El presidente del Gobierno ha iniciado una gira europea en búsqueda de una solución conjunta de los países de la UE para frenar la escalada de los precios de la electricidad. Este ejercicio de liderazgo auto asignado y no solicitado por nadie refleja la fuga hacia adelante de un Ejecutivo cuya política energética es una causa determinante del brutal impacto del encarecimiento de la energía sobre el recibo de la luz y sobre la inflación.
Si la estrategia de descarbonización diseñada por el Gabinete social-comunista iba a perjudicar a las familias, a las empresas y, por tanto, a la economía española, la emergencia del shock de oferta negativo causado por la invasión de Ucrania va a tener un efecto demoledor.
La escalada de los precios de la energía es un hecho real y, por tanto, no puede ni debe camuflarse con medidas como, por ejemplo, el establecimiento de tarifas máximas. Cualquier texto de introducción a la economía enseña las consecuencias indeseadas e indeseables de manipular el funcionamiento del mercado mediante controles de precios con el objetivo de bajarlos. Ello genera un absoluta distorsión en a la asignación de los recursos y su eficacia es similar al intento combatir el aumento del frio rompiendo el termómetro.
En el supuesto de que las empresas eléctricas estuviesen dispuestas a absorber unos mayores costes sin trasladarlos a los precios, ello generaría un déficit tarifario que habrá de ser financiado tarde o temprano por los consumidores y por las compañías bien con precios futuros más altos bien con impuestos bien con una mezcla de ambos. Y España ya tiene una dilatada experiencia en este campo.
En el caso de que esa compensación no se materialice o no se prometa, las compañías energéticas no estarán dispuestas a subvencionar a su riesgo y ventura, contra sus cuentas de resultados, unos precios regulados de la electricidad situados por debajo del coste de generarla. Ello se traduciría en una clásica desviación de comercio. Esto es, los flujos gasísticos potencialmente destinados a España se desplazarán hacia otros países, lo que provocaría una mayor escasez de ese combustible fósil.
A corto plazo, la única respuesta racional al actual situación es eliminar o, al menos, reducir los costes energéticos no imputables a las fuerzas del mercado, sino al Gobierno, esto es, los impuestos. El Ejecutivo ya cargó y ha seguido cargando sobre los hogares y las compañías el impacto socioeconómico de la pandemia. Ahora parecería justo que asumiese el peso de una situación en la que las arcas públicas están recibiendo unos ingresos extraordinarios a costa del bolsillo de las familias y de las firmas.
La única respuesta racional al actual situación es eliminar o, al menos, reducir los impuestos
Ello implicaría actuar no sólo sobre la fiscalidad que recae sobre la factura de la luz, sino también sobre la que grava a los hidrocarburos, lo que resulta imprescindible en una economía cuyo consumo de energía primaria procede en un 77% de los combustibles fósiles. Desde esta óptica, la tributación especial sobre éstos y sobre la electricidad debería ser suprimida porque ya soportan un IVA del 21% aunque en algunos supuestos el que recae sobre la segunda se ha recortado hasta el 10%.
De cualquier forma, este tipo de iniciativas son un expediente de urgencia incapaz de resolver el fondo del problema: la puesta en marcha de una política incompatible con el suministro seguro y a precios bajos o razonables de la energía. La coalición gubernamental se ha emperrado en desplegar una estrategia de descarbonización a la velocidad de la luz que, a la vista de los hechos, hace a España muy vulnerable a cualquier shock adverso. Esta será siempre una amenaza mientras no se cambie de manera radical el enfoque de la cuestión, dominado por una visión ideológica ajena a la realidad.
España no puede tener un mix de generación soportado en exclusiva o de forma dominante por las renovables. El viento y el sol son fuentes de energía intermitentes y no almacenables en un espacio temporal imprevisible. Las otras, por ejemplo, el hidrógeno no están aún maduras y no cabe aventurar cuando lo estarán.
Una economía desarrollada no puede convertirse en un gigantesco campo de experimentación de las utopías sostenidas por los sacerdotes de la religión climática o por políticos irresponsables cuya aspiración es asombrar al mundo con sus credenciales verdes. Este juego es peligroso y tiene altos costes sociales y económicos que pueden llegar a ser irreversibles.