Cuenta el historiador económico Eric Jones, en su libro El Milagro Europeo, que uno de las cuestiones que diferenciaban los imperios asiáticos de los europeos en la 'era preindustrial' concernía a los incentivos de quienes ocupaban las instituciones más poderosas. Según afirma, "los imperios asiáticos nunca superaron durante el tiempo necesario las consecuencias de las decisiones negativas de sus cúpulas, la falta de incentivos para que quienes ostentaban el poder inventaran o innovaran algo que fuera productivo y el desincentivo para que quienes no tenían el poder se arriesgaran a fundar instalaciones productivas".
La lectura de este párrafo me ha llevado a reflexionar sobre el impacto de las consecuencias sobrevenidas a raíz de las malas decisiones de los gobernantes. No se trata solamente de superar el trauma sino de hacerlo durante el tiempo necesario como para que los incentivos y desincentivos perversos cambien y se tornen virtuosos.
El poder económico público no tenía motivos para arriesgarse e invertir en un modelo de producción más eficiente y, por otro lado, el sector privado tenía desincentivos para acometer las inversiones. La arbitrariedad permanente del poder conduce a tomar decisiones incoherentes y a impedir el progreso económico.
Porque la innovación económica no consiste en apuntarse a una agenda internacional de objetivos del milenio y proclamar la digitalización como quien inaugura la temporada de rebajas.
Es necesario que exista previamente una serie de prerrequisitos, como empresas del tamaño adecuado, el desarrollo de sectores que se prestan a la transformación digital, un entorno confiable para la inversión, sea nacional o extranjera, un sistema educativo que aporte el capital humano necesario. Y, para lograr todo ello, es imprescindible un Gobierno que tenga claro que el objetivo no es a cuatro años como mucho, sino más bien al contrario: es posible que lo que se siembre hoy no se perciba en todo su esplendor hasta dentro de más de cuatro años.
La innovación económica no consiste en apuntarse a una agenda internacional de objetivos del milenio y proclamar la digitalización como quien inaugura las rebajas
Y, en el caso de España, las empresas son demasiado pequeñas y existen desincentivos fiscales para que crezcan. La rigidez del mercado laboral y el alto coste del empleo provocan que solamente se cree en sectores que permiten rotación, que generan poco valor añadido y que, además, aumenta la precariedad.
No hay un entorno confiable para la inversión, porque en este país se premia la deuda y se penaliza el ahorro y la inversión. Ni siquiera merece la pena abrirse un plan de pensiones, que incluso aliviaría el fiasco del sistema a los jubilados del mañana, por la reducción en la desgravación a una cantidad disuasoria por ridícula.
Y, finalmente, nuestro sistema educativo está en caída libre, toda vez que las bases del esfuerzo y los resultados han sido sustituidos por el "todo vale". De todo ello, desde mi punto de vista, el deterioro del sistema educativo, tanto escolar como universitario, es el problema más grave y el que acarreará consecuencias a largo plazo de mucho calado.
El deterioro del sistema educativo, tanto escolar como universitario es el problema más grave
¿Cuánto tiempo llevan nuestros gobernantes tomando malas decisiones sostenidas en el tiempo? ¿Superaremos "durante el tiempo necesario" las consecuencias negativas de las mismas? Porque nuestros socios europeos ya nos miran con cierta desconfianza.
Como comentaba María Vega en su artículo del pasado lunes "la Administración española no está siendo capaz de ser ágil en la gestión de las ayudas y la 'cogobernanza' está mostrando su peor cara: la de la ineficiencia".
La extensión de los ERTE y la obstinación de la vicepresidenta Díaz con la subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) o transmiten mucha confianza a la hora de mirar al 2022. El empleo difícilmente se va a recuperar.
Si, además, la cuantía de los fondos Next Generation EU que nos van a llegar es mucho menor de lo esperado (11.000 millones de euros, frente a los más de 26.000 millones anunciados y comprometidos en los Presupuestos de este año), nos encontramos ante un panorama complicado.
¿Qué caldo de cultivo tenemos para reactivar realmente nuestra economía enfocándola al futuro? ¿Quién va a fiarse de un Gobierno dual que fractura el diálogo social, presenta estadísticas obscenamente infladas y permite que la polarización política se interponga en el camino de la recuperación de la maltrecha situación económica de los ciudadanos?
¿Quién va a fiarse de un Gobierno dual, que fractura el diálogo social, presenta estadísticas obscenamente infladas y permite que la polarización se interponga?
Por otra parte, una de las cuestiones que menos se atienden cuando se analizan las políticas públicas es la generación de expectativas que el comportamiento de los gobernantes tiene en los demás agentes económicos.
Unas estadísticas repetidamente equivocadas restan credibilidad a los gestores de los Presupuestos, minan la confianza del consumidor y del inversor en las previsiones macroeconómicas de las autoridades y trasmiten una arbitrariedad más o menos velada en los planes de reparto de los fondos europeos. La percepción de la corrupción se enquista en la sociedad. Se abre una grieta entre la realidad económica que el Gobierno cuenta y lo que la gente vive.
Si, simultáneamente, se reparten dádivas a los lobbies afines, a los que maquillan los logros y repiten las consignas, trolean en las redes o censuran a los periodistas que dicen la verdad, entonces, lo más inteligente (e inmoral) es buscar tu nicho para lograr una renta gratis a costa del resto de los españoles. Los buscadores de rentas tienen su futuro asegurado.
Eso sí, desmontar esa mentalidad es mucho más difícil que crearla. ¿Cómo decir a los estómagos agradecidos que se ha acabado el chollo? ¿Cómo colocar a toda esa clase política extractiva que, literalmente, nunca ha trabajado en otra cosa? ¿Cómo recuperar la confianza de los agentes, y más en el entorno internacional?
Recordemos los 10 años de calvario griego a expensas de las medidas de la Unión Europea cuando se produjo el drama heleno tras la crisis del 2008.
¿Podemos los españoles frenar esta deriva antes de que sea demasiado tarde?