Es, sin duda, el gran reto actual de la humanidad: cómo dejar atrás la fuente de energía con la que se obtuvieron los niveles de bienestar que disfrutamos actualmente.
La explotación del carbón primero, y del petróleo y el gas natural después, consiguieron que las sociedades humanas mejorasen de manera drástica sus condiciones de vida, pero a cambio de una factura que, como ahora sabemos, no podían pagar: la de convertir el planeta, debido a las emisiones procedentes de su combustión, en inhabitable para la especie humana.
El Tratado de París, el mayor esfuerzo de consenso llevado a cabo hasta ahora para intentar disminuir esas emisiones y evitar una emergencia climática cada vez más acuciante, tiene, sin embargo, un importantísimo problema: no hace referencia a los combustibles como la más importante causa de esa emergencia, en gran medida debido a que hacerlo habría imposibilitado su firma por los países que dependen de la extracción de esos combustibles, y que engloban a un total de 400 millones de personas.
De hecho, desde su aprobación en 2015 por 196 países, la industria de los combustibles fósiles ha seguido expandiéndose, explotando nuevas formas de extracción y abriendo nuevos pozos.
La estimación actual, que muchos consideran claramente demasiado conservadora e insuficiente, es que la producción de combustibles fósiles debería disminuir anualmente un 9,5% para el carbón, un 8,5% para el petróleo y un 3,5% para el gas natural hasta 2030.
Sin embargo, reducir la producción de combustibles fósiles es un plan que los países que viven fundamentalmente de ellos no encuentran, lógicamente, demasiado atractivo, incluso cuando la amenaza que ven al otro lado es una emergencia climática. Por otro lado, las industrias de todo el mundo, desde la metalurgia o el cemento hasta el transporte o el turismo, no quieren verse en un escenario de reducción que, obviamente, conllevaría precios cada vez más elevados para sus productos.
Según el World Economic Forum, es cada vez más necesario - urgente, en realidad - plantear un tratado de no proliferación para los combustibles fósiles similar al que se planteó en su momento para otro grave peligro para la humanidad: las armas nucleares.
En ambos casos hablamos de amenazas existenciales para la humanidad, con la única diferencia de la velocidad con la que actúan. Sin embargo, plantear un tratado como ese exige que los países cuyas economías dependen en gran medida de la explotación de esos recursos puedan llevar a cabo una transición razonable hacia la explotación de otros recursos sostenibles.
Es cada vez más necesario - urgente, en realidad - plantear un tratado de no proliferación
La única forma de llevar a cabo esta transición es mediante la cooperación internacional. Pero más allá de invocar grandes acuerdos, lo importante es plantear cómo llevarlo a la práctica, y empezar a diseñar soluciones que permitan que esos países puedan compensar económicamente el petróleo no extraído, de manera que el hecho de dejarlo en el suelo no suponga su ruina.
Esto requeriría, en primmer lugar, una auditoría completa de los recursos actualmente disponibles, y una valoración de los mismos derivada de la cantidad de dióxido de carbono o metano que implicaría su extracción y su uso.
Para poner en práctica algo así, el autor de ciencia-ficción Kim Stanley-Robinson proponía, en su libro El Ministerio del Futuro, un sistema basado en criptomonedas, en las que la prueba de trabajo correspondiente a su emisión - los conocidos 'mineros' - eran sustituidos, en realidad, por toneladas de carbono no emitidas, y que serían auditadas y fijadas en la correspondiente cadena de bloques por una organización internacional independiente.
La criptomoneda en cuestión no solo se podría obtener dejando de extraer combustibles fósiles, sino también mediante otras actividades que conllevasen la eliminación de dióxido de carbono de la atmósfera.
Esto permitiría a los países productores de petróleo, carbón y gas obtener ingresos en una moneda que, en su planteamiento, apostaría por un futuro para la humanidad a largo plazo.Un sistema de este tipo permitiría no solo financiar la transición de las economías de los países implicados, sino además, una trazabilidad completa de todos los productos fabricados con una estimación fiable de su huella de carbono, y dejaría al mercado la tarea de ir descarbonizándose a medida que los combustibles fósiles van haciéndose más escasos y, en consecuencia, más caros.
Una idea así parece, en este momento, una utopía: hablamos de una divisa internacional, que tendría un precio determinado, y que países como Arabia Saudí, rica en petróleo, o Australia, rica en carbón, podrían capitalizar simplemente dejando de hacer lo que hacen. Difícil, sin duda. Pero necesitamos soluciones, y las necesitamos ya, no dentro de 30 o 40 años, cuando ya no quede nada que salvar. Y la amenaza que hay al otro lado bien merece que nos planteemos lo antes posible este tipo de alternativas.