Desde que el ex-presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, cruzó la línea que separa la extravagancia de las patologías mentales y decidió no solo cuestionar la democracia de su país, sino también impulsar un asalto a sus instituciones más sagradas, su caída ha sido absolutamente radical.
En un país que suele distinguirse por el respeto a sus expresidentes, el caso de Donald Trump, perseguido judicialmente en múltiples frentes, expulsado de unas redes sociales que lo convirtieron en el fenómeno efímero que fue, y agarrado a un falso recuento electoral en Arizona como si fuese un clavo ardiendo, resulta claramente excepcional.
Tras una etapa en la que aún mantenía algunas simpatías entre significados parlamentarios del Partido Republicano, y en la que incluso trató de crearse su propia página para seguir tratando de enviar mensajes a sus enfebrecidos seguidores, el peso de la evidencia pasó por encima del presidente menos presidenciable de la historia de los Estados Unidos.
Su página en ningún momento fue capaz de alcanzar un tráfico reseñable, languideció durante unas semanas, hasta que el propio Donald Trump tomó la decisión de acabar con sus miserias y cerrarla. Sí, mantener una página personal es un trabajo duro -y lo sé porque llevo más de 18 años actualizando diariamente la mía-.
Que el estado de Florida, republicano, intente legislar absurdamente que no se pueda expulsar de las redes sociales a un político, como si una ley así no fuese en contradicción ya no de algunas leyes, sino incluso de la Constitución y del mismísimo sentido común, deja clara la evidencia: Donald Trump no era, en sí mismo, nada especial, más allá de lo que las redes sociales fueron capaces de construir en torno a su extravagante figura.
Trump no era, en sí mismo, nada especial, más allá de lo que las redes sociales fueron capaces de construir en torno a su extravagante figura
El funcionamiento de las redes sociales actúa en dos esferas diferenciadas, con tecnologías algorítmicas creadas específicamente para alimentar cada una de las dos.
Partamos de la base de que el fin de esas tecnologías en ningún momento fue facilitar la aparición de fenómenos sociológicos extremos como el trumpismo, sino sencillamente incrementar el tiempo de permanencia de los usuarios en la red social.
Cuanto más tiempo permanecen en ella, más actualizaciones consumen y más interacciones llevan a cabo, más información facilitan, más aspectos de su perfil permiten completar, y más susceptibles son de aparecer en las segmentaciones de los anunciantes, que son lo que, en último término, permiten a esas redes sociales alcanzar sus fastuosas cifras de facturación y beneficio.
Ahora bien: que un mecanismo no haya sido originalmente creado para algo, no quiere decir que no termine precisamente facilitando ese algo, dando lugar a un efecto secundario que, por su trascendencia, termina eclipsando la razón principal. Los algoritmos de Facebook y la patética inanidad de su fundador no pasarán a la historia por haber construido un emporio económico, sino por haber facilitado el aterrizaje en la Casa Blanca de una figura tan patética como Donald Trump.
¿Qué hacen esos algoritmos? El primero de ellos es claro y evidente: intenta constantemente ajustar los contenidos que ven los usuarios a aquellos por los que previamente han expresado más interés.
Cuando una persona comienza a expresar una preferencia por contenidos de una categoría determinada, expresada en forma de interacciones -sea un simple clic, un "me gusta", un comentario o el uso del botón "compartir" -la red, automáticamente, intenta suministrarle más de lo mismo-.
Eso implica que una parte de los contenidos que de manera espontánea vería ese usuario (y que la red entiende, de manera bastante primaria, que le interesan menos) son sustituidos por más de aquello por lo que expresó interés. Esa exposición intensiva al contenido de un tipo determinado, de por sí, interviene obviamente sobre las actitudes de ese usuario, que en cierto sentido, reduce su campo visual.
El segundo algoritmo refuerza eso con los contenidos de la red del usuario, e incrementa la frecuencia y visibilidad de las temáticas a las que los contactos de ese usuario reaccionan más.
Eso refuerza el comportamiento social, de rebaño: no solo pasas a tener una visión de tus contactos sesgada por esa temática concreta, sino que, además, pasas a sentirte justificado, comprendido e incluso amplificado. En tu círculo, radicalizar tus ideas referentes a ese tema pasa a ser una necesidad de reconocimiento social, de presencia, casi de prestigio.
La línea entre eso y lo patético o ridículo es fina, y conozco infinidad de casos de personas que la terminan cruzando y lanzándose incluso a asaltar un Capitolio.
¿Qué prueba la dura caída de Donald Trump? Simplemente, que sin redes sociales, sin esas cámaras de eco artificiales, el trumpismo, como el bolsonarismo y como varios populismos más que se me ocurren, no existen. No son posibles, o lo son de manera mucho más difícil y vinculada únicamente a situaciones extremas y excepcionales.
Sin Facebook y Twitter, Donald Trump es tan solo un personaje patético, un juguete roto de la televisión, un fracasado, y sus ínfimas tesis políticas son tan solo extravagancias marginales.
Aprendamos. O cuando menos, intentémoslo.