha aprobado un plan de asistencia financiera por importe de 11.000 millones de euros para el turismo, la hostelería y el comercio. La iniciativa gubernamental se descompone de la siguiente forma: 7.000 millones de ayudas directas, 3.000 para restructurar los créditos ICO y 1.000 para recapitalizar empresas medianas.
Esta es una respuesta tardía, insuficiente e ineficaz para paliar el desplome de los sectores a los que se dirige y de muy compleja gestión. En un escenario donde las líneas divisorias entre los problemas de liquidez y de solvencia de las pymes son cada vez más borrosos, el programa del Ejecutivo tiene serias posibilidades de traducirse en un derroche de los escasos recursos que ha decidido emplear.
En términos agregados, 11.000 millones de euros son una cantidad ridícula para amortiguar la sangría que se ha producido en los sectores turístico, hostelero y comercial, cuyas pérdidas en 2020 han superado los 200.000 millones de euros y en los que se ha registrado el 78% de la destrucción de puestos de trabajo de la economía española durante el pasado ejercicio.
Por añadidura, han desaparecido alrededor de 100.000 establecimientos hosteleros y comerciales, han bajado las persianas 2.411 hoteles y no es razonable pensar que la situación vaya a experimentar una mejoría sustancial en 2021. Esta es la triste y negra realidad. Pero ahí no termina la historia…
La propuesta gubernamental se enfrenta, además, a un severo problema de instrumentación. El Gobierno carece del conocimiento y de la información necesarios para emplear los fondos que ha habilitado con una mínima eficiencia. ¿Qué criterios objetivos pueden guiar en una estructura burocrática la decisión sobre qué compañías son viables y cuáles no? Esta tarea es siempre complicada, pero resulta inabordable en ramas de la actividad definidas por una elevada tasa de atomización y golpeadas por una crisis sin precedentes. Por tanto, el desfase entre la oferta de ayudas y la demanda de ellas se va a traducir en una inevitable discrecionalidad en su asignación.
El programa del Ejecutivo tiene serias posibilidades de traducirse en un derroche de los escasos recursos que ha decidido emplear
Las dudas sobre el eficiente uso de las ayudas se ven respaldadas por la experiencia. Se han suministrado considerables cantidades de dinero público a empresas que no operaban en sectores estratégicos y tenían una viabilidad precaria, por ser generosos, antes de la pandemia.
Air Europa ha recibido un total de 600 millones de euros del Gobierno. No resulta probable que su extinción hubiese dejado incomunicada a España por vía aérea. Duro Felguera percibirá 120 millones sin que su paso a mejor vida hubiese supuesto algo irreparable para la industria patria. Y la última astracanada ha sido la concesión de 53 millones a una aerolínea, Plus Ultra, que transportó 160.000 pasajeros en 2019 y cuyo principal accionista tiene inquietantes conexiones con el régimen venezolano. Estos precedentes no son demasiado halagüeños.
Si España entró en la pandemia con una mala situación en sus finanzas públicas, la brutal caída de la economía y las propias decisiones del Gobierno solo han contribuido a empeorarla. Esta es la razón de la magra cuantía de las ayudas que acaba de aprobar.
El Gabinete no tiene margen de maniobra para proporcionar un apoyo financiero directo al tejido empresarial español y no ha querido -ni quiere- emplear medios indirectos que hubiesen permitido aliviar su situación.
En concreto, eximir a las empresas y a los autónomos de los sectores que ahora pretende salvar del pago de impuestos, tasas y cotizaciones el pasado año. Optó por aumentar el gasto público en transferencias de rentas por una sola razón: su rentabilidad política.
Ante este panorama, las compañías y los autónomos españoles están sometidos a una dinámica darwinista. Esto es, sobrevivirán los más fuertes y desaparecerán los débiles, salvo aquellos a los que el Gobierno decida salvar con los 11.000 millones recién aprobados.
De este modo, irán a la quiebra muchas empresas y se destruirán muchos empleos que eran viables y han dejado de serlo no por la coyuntura económica ni por una deficiente gestión, sino por el cese de su actividad decretado por la coalición gubernamental: un ejercicio de eutanasia activa. Si se impide a alguien producir y trabajar y, por tanto, deja de obtener ingresos, parecería justo y sensato que se le liberase de cualquier pago al erario público mientras persista esa situación.