El Gobierno ha aprobado a través de una Ley Orgánica la despenalización de los piquetes violentos. El Ejecutivo justifica esta medida en la necesidad de restaurar los derechos y libertades de los trabajadores, recortados de manera sistemática y perversa por el Partido Popular desde su acceso al poder en 2011.
Esta iniciativa otorga una patente de corso a las organizaciones sindicales para emplear la intimidación y la fuerza contra personas y bienes durante una huelga. Para cerrar el círculo, el Ejecutivo pretende que los tribunales revisen las sentencias firmes dictadas conforme a la legislación que se deroga, lo que se traduce en una amnistía general para los violentos.
De entrada, utilizar el preámbulo de un texto legal para realizar un ajuste de cuentas ideológico carece de precedentes en los sistemas democráticos occidentales y se asemeja a las prácticas de los dictatoriales o en, lo que se entiende en términos coloquiales, por repúblicas bananeras.
De otra forma no cabe calificar la explícita acusación de liberticida con la que se califica a una legislación elaborada por el anterior Ejecutivo, respetuosa del orden constitucional y con un objetivo básico: proteger la libertad, la vida y la hacienda de todos los ciudadanos frente a las huelgas salvajes.
Utilizar el preámbulo de un texto legal para realizar un ajuste de cuentas ideológico carece de precedentes en los sistemas democráticos occidentales
El artículo 28.2 de la Constitución atribuye el derecho de huelga a los trabajadores uti singulari; es decir, su titularidad es individual, aunque su ejercicio sea colectivo. Esto implica en puridad algo que se olvida o, para ser precisos, que se oculta de manera habitual: los trabajadores han de ponerse de acuerdo para ejercitarlo.
En España, a diferencia de lo que acontece en otros países como el Reino Unido, no se exige el apoyo mayoritario y expreso de los empleados para celebrar huelgas. Estas son convocadas por los mandarines sindicales sin consultar para nada al conjunto de la fuerza laboral, curiosa expresión del espíritu democrático de los sindicatos.
Esa es la razón básica de la existencia de los denominados piquetes “informativos”. Su función real no es proporcionar a los trabajadores un conocimiento cabal de cuáles son las reivindicaciones que se plantean, sino asegurarse de que ninguno de ellos acuda a su puesto de trabajo, lo que pondría en riesgo el éxito de la huelga y, en consecuencia, su legitimidad.
Por añadidura, en pleno siglo XX no parece que sea precisa la presencia física de piqueteros en las compañías o en sus aledaños para que los empleados sepan los fines perseguidos por los huelguistas.
El derecho a desencadenar un conflicto colectivo puede entrar y de hecho entra en colisión con otros amparados por la Constitución. Por eso, la jurisprudencia del Tribunal Supremo ha señalado algo elemental: el bien jurídico protegido es el derecho de los individuos a decidir si van o no a la huelga; es decir la libertad personal.
De ahí, que su criterio para determinar si hay o no coacción durante la celebración de un conflicto colectivo no exija la presencia de intimidación y/o violencia sobre las personas. Basta para que se produzca ese hecho ilícito la fuerza sobre las cosas; por ejemplo, la ocupación de instalaciones o el daño a los bienes propiedad de las empresas o de titularidad pública.
La idea de que los piqueteros se limitan a desplegar una labor pedagógica o misionera sobre unas masas trabajadoras desinformadas es tan real como la creencia en los unicornios.
Basta recurrir a las hemerotecas o contemplar las abundantes imágenes disponibles en las plataformas digitales para comprobar la crónica invasión y los daños causados a la propiedad privada en las huelgas y el uso de la coacción-violencia contra los “esquiroles” insolidarios, cómplices del empresario explotador y carentes de conciencia de clase. Esta es la triste realidad.
Por miedo a los sindicatos o por complicidad con ellos, los sucesivos gabinetes patrios han ignorado el mandato constitucional en virtud del cual ha de elaborarse una ley que regule el derecho de huelga en España.
Esta laguna se traduce en la concesión a las centrales sindicales de un poder sin contrapeso alguno y, por tanto, les concede barra libre para abusar de él en detrimento de la libertad y de la seguridad de sus potenciales víctimas. Este es el verdadero desequilibrio que hoy existe en el ámbito laboral español, desequilibrio que ahora se agrava con la derogación del artículo 315 apartado 3 del Código Penal.