Decíamos la semana pasada que, aunque improbablemente, parecía haberse alcanzado el precio máximo del gas natural. En los últimos siete días ese precio hizo amago de intentar un asalto al máximo alcanzado el 5 de octubre, pero terminó retrocediendo e, incluso tuvo caídas espectaculares en algún mercado, como el de Reino Unido (-20%), si se trataba de la entrega del gas al día siguiente. En el mercado de futuros hoy está un 14% por debajo de como estuvo en esa fecha.
Lo de que fuera improbable tenía que ver con que el máximo de cada año suele alcanzarse entre noviembre y diciembre con una probabilidad del 60%. Pero las palabras de Putin ordenando que se suministre gas a la Unión Europea han frenado, de momento, el incremento de precio.
La economía global se desacelera entretanto, y el dato de PIB de EEUU ha sido bastante malo (0,5% trimestral) aunque no tan malo como auguraba la estimación de la Reserva Federal de Atlanta. Por no hablar del PIB español que aquí ya sabíamos desde hace tiempo que estaba lejos de comportarse según las predicciones del gobierno, unas predicciones que, desde el 12 de febrero de 2020, siempre han nacido caducadas. Y lo que es peor, con un comportamiento pésimo de la productividad de la economía: en España se produce un 7% menos que antes de la pandemia con el mismo número de personas empleadas que entonces.
El volumen de comercio mundial mejoró en agosto (0,8% mensual) pero no lo suficiente como para compensar la caída que llevaba acumulada desde marzo (-2,8%). Con todo y con eso, se mantiene un 4,5% por encima del volumen alcanzado en diciembre de 2019, justo antes de la pandemia, pero no tan por encima (solo un 1,8%) de su nivel máximo del ciclo anterior, alcanzado en el mes de octubre de 2018.
Una vez pasado el “rebote” del comercio global tras la pandemia, lo probable es que veamos acelerarse la tendencia a la desglobalización que se inició con la crisis financiera, una tendencia caracterizada y fácilmente identificable por el hecho de que creciera más el PIB mundial que el comercio global.
La labor de inicio de la desglobalización que parece que ya está en marcha ha tenido tres autores e intérpretes principales. Por orden cronológico, la crisis financiera de 2008-2009; el expresidente norteamericano, Donald Trump y la pandemia del SARS-COV2.
Tras la crisis financiera el comercio mundial tardó mucho en recuperarse y sus tasas anuales de crecimiento ya fueron, en general, inferiores a las del PIB mundial. Donald Trump, con su estilo belicoso y su verbosidad “carente de urbanidad” le asestó lo que parecía un golpe importante, a pesar del acuerdo con China de enero de 2020 que siempre pareció una medida dilatoria por parte del gobierno del país asiático para perder tiempo, en espera (y en la confianza) de que Trump perdiera las elecciones.
Como así ha resultado que fue: ni Trump ganó las elecciones ni el gobierno chino se ha preocupado mucho por cumplir el compromiso de compras de productos norteamericanos, principalmente de materias primas agrícolas, por 200.000 millones de dólares en el plazo de dos años a los que se añadirían cantidades adicionales en cada uno de esos años. Así, en 2020 el grado de cumplimiento del compromiso por parte de China fue solo del 58%, y en la parte transcurrida hasta agosto de 2021 el cumplimiento es del 62%.
Finalmente, lo que parecía un golpe de gracia por parte de Trump terminó siendo un juego de niños en comparación con el desaguisado que organizaría la COVID-19.
El cuarto golpe importante, llámese golpe de gracia, puntilla o descabello, quizá se lo esté proporcionando ahora la crisis energética. Pero aún hay otros “golpes de gracia” que están por aparecer en escena. El más grave de todos es la materialización de una invasión de Taiwan por parte de China que, si ya de por sí sería grave, se convertiría en una catástrofe si desembocara en una guerra abierta con EEUU.
No es algo que sea muy probable, pero se sabe que los planes de esa invasión ya están desde hace tiempo sobre la mesa del Alto Estado Mayor del ejército chino.
Una eventualidad como esa dejaría a las economías occidentales, tan dependientes de los microchips de Taiwan como de la enorme variedad de importaciones chinas, prácticamente en una situación de autarquía forzada, como la de los años 1940s en España, aunque “con el consuelo” de que sería compartida con muchos más países. Con suerte, no habría que volver al gasógeno…
En este ambiente de inseguridad sobre el futuro, un futuro que, en ausencia de guerras entre las grandes potencias, irrumpirá, una vez superadas las dificultades actuales, con enormes saltos de la productividad (algunos ya están en marcha gracias a la digitalización) y, por consiguiente, de prosperidad, las dudas de los países se tornan angustiosas.
En dos años escasos (sí, era diciembre de 2019) hemos pasado de las efusiones del cuerpo místico ecologista con Greta Thunberg por el Paseo de la Castellana de Madrid (que recordaban los arrebatos populares de quienes seguían a Catalina Cardona, la gran competidora de Teresa de Jesús, o a Apolonio de Tiana, cuya grandeza hacía que los cristianos se tuvieran que poner a la defensiva afirmando que los milagros de Jesús eran más grandes) a la mezcla, que ya hemos comentado aquí, de estar viviendo en la inopia, gracias al Banco Central Europeo, y conteniendo la respiración, por miedo a tener que encender las velas el próximo invierno para alumbrarnos. Es decir, a pasar del arrebato ecologista al sálvese quien pueda y a tener que encontrarnos (faltos de fluido eléctrico y de redes sociales) con nosotros mismos.
En ese panorama en el que las “autopistas de la información” podrían quedar cortadas, siquiera temporalmente, ¿de qué serviría tener dinero electrónico con el que pagar la compra o, ya no digamos, tener una memoria USB con nuestra identificación como propietarios de una billetera llena de Bitcoins? ¿No sería mejor tener un buen lingote de oro, o varias barritas?
Seguro que ya hay mucha gente pensando en esto, y aunque el oro tenga sus riesgos en el extremo opuesto (dificultad de evitar los robos o el peligro para los propios sistemas de seguridad de los depósitos en las cajas fuertes de los bancos, por no hablar de que la manera más fácil de comprar oro es hacerlo mediante un fondo cotizado o ETF al que tampoco se tendría acceso por estar las redes eléctricas y telefónicas sin servicio) hay gente dispuesta a empezar a acumularlo.
¿Tiene eso algún sentido? Sí, si se le añade otro mito muy difundido de que el oro protege contra la inflación y, por ende, contra los tipos de interés reales negativos (en España ese tipo real es ya de -5%). Esa inflación que iba a ser transitoria hasta que los atascos en la red de distribución mundial de mercancías la han convertido en algo mucho más amenazador.
Pero, sobre todo, con independencia de que el mito del oro pueda funcionar esta vez como medida defensiva contra la inflación, lo que sí parece probable es que el precio del oro vaya a subir. Para afirmar esto viene en nuestra ayuda una vez más el año 2018, un año en que el oro estuvo cayendo de precio durante los nueve primeros meses para, a partir de noviembre, iniciar una subida que duró los 21 meses siguientes (con su buen tropezón, como casi todos los activos, al empezar la pandemia) y que le proporcionó una revalorización del 70%.
Y es que… aunque parezca magia potagia, el oro lleva a estas alturas exactamente la misma bajada de precio que en las mismas fechas de 2018: -6,4% (para una comparación exacta, aún le quedaría por caer un poco más antes de iniciar la remontada).
Decíamos que la caída entre marzo y agosto del comercio mundial ha sido de 1,4% pero es que hay más: el impulso (la comparación de la media de los últimos tres meses con los mismos meses del año anterior) ha bajado 0,9%, y es negativo por segundo mes consecutivo desde que se inició la recuperación de la pandemia. La tasa anual de variación del comercio global también ha bajado desde el 25,28% de abril al 8,23% de agosto. No pinta muy bien para el futuro de la globalización. A estas alturas, por fas o por nefas, ya casi todo el mundo se la está cuestionando. La mejora de la productividad y la relocalización de las industrias hará subir los salarios y los beneficios empresariales en Occidente. Pero hay que esperar un poco aún.