Andalucía es a día de hoy la segunda región más pobre de España, solo por delante de Canarias. Crudos, asépticos, por entero insensibles a los bálsamos retóricos de la propaganda electoral, los indicadores macroeconómicos locales así lo atestiguan. En concreto, su PIB por habitante dista un 30% del nacional y un 50% del correspondiente a la Eurozona. Hasta ahí, impávidos, los porcentajes.
Andalucía que, dejemos de insistir en engañarnos, nunca se convertirá en la California europea del siglo XXI, sin embargo, tuvo muchas papeletas, casi todas, para haber devenido el Mánchester fabril y próspero del Mediterráneo cuando el alba de la Revolución Industrial, allá por la primera mitad del XIX, el que elogiaría Adam Smith en La riqueza de las naciones.
Al punto de que el paisaje social que se podía contemplar desde la Alcazaba de Málaga en 1850 hubiera resultado en extremo próximo y familiar a cualquier inglés de la época.
Andalucía tuvo muchas papeletas, casi todas, para haber devenido el Mánchester fabril y próspero del Mediterráneo
Lo puso por escrito hace muchos años Jordi Nadal, tal vez el historiador económico que más ha influido en la percepción compartida por las élites españolas a propósito de los lastres del desarrollo de nuestro país.
Convertida a esas alturas, las del ecuador de la centuria, en la segunda provincia más industrializada de España tras la de Barcelona, Málaga ocupaba un puesto destacado entre los territorios más dinámicos no de España, sino de Occidente.
Contaba con ocho compañías de producción de lino; trece fábricas de jabón; dos factorías de productos químicos, dos grandes industrias siderúrgicas que miraban de igual a igual a sus competidoras del País Vasco; siete factorías de curtidos; un par de elaboración de cerveza; seis firmas de tejidos de seda; dos de salazones de pescado; una planta especializada en la producción de abanicos; cuatro talleres de albayalde; una compañía por acciones especializada en la elaboración de sombreros; trece fabricantes de pastas alimenticias; una compañía de refinado de azúcar; un aserradero de grandes dimensiones; una fábrica de botones; once compañías centradas en el almidón; entre otras decenas de negocios de menor dimensión.
Andalucía, sí, podría haber sido el lugar al que migrasen millones de trabajadores manuales del resto de la Península durante el desarrollismo de los años 70
Andalucía, sí, podría haber sido el lugar al que migrasen millones de trabajadores manuales del resto de la Península durante el desarrollismo de los años 70. Dos factores aleatorios y ajenos ambos a la voluntad humana. El primero, la ausencia de mineral autóctono que pudiera alimentar sus altos hornos -un déficit crítico de materia prima que abocó a la gran industria andaluza a no poder competir en precio con la del norte-.
El segundo una fatal epidemia de filoxera que arruinó a los agricultores locales, la principal fuente de demanda para todo aquel hervidero de germinal transformación capitalista. Ambos acabaron con el prometedor despegue de la Andalucía que pudo haber sido y no fue. Que nunca fue y que acaso nunca será. Porque la historia importa, y mucho más de lo que se tiende a considerar en los análisis convencionales.
El capitalismo industrial alumbrado en el siglo XIX fue un nuevo orden económico revolucionario que, por muy complejas razones sociales, prendió con fuerza solo en determinados territorios y no en otros.
Y claro que han transcurrido dos siglos, pero ocurre que aquellos territorios pioneros, los que fueron vanguardia en la implantación del cambio, adquirieron una ventaja competitiva diferencial frente a los más retrasados, ventaja que no iban a perder ya nunca más.
Viceversa, resulta hoy en extremo infrecuente dar con alguna región natural de Europa o de Estados Unidos que, habiendo formado parte de las zonas rezagadas durante el XIX en el proceso de transición al capitalismo industrial (piénsese, por ejemplo, en los estados esclavistas y agrarios del sur de Norteamérica) hubiera logrado alcanzar luego, durante el XX y lo que llevamos del XXI, el mismo nivel de desarrollo que las otras.
En esa muy contrastada constante histórica, Andalucía forma parte de la norma, no de la excepción. Porque en 200 años, y en casi todas partes, no sólo en España, lo habitual es que nada haya cambiado, siempre en términos relativos, en la relación de asimetría crónica entre regiones ricas y regiones pobres. Así, como norma general, quien ya era rico en la primera mitad del XIX lo sigue siendo en el XXI. Y lo mismo al contrario.
Repárese, sin ir más lejos, en el caso del Mezzogiorno en Italia, después de Alemania, el segundo país más industrializado de Europa. Su nivel de paro suele equivaler por rutinaria norma estadística al triple del que se da en el norte. Y el riesgo individual de caer en la pobreza aguda también tiende de modo crónico a ser el triple en el sur en comparación con el norte.
Transferencias permanentes de millones y millones de liras, primero, y de euros, después, en forma de inversión pública, un esfuerzo financiero compartido por todos los gobiernos de Roma sin excepción desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta hoy mismo, un flujo interminable de riadas de dinero institucional, no han logrado alterar en casi nada los términos de la asimetría económica estructural entre un extremo y el otro del país.
Se parece a una maldición histórica. Y quizá lo sea. Porque no existen demasiadas coartadas para la esperanza cuando se aborda el estudio comparado y diacrónico de ese tipo de territorios postergados.
Si la armonización de rentas entre regiones con herencias de desarrollo muy dispares no ocurrió en la era industrial, cuando la producción masiva en cadenas de montaje propiciaba el surgimiento acelerado de nuevas tramas fabriles allí donde se implantaron, mucho menos debe esperarse que acontezca ahora, cuando los servicios y la generalización de los intangibles han venido a sustituir a aquel viejo mundo, el de las fábricas, en trance de extinción.
Cuesta mucho admitirlo, es cierto, pero a la fría luz de la documentación estadística disponible a lo largo de los últimos 100 años en toda Europa, el mito del desarrollo regional solo es eso: un mito. En cuanto a Andalucía, como se ha dicho, forma parte de la norma. Simplemente.
*** José García Domínguez es economista y periodista.
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