‘El Gatopardo’ alemán
Los continuos superávits comerciales de Alemania muestran que lejos de ser la locomotora de Europa, es una aspiradora.
Instante definitivamente lampedusiano, el que viven Alemania y Europa toda a estas horas, con un incierto resultado en las urnas que a lo que más se parece es a una transcripción numérica del guión del Gatopardo. Y es que, accedan los socialdemócratas a la Cancillería o consigan retenerla en última instancia los democristianos, nada sustancial es previsible que vaya a modificarse en la crónica ambivalencia de las élites políticas alemanas con respecto al proyecto europeo.
Actitud contradictoria, la que retrata por igual a izquierda y derecha germanas, que se materializa en la convivencia esquizoide de una retórica paneuropea, la proclive a la consumación final del proceso de transferencia de las soberanías de los Estados-nación a una instancia política superior con vocación federal, el horizonte que inspiró a los fundadores el Mercado Común en la posguerra, y la paralela asunción en el día a día de una política económica doméstica con inequívocos tintes mercantilistas que implica justo lo contrario.
Un neomercantilismo que hubiera hecho las delicias de Colbert en el siglo XVIII, el practicado al alimón por Merkel desde el timón de mando y Sholz en la cartera de Finanzas, en el que procede buscar al responsable último del tan desigual impacto temporal de la Gran Recesión de 2008 en Estados Unidos, país volcado desde el minuto cero del derrumbe en el recurso al instrumental quirúrgico keynesiano de urgencias, y una Unión Europea atada de pies y manos por la doctrina canónica de la austeridad made in Berlín.
Una disonancia, esa que separa el discurso de la praxis, que acabaría provocando otro malentendido con las metáforas. Porque Alemania nunca ha querido ejercer de locomotora del continente. Bien al contrario, la imagen que más se compadece con la verdad de su proceder desde el cambio de siglo es la de una aspiradora.
Alemania nunca ha querido ejercer de locomotora del continente. Al contrario, la imagen que más se compadece con su proceder es la de una aspiradora
Las locomotoras logran sacar de su quietud a los vagones que las preceden por la vía del arrastrarlos hacia delante merced a su fuerza motriz; las aspiradoras, en cambio, orientan su energía a absorber cuando haya a su alrededor. Y Alemania, junto con la República Popular China, lleva dos décadas transmutada en una de las dos mayores máquinas aspiradoras del planeta.
La prueba son sus rutinarios y escandalosos superávits comerciales, también junto con los chinos los más altos del mundo. Algo que ha acabado convirtiendo a Alemania y China en los principales sospechosos recurrentes de los desequilibrios en el orden económico global a ojos de Estados Unidos.
Por lo demás, un basar casi todo su crecimiento en las exportaciones que, al tratarse de la mayor economía de su área monetaria, terminó convirtiendo a Alemania en el supremo impedimento para que sus socios del Sur, España incluida, lograsen dejar atrás mucho antes la Gran Recesión.
Y ello por una razón obvia, a saber: para que un país logre comercializar el grueso de su producción nacional vía exportaciones, necesariamente tienen que existir otros países que se la compren. Asunto que no dejaría de constituir una perogrullada si los europeos comerciáramos de modo preferente con el resto del mundo. Pero resulta que los europeos comerciamos sobre todo con otros europeos, no con el resto del mundo.
Sin ir más lejos, el 66% de las exportaciones españolas se dirigen a la Unión Europea. Y el caso de España es la norma, no la excepción. Por eso las simetrías milimétricas entre los déficits de los países del Sur y los superávits alemanes. Y también por eso los cargos por lesa europeidad contra Alemania. Porque tratándose del único país que disponía de margen fiscal para haberse permitido una política contracíclica distinta al ricino de la austeridad, algo que habría impulsado al conjunto de Europa, se negó en redondo a hacerlo.
Ha hecho falta que nos viésemos en riesgo de desaparecer como especie por culpa de un virus para que, y solo de forma coyuntural, momentánea, haya concedido cambiar de actitud. Pero ser justos con Alemania exige recordar que ellos tuvieron muy claro desde el principio el error que suponía incluir a los países del Sur en el grupo inicial del euro.
Ha hecho falta que nos viésemos en riesgo de desaparecer como especie por culpa de un virus para que, y solo de forma coyuntural, Alemania haya concedido cambiar de actitud
Por algo Helmut Kolh, canciller federal cuando la puesta en marcha de la moneda común, fue el autor de la por entonces llamada teoría de la coronación, la doctrina oficial de Alemania que propugnaba aplazar la unificación monetaria hasta la última fase de la construcción europea, cuando ya se hubiese producido la convergencia real entre economías nacionales caracterizadas por unos niveles de productividad tan históricamente dispares.
Ellos, nadie lo puede negar, lo vieron venir. Pero no les hicimos caso. Y ahora el error ya no tiene remedio. Porque el euro es como los tubos de pasta de dientes: extraer el contenido resulta sencillísimo, pero volver a introducirlo deviene empresa imposible.
Los Estados Unidos, un país inmenso con enormes diferencias económicas entre sus territorios, pueden tener una sola moneda, el dólar, porque son una democracia, únicamente por eso. Porque en una democracia acaba resultando inevitable cierto grado de solidaridad entre zonas con distinto nivel de desarrollo a través de las transferencias fiscales dirigidas por la autoridad central.
Pero la Unión Europea no es una democracia. De ahí la inviabilidad política de convencer a un elector de Baviera, se llame como se llame el canciller federal, para que destine parte de sus impuestos de forma permanente a, pongamos por caso, Extremadura. En fin, preparémonos para que todo cambie en Berlín.
*** José García Domíngez es economista y periodista.