El Índice de Incertidumbre Global elaborado por el semanario británico 'The Economist', cuya muestra abarca a 42 países que suponen el 90% de la economía mundial, ha alcanzado el peor registro desde el 11-S de 2001, situándose por encima de los malos datos arrojados al desatarse la pandemia. Esta situación refleja la convergencia de un conjunto de factores que configuran un escenario de tormenta perfecta. Pocas veces han concurrido tantos choques negativos desde hace décadas, lo que perfila un panorama incierto, de difícil gestión y de derivadas imprevisibles. Sin duda alguna, este momento será estudiado en el futuro como un caso singular y extraordinario.
A mediados-finales de los años 70 del siglo pasado, se produjeron dos shocks petrolíferos que acabaron con tres décadas de crecimiento económico en Occidente y provocaron un fenómeno inédito e inexplicable para la sabiduría keynesiana convencional: la estanflación. En 2007, se desencadenó una crisis financiera que se extendió por todo el mundo y dejó tras de sí un lastre de desequilibrios macro que no pudieron corregirse cuando el Covid-19 produjo un shock de oferta inédito de escala global.
Cuando las economías de todo el mundo estaban comenzando a superar los efectos depresivos de la pandemia, eso sí, con niveles brutales y acumulados de déficit y deuda en casi todos los países, la invasión rusa de Ucrania ha desencadenado otra perturbación de oferta que ha sacado de su tumba el fantasma estanflacionario.
En este contexto, la coyuntura es de una extraordinaria complejidad y el futuro incierto por la convergencia de una delicada tesitura económica con una guerra en las puertas de Europa protagonizada por una potencia nuclear que es al mismo tiempo un pigmeo económico y que se enfrenta al riesgo de la bancarrota ante las sanciones impuestas por Occidente. Su única arma económico-financiera efectiva, si bien con rendimientos decrecientes, es el corte-reducción de los suministros de energía, básica de gas, a la UE, lo que tiene un impacto negativo sobre la economía continental pero también sobre Rusia en tanto ve reducirse y, probablemente, interrumpirse su principal fuente de generación de ingresos.
Sea cual sea el desenlace de la guerra y su duración, tanto la UE como Rusia van a sufrir ya las consecuencias de las hostilidades bélicas. Europa ha entrado en un escenario de estanflación que resulta ya irreversible y que solo puede abordarse con una restricción presupuestaria y monetaria cuyo resultado puede ser una recesión. Rusia saldrá peor parada.
Se va a enfrentar a la peor crisis registrada desde la década de los años 90 del siglo XX y, a diferencia de lo acaecido entonces, sin ninguna ayuda occidental, que entonces fue decisiva para evitar el caos. China, lo desee o no, carece de capacidad para desempeñar el papel que en aquellos años representaron los países occidentales. Esto coloca a Rusia en una posición de una extraordinaria debilidad y con un serio riesgo para la estabilidad mundial.
Nadie puede decir cómo terminará o, mejor, en qué desembocará esta crisis económica-geopolítica. En cualquier caso, es evidente que se está viviendo un punto de inflación en la escena mundial. El nuevo orden de un mundo unido por los valores de la democracia liberal, la economía de mercado y la globalización dejó de existir hace ya una larga década para ser sustituido por un mundo en el que la real polítik parecía imponerse.
Tanto la UE como Rusia van a sufrir ya las consecuencias de las hostilidades bélicas, y China carece de capacidad para desempeñar el papel que en los 90 representaron los países occidentales
La agresión rusa a Ucrania ha mostrado los riesgos que para la estabilidad occidental, tanto en términos de seguridad como de prosperidad, suponen el abandonar una agenda internacional destinada a promocionar y fortalecer un orden liberal. Esto no supone jugar a exportar-imponer los valores de Occidente, pero sí ha de traducirse en un apoyo a quienes quieren vivir conforme a ellos.
Desde esta perspectiva, el “espléndido aislamiento” norteamericano y los pequeños juegos de poder europeos han mostrado ser un enorme error de cálculo. La libertad y la prosperidad de Occidente es incompatible con la existencia de potencias revisionistas y expansionistas cuyos valores son autocráticos y se sustentan en la fuerza. Esto no significa convertirse en cruzados de la sociedad abierta en todo el mundo, pero sí ser conscientes de que el Planeta del Siglo XXI gozará de una estabilidad precaria si la debilidad política, económica y militar de Occidente se convierte en un incentivo para el resto y si la alianza EEUU-UE no se convierte en un dato estable del panorama mundial. Esta es la principal lección de estos momentos y es preciso tomar nota.
La UE o, mejor, los Estados europeos lo van a pasar mal a corto plazo. Ahora bien, los problemas de esta hora no son la consecuencia de una crisis del capitalismo liberal, como a veces se pretende hacer creer, sino de su paulatino abandono para configurar un modelo socio-económico que cabría definir como colectivismo vegetariano que está agotado y que empeñarse en mantenerlo solo contribuirá a agravar los problemas estructurales de la economía y de la sociedad europea.
Es preciso retornar a los principios que impulsaron el crecimiento económico y del nivel de vida en Europa y en Occidente desde el final de la II Guerra Mundial hasta la crisis del petróleo, que fueron abandonados después, que tuvieron una efímera resurrección en los años 80 para ser abandonados de manera progresiva desde el comienzo del siglo XXI.