El pasado fin de semana tuve la suerte de participar en un coloquio acerca del surgimiento del capitalismo y la obra de Honoré de Balzac, Père Goriot. Esta novela, que forma parte de la saga conocida como La Comédie Humaine, muestra una imagen de la vida parisina de la primera mitad del siglo XIX.

Ambientada en una economía claramente precapitalista, el lector contempla las filias y las fobias de un complicado entramado de intereses creados en el que se reconocen arquetipos inconfundibles: la vieja nobleza que intenta recuperar su puesto con la restauración de los Borbones, la reciente nobleza napoleónica caída en desgracia pero con dinero nuevo, la nobleza de provincias, los advenedizos o arribistas, París como un universo paralelo donde imperan unas normas sociales no escritas diferentes e inquebrantables.

El drama de Jean-Joachim Goriot y su entorno se antoja ineludible en el París de 1819, en el que no se han construido todavía ni las grandes estaciones, ni los grandes almacenes, ni las grandes avenidas que nutrirán la vida de la que luego sería conocida como la ciudad de la luz.

Uno de los profesores convocados, no en vano periodista y especialista en comunicación, proponía un universo paralelo en el que las decisiones de los protagonistas no resultaran en situaciones tan injustas y descarnadas. Las hijas de Goriot no acabarían arruinadas, la corrupción social no sería viral, hombres y mujeres no se verían abocados a las peores decisiones. La respuesta más inmediata, compartida por las quince personas que compartimos reflexiones fue: los cimientos de la novela no son sino la naturaleza humana.

Sin embargo, creo que sobre esos cimientos hay dos pilares que diferencian los primeros veinte años del siglo XIX francés y los primeros veinte años del siglo XXI en Occidente.

Riqueza social

El primero es la figura del empresario como generador de riqueza social. No solamente como innovador movido por su afán de lucro, que también. Sino esa persona que, buscando su propio interés crea empleo, provee de bienes y servicios a la sociedad, y alimenta la actividad económica.

Ese que, en Francia, aparece en las novelas de Émile Zola, como el Octave Mouret de Au Bonheur des dames. Para pasar de Goriot a Mouret, son necesarias dos circunstancias: que los incentivos y las expectativas sean las adecuadas.

Mientras que un joven en 1820 no tenía expectativas de enriquecerse mediante la inversión, la innovación o la generación de beneficios empresariales, en el mismo año pero en Londres las cosas eran diferentes. La empresarialidad en el sentido más puro, permitió la industrialización, la creación de una clase media con incentivos para mejorar, para educar a los hijos, y con expectativas de que se puede salir de esa rueda de cobayas en la que los personajes de Balzac se encontraban encerrados.

El segundo pilar es el Estado de derecho, que en esos momentos no existía. La rendición de cuentas, el funcionamiento de un sistema judicial que ampare a todos los ciudadanos por igual, sin atender a su origen social o cargo político, habría protegido a Goriot y a sus hijas. También habría desincentivado la corrupción, el “todo vale” reinante en París.

Justicia

Habría transmitido el mensaje a la sociedad de que los males pagan por sus acciones: no se puede robar aunque seas parte de la élite favorecida, no importa si este grupo selecto es el que baila el agua a los hijos de la Revolución, a Napoleón, a los Borbones o a los Orleans. La justicia impera para todos.

Mirando nuestros primeros veinte años, me doy cuenta de que en nuestro país ambas figuras se han deteriorado dramáticamente. El empresario se ahoga. Su mejor alternativa es recibir ayuda estatal, un privilegio que le dé una ventaja sobre el resto, y, desde luego, evitar a toda costa la competencia, la exposición al juicio del mercado, no vaya a ser que “los otros” sean mejores y el consumidor vaya a elegir mal, es decir, no a mí.

El empresario prefiere no ver crecer su empresa para evitar el castigo impositivo. Muchos analistas se entretienen en cuestiones de procedimiento, que son importantes, pero no si sirven como pantalla para no tener que recomendar medidas incómodas, como el control del gasto, o soluciones que serían buenas para la economía pero restarían poder arbitrario a los políticos.

Estamos volviendo a una sociedad en la que prima el gasto y la deuda, no solamente en los gobiernos, sino en la sociedad. Goriot, que explica una idea de negocio que le habría permitido hacerse cargo de las desgracias de sus hijas fácilmente, prefiere fundir la sopera de plata para venderla y destruir su patrimonio. El estudiante Rastignac juega a la ruleta para pagar sus deudas y seguir acudiendo a las fiestas de la aristocracia. No son locos, simplemente no tienen otros incentivos, dadas las expectativas que se abren ante sus ojos. Hay capital (o patrimonio) pero no hay inversión.

Avance empresarial

Cuando se piensa en avances empresariales se mira, como primera opción, al gobierno. Se intenta adivinar a través de qué agencia estatal, autonómica, local o europea se puede gestionar mejor la innovación, la digitalización, la mejora, el impulso. Justo al revés de lo que debería ser.

Por supuesto, el rol del Estado en la industrialización fue más importante en unos países que en otros. Pero el éxito de países como Alemania fue el modo, no dañino, por decirlo de alguna manera, que esta participación tuvo. Una cosa es crear un marco, facilitar unas condiciones legales, y otra cosa es hacerse con el papel protagonista de la innovación empresarial y del progreso de la nación.

Esta manera de arrebatar el protagonismo económico a los ciudadanos tiene una consecuencia indirecta extra. No tomamos decisiones ni arriesgamos para lograr beneficios tampoco como agentes políticos, como ciudadanos: no exigimos ser los decisores reales de nuestro destino político. Preferimos el engaño a la responsabilidad. Votamos gestos, tenemos gestos.