El anuncio de la salida del mercado español hecho por la compañía británica de envío de comida a domicilio Deliveroo está generando una narrativa en algunos medios que intenta venderla como un problema de exceso de celo legislativo, como un intento de protección de los trabajadores que, finalmente, termina generando un perjuicio mayor a esos trabajadores a los que intentaba proteger.
La realidad no puede ser más diferente: en la práctica, Deliveroo nunca logró situarse como una compañía líder en España frente a otros competidores en una industria que posee una escasa diferenciación y que se basaba, hasta la llegada de la conocida como Ley Rider, en la explotación sistemática de sus trabajadores.
Tras la ley, Deliveroo sigue siendo exactamente lo mismo que era antes de ella: un competidor fracasado que, además, iba a tener que hacer frente a un proceso de regularización de su 3.871 repartidores, algo que la matriz británica de la compañía no estaba dispuesta a asumir para simplemente mantener sus operaciones en un mercado en el que nunca consiguió consolidarse.
¿Por qué es explotación emplear a personas que, libremente, deciden trabajar para una compañía? Simplemente, porque aunque la teoría es muy bonita, la práctica no lo era tanto.
Esos trabajadores que, teóricamente, podían trabajar para quien estimasen oportuno cada día, en la práctica terminaban sistemáticamente haciendo jornadas largas a lomos de una bicicleta o de una moto en el medio del tráfico de una gran ciudad, trabajando siempre para la misma compañía, pero sin tener ninguno de los derechos por los que las organizaciones de trabajadores lucharon durante mucho tiempo.
Incluso si puedes decidir tu jornada y tu horario, cuando esa posibilidad se convierte en la práctica en un lujo inasumible pasa a ser tan solo parte de una pomposa teoría o un agujero legislativo
Que en pleno siglo XXI un trabajador se viese abocado a llevar a cabo su actividad sin ningún tipo de seguro, sin vacaciones, sin paro y sin ninguna de las protecciones razonables que la ley aplica a los asalariados era, simplemente, un problema.
¿Les proporcionaba flexibilidad? De nuevo, esa es la teoría. Teóricamente podrían decidir levantarse un día por la mañana y no trabajar, o hacerlo para otra empresa, o trabajar menos horas.
Pero en la vida real, lo que hacía la gran mayoría de ellos era muy sencillo: ir a trabajar o dejar de trabajar cuando se lo decían, siempre para la misma compañía, no tomarse vacaciones, arriesgarse a tener un accidente que invariablemente sería un problema suyo y, encima, considerándose afortunados por tener un trabajo.
En esas condiciones, la flexibilidad, lógicamente, se convierte tan solo en una teoría, muy alejada de la realidad. Incluso si puedes decidir tu jornada y tu horario, cuando esa posibilidad se convierte en la práctica en un lujo inasumible pasa a ser tan solo parte de una pomposa teoría o un agujero legislativo. Agujero sobre el que unos cuantos han edificado todo un emporio económico.
¿Ha supuesto la aplicación de la Ley Rider el despido de varios miles de trabajadores? No, lo que ha supuesto es el fin de un agujero legislativo que implicaba que tuviesen que llevar a cabo un trabajo en unas condiciones completamente inaceptables.
Estamos generando una subcasta de trabajadores sometidos a unas condiciones que no se veían en países civilizados desde hacía muchas décadas
¿Es posible que algunos pudiesen estar dispuestos a aceptar esas condiciones a cambio de tener un trabajo? Puede ser, pero como sociedad no podíamos ni debíamos permitirlo. Es lo paradójico de algunas injusticias: que en muchas ocasiones el sujeto de la injusticia pretende que lo mejor para él es mantenerla. Pero no nos engañemos: no es así.
La tecnología permite muchas cosas: el que todos llevemos un ordenador potente en el bolsillo que nos posibilita estar recibiendo y aceptando encargos en cualquier momento posibilitó el desarrollo de una industria que, no lo olvidemos, se asentaba precisamente en llevar a cabo una actividad con unos costes bajísimos gracias a la explotación de sus trabajadores.
Cuando extrapolamos esas condiciones a miles de personas, el que tengan que aportar su propio vehículo, pagarse ellos la gasolina, afrontar posibles accidentes o trabajar sin derecho a paro o a vacaciones supone mucho, muchísimo dinero. Pero en la práctica, estamos generando una subcasta de trabajadores sometidos a unas condiciones que no se veían en países civilizados desde hacía muchas décadas, en lo que era una regresión inaceptable que no decía nada bueno de las sociedades en las que tenía lugar.
No, por tentadora que sea la narrativa Deliveroo no se va porque una ley injusta de un gobierno excesivamente intervencionista perjudica su actividad. No. Se va porque ha visto que si tenía que regularizar todos sus contratos en un mercado que nunca se le dio como ella esperaba las expectativas de rentabilidad no le salían en el plazo que sus inversores reclamaban. Eso es todo. Menos liberalismo barato y más sentido común. Adiós, Deliveroo. Vete a explotar a tus trabajadores a otro sitio.