El pasado viernes, 29 de julio, fue rico en noticias económicas de España. Conocimos el avance del dato del PIB correspondiente al 2º trimestre, el indicador adelantado del IPC de julio y el anuncio, por el presidente del Gobierno, de un inminente plan de ahorro energético que se simbolizaba en su aparición oficial ante los medios sin corbata. Aunque de entrada no lo parezca, los tres datos están bastante relacionados entre sí. 

El PIB

El PIB desbordó, para bien, todos los pronósticos. Tras el crecimiento intertrimestral del 0,2% en el primer trimestre, algunos habían vaticinado un crecimiento negativo en este período, lo que sería el primer paso para una "recesión técnica", definida ésta como dos trimestres consecutivos de crecimiento negativo. Otros, los más optimistas, entre los que me encuentro, esperábamos una subida del 0,6-0,7%. La media de previsiones del panel de FUNCAS apuntaba al 0,5%.

El dato real ha resultado ser más del doble de lo previsto: un 1,1% trimestral y un 6,3% interanual. Y, salvo cataclismo en el cuarto trimestre (el tercero parece que va viento en popa, al menos en lo que se refiere al turismo), será muy difícil que el año termine por debajo del 4% anual, una cifra que difícilmente puede asociarse a "recesión" o "estanflación" (inflación con estancamiento). El planchazo de los más pesimistas ha sido morrocotudo y sólo esperan que su vaticinio se produzca con algún retraso. Es verdad que existe ese riesgo, pero sería para el otoño y el invierno.

Este buen dato cuantitativo del PIB presenta, sin embargo, alguna sombra sobre la calidad del crecimiento, que hasta ahora se basaba en las exportaciones y en la inversión productiva (equipo y software), los dos componentes preferidos por los economistas que pensamos también en el largo plazo. En el segundo trimestre, sin embargo, han ganado fuerza tanto el consumo privado como la inversión en construcción. Es decir, los componentes de la demanda más efímeros y que tienen más impacto inflacionista, porque no van acompañados de un correspondiente aumento de la oferta.

El IPC

Este recalentamiento de la demanda interna se vio reflejado en el sorprendente, esta vez por negativo, indicador adelantado del IPC de julio: un 10,8%, frente al 10,2% de junio y el 9,1% del segundo trimestre. El empeoramiento del panorama ha sido bastante generalizado en la zona euro, cuyo promedio ha subido en 3 décimas. Dentro de sus 19 países, y sin que sirva de consuelo, estamos casi en la mitad de la tabla, en el 8º puesto, tal y como señala la Tabla 1.

Pero nos situamos casi dos puntos por encima de la zona euro, 8,9%, lo que supone un deterioro de nuestra competitividad exterior dentro de la unión monetaria. Además, en el caso español, se trata de la tasa de inflación más alta desde septiembre de 1984, hace 38 años, tal y como recoge el Gráfico 1. Esto quiere decir que, suponiendo que, en promedio, "el uso de razón" se alcanza a los 7 años, hay casi 25 millones de españoles menores de 45 años que no han vivido una tasa de inflación semejante.

Es lógico que la población esté inquieta y preocupada por este fenómeno inédito en sus vidas, y que viene a añadirse a otros episodios extraordinarios, como han sido una gran crisis financiera, una pandemia no vista en 100 años y una guerra convencional en suelo europeo que no habíamos vivido desde el siglo pasado.

Fuente: Eurostat y elaboración propia

El dato de inflación de julio, además de su nivel cuantitativo, es preocupante porque la totalidad del repunte, 0,6 décimas, se explica por el aumento de la inflación subyacente. Es decir, la que no incluye ni la energía ni los alimentos frescos. La inflación energética y de algunas materias primas agrícolas, protagonista del alza de precios a lo largo del último año, se ha mantenido estable en el mes que hoy termina.

Por el contrario, la inflación de los bienes de consumo industriales, de los servicios y de los alimentos elaborados, se ha acelerado y explica ya casi un 60% del total de la inflación, tal y como recoge la Tabla 2. Hace un año apenas representaba el 25%. Esto quiere decir que está habiendo "efectos de segunda ronda" en la inflación, inicialmente centrada en la energía y los alimentos frescos, y ahora contagiada al resto de la economía. Y, dicho contagio, no viene todavía por el lado de los salarios, sino por el lado de los márgenes empresariales, que claramente disfrutan de ese recalentamiento de la demanda al que antes me refería al hablar del dato del PIB. Esperar a que la política monetaria haga su trabajo, subiendo los tipos de interés, supone esperar demasiado tiempo. 

Por ello, el Gobierno, además de promover un pacto de rentas, debe actuar con una doble perspectiva: una, la política fiscal; la otra, políticas de ahorro energético. El aumento del techo de gasto en un 1,1%, por debajo no sólo del crecimiento nominal, sino del crecimiento real del PIB, previsto en un 2,7%, es un paso en la buena dirección. El motivo es que la ratio de Gasto Público sobre PIB caerá considerablemente el año que viene, ayudando a conseguir el objetivo de 3,9% en 2023, tras superar probablemente el 5% este año.

Sin embargo, la capacidad de gasto que se les concede a las CC.AA. es muy elevada, y debería encontrarse un punto de equilibrio para que la demanda agregada se frene por parte de todas las administraciones. Asimismo, debería revisarse si las medidas de apoyo de todas las AA.PP. que buscan paliar el impacto negativo de la inflación, en especial sobre los colectivos más vulnerables, están teniendo un impacto adicional sobre la inflación a través de la demanda agregada.

La corbata

Y la segunda estrategia, además, de la política fiscal y de promover un pacto de rentas, debe ser el ahorro energético. Yo llevo desde el mes de marzo abogando por una decidida política de ahorro energético coordinada con Europa. Por tanto, no puedo sino aplaudir el anuncio por el presidente de que el lunes se aprobará un plan de ahorro energético en consonancia con el resto de los países europeos. Se trata de que reduzcamos nuestro consumo de gas y petróleo, evitando en lo posible el impacto sobre nuestro tejido productivo, fundamentalmente industrial.

España, como no puede ser de otra forma, debe jugar su papel solidario con el resto de la Unión. Y, dentro de sus posibilidades, contribuir a reducir dicha demanda. Si el ahorro energético es siempre bienvenido, sobre todo porque tenemos que cumplir con unos ambiciosos objetivos en la Agenda 2030, es especialmente necesario en las actuales circunstancias por un doble motivo.

El primero, porque cuando más alto sea el precio de la energía importada (que es el caso en la actualidad), mayor será el multiplicador positivo del ahorro energético sobre nuestro PIB (aumentará, al reducirse las importaciones de materias primas) y sobre nuestro IPC (se enfriará al reducirse las demanda de combustibles fósiles). Y el segundo motivo es que, estando en guerra (a veces se nos olvida) económica contra Rusia por su invasión de un país europeo, el ahorro energético se convierte en una de las mayores armas por la parte europea.

El anuncio de que el transporte público será gratuito a partir de septiembre, en lo que se refiere a trenes de Cercanías y Media Distancia, ya fue una de las medidas de ahorro energético que tuve ocasión de comentar hace dos semanas en estas páginas. Ojalá se sumen todas las CCAA, con el metro y autobuses urbanos. El resto de las medidas debería centrarse en una reducción del consumo de gas y de petróleo.

En lo que se refiere al petróleo, ya tuve ocasión de comentar algunas de las propuestas de la Agencia Internacional de la Energía en el primero de los artículos mencionados. Y en lo que concierne a la demanda de gas, su ahorro pasa necesariamente por aminorar el consumo de electricidad, ya que parte de ésta se genera a partir de los ciclos combinados que utilizan dicho combustible y marcan precio. Reducir el consumo de electricidad por parte de los hogares, del sector servicios, de buena parte del sector industrial y de las AA.PP. pasa por ajustar la temperatura y la iluminación. 

A la espera de los detalles de las nuevas medidas del plan español, el debate estos días se ha centrado en la aparición del presidente del Gobierno sin corbata, animando a que el sector público y el privado siga esa recomendación para ayudar a ajustar la temperatura. Fundamentalmente, el aire acondicionado. La medida llega con algo de retraso, pues lo ideal hubiera sido hacerla antes de las olas de calor de junio y julio. Pero siempre es bienvenida, aunque sea tarde.

En el Gobierno del que formé parte ya lanzamos esta medida en 2008, aunque en esa fecha era una simple recomendación y una señal para concienciar sobre la necesidad de ahorrar energía. Y luego la pusimos obligatoria cuando la crisis energética de 2011, tras la crisis de Libia. En 2008 ya patrocinamos a la selección nacional de fútbol (creo que fuimos el primer Gobierno español en hacerlo) a cambio de una campaña en la que los jugadores apoyaban varias medidas de ahorro energético. La campaña nos resultó barata porque, cuando la empezamos, nuestra selección de fútbol todavía no había ganado ningún título. 

Miguel Sebastián, sin corbata en el Congreso en el año 2011

Lo de la corbata se lo copiamos al gobierno japonés, cuyo primer ministro en 2005, Junichiro Koizumi, del Partido Liberal Democrático, había encabezado una campaña para relajar la vestimenta formal y así ahorrar consumo de aire acondicionado. El país, que se suponía el más conservador del mundo en lo que se refiere a la vestimenta, siguió masivamente a su primer ministro y ello se tradujo en un significativo ahorro energético.

Cada grado de temperatura de más (en verano) o de menos (en invierno) se traduce en un 7% de ahorro de consumo eléctrico. Porque no se trata de pasar calor en verano ni frío en invierno. Se trata de no pasar frío en verano ni calor en invierno. ¿Cuántas veces hemos sentido frío en verano al entrar en locales (comercios, restaurantes, cines, trenes, taxis) que nos reciben con un chorro de aire helado cuando venimos de una temperatura exterior de 30 o más grados?

La corbata, según los científicos japoneses, aporta ceteris paribus, una sensación de calor equivalente a dos o tres grados centígrados. Ceteris paribus, término que los economistas utilizamos con frecuencia, significa manteniendo el resto de las variables constantes. Es decir, si pasamos de una indumentaria de camisa, traje y corbata (la convencional conservadora) a otra de camisa y traje, sin corbata, podríamos suavizar el aire acondicionado y elevar la temperatura dos o tres grados sin variar nuestro confort.

Es absurdo decir que "lo que da calor es la chaqueta". Todo da calor. Ir con pantalón corto, camiseta y chanclas probablemente sería más fresco. Pero eso no es compatible con el código de vestir masculino. Al menos, el actual. ¿Y las mujeres? Muchas se quejan de que pasan frío en las oficinas durante el verano. Por tanto, también mejorarían, aunque fuera indirectamente, de esta medida. Las taquígrafas del Congreso de los Diputados iban abrigadas con un chal para tratar de combatir el frío de los 19 grados que registramos en el banco azul, a escasos metros de ellas, con una temperatura exterior de 30-35 grados. 

Por tanto, la corbata es un símbolo. Pero es algo más que un símbolo. Porque, desde que hicimos esa propuesta, hace más de una década, nos dimos cuenta de que no es Japón, sino España, el país más conservador en la vestimenta.

Muchos la consideran un sinónimo de "elegancia", de "respetabilidad" o incluso de "decoro". ¡De decoro! Que el presidente fuera en un viaje internacional, horas después de su anuncio, con corbata, resultó decepcionante. Porque se trata de romper los moldes en situaciones no tan fáciles como las de la actividad del día a día en Moncloa.

El exprimer ministro griego nunca se la puso en reuniones o viajes internacionales. En el último G-7 nadie la llevaba. Acabar con la corbata como una "prenda de distinción", más allá del ahorro energético, sería una gran contribución al bienestar general. Y una derrota de los más conservadores, que la siguen imponiendo por doquier.