Meterse con el INE trae mala suerte. No sé si, en la mitología griega, el que mataba al mensajero recibía un castigo de los dioses por su exceso de “hubris” (es decir, de orgullo y arrogancia desmedida), pero ya se van acumulando algunos casos y, en el terreno de la estadística, parece que quien arremete contra el mensajero se granjea el infortunio. O, quizá, solo es que la mala suerte ya ha recaído sobre él previamente, y sus quejas contra el INE lo único que hacen es ponerla de relieve.
Lo de quejarse del mensajero es tan antiguo que Sófocles ya lo incluyó en su 'Antígona', aunque mencionar esa tragedia quizás no sea de muy buen gusto, dado que en ella muere hasta el apuntador. Si bien es verdad que habría que recuperar las representaciones de 'Antígona', ahora que, de nuevo, el conflicto entre lo moral y lo políticamente correcto se plantea a ojos vista casi a diario.
Lo cierto es que, cuando a los gobiernos no les gustan los datos que les proporcionan sus propios mecanismos de medición de las variables de la economía nacional, suelen arremeter contra los institutos que elaboran las correspondientes estadísticas y las quejas suelen alcanzar un volumen tan alto que traen a primera plana a gente que normalmente está olvidada en su rincón, trabajando pacientemente con sus números y, entre ellos, como cabeza de turco más visible, quien quiera que sea, el director del Instituto Nacional de Estadística. Dando igual que haya sido nombrado por el gobierno del momento o por el gobierno anterior. Los casos más extremos se han dado en lugares como Argentina o Grecia, donde la amenaza de cárcel pesaba sobre la cabeza de quien no proporcionó los datos convenientes o los proporcionó en demasía.
En el año en curso, a la ministra de Economía no le han complacido ni el crecimiento del PIB español (por defecto) ni el del IPC (por exceso) y, como es natural, el presidente del INE tardó poco tiempo en presentar su renuncia al cargo “por motivos personales”. ¡Y tan personales! Como que era él “en persona” quien se estaría llevando la bronca por los daños que causaban las alegrías de los 4,5 billones de euros que el BCE había inyectado a la economía de la eurozona, de los que a España le habría correspondido su parte alícuota de 350.000 millones…
Aquí, por ahora, y por suerte, no se llega a los extremos de esos dos países mencionados, y tampoco a lo que hace el presidente Erdogan en Turquía, donde gobernador que se atreve a subir los tipos de interés, gobernador al que le lleva un motorista la destitución al día siguiente.
Las presiones de la ministra de Economía sobre el INE recuerdan a los tiempos de la Transición. Corría el año 1978 y el entonces vicepresidente económico, Fernando Abril Martorell, decidió en noviembre desafiar a los elementos y afirmó ante la prensa, a la salida de una reunión con los sindicatos, que "el objetivo del 10% de inflación para 1979 no es negociable". Fue como convocar al destino aciago, aunque hay que reconocer que aquí se trufaban las presiones salariales de los sindicatos con las que el propio vicepresidente ejercía sobre el INE que, para colmo, en aquella época colgaba de la presidencia de Gobierno.
Pero no todo era malo en aquellas palabras de Abril Martorell. Al menos reconocía en público, mientras escuchaba las peticiones de aumentos salariales, algo que es difícil oír de boca de los gobernantes actuales. Según él, no había otra manera para enderezar el problema del paro que conseguir que los índices de la inflación volvieran a niveles normales, en una senda de recuperación de los equilibrios básicos de nuestra economía.
Aquel año de objetivo “tan ambicioso” terminó con un IPC de casi el 16%. Con esos antecedentes de tan mal fario, yo a la ministra Calviño le hubiera aconsejado el 8 de mayo no decir aquello de que no había “espiral” inflacionaria.
Estas cosas no suceden solo en España. A finales del mes pasado, la secretaria del Tesoro de EEUU y antigua presidenta de la Reserva Federal, Janet Yellen, incurría en uno de los vicios más gubernamentales: si el resultado de una indicador no te gusta, cambia la definición del indicador.
Y así, sospechando que un par de días más tarde la publicación del mal comportamiento del PIB de EEUU en el segundo trimestre del año llevaría a la evidencia de que la economía norteamericana había entrado en recesión, decidió tirar por la calle de en medio afirmando que un par de trimestres seguidos de disminución del PIB no tenían por qué ser un criterio válido para definir una recesión. Como consecuencia, la definición más fácil de entender en todo el mundo de qué constituye una recesión salió despedida por la borda. Naturalmente todos sus oyentes esbozaron una sonrisa algo más que irónica.
Es verdad que en EEUU no hay una recesión “oficial” hasta que no la ha certificado el NBER (National Bureau of Economic Research) que, curiosamente, es un organismo privado. Y ellos no se fijan solo en la contracción del PIB dos trimestres seguidos, sino que miran diferentes variables, entre las que están el empleo no agrícola, las rentas y el consumo personal reales, las ventas y la producción industrial. Y, además, de forma muy cautelosa, no se precipitan a afirmar que se ha iniciado (o ha terminado) una recesión hasta que pasan muchos meses. Hasta tal punto llega la cosa que, en septiembre de 2008, cuando se produjo la quiebra de Lehman Brothers, ya estaban en recesión allí desde nueve meses antes, pero nadie lo sabía con certeza, pues el NBER no se había manifestado aún.
En todo caso, hay que remontarse hasta 1947 para encontrar un caso de disparidad entre ambos criterios: desde entonces, siempre que ha habido dos trimestres seguidos de bajada del PIB, el NBER ha certificado después una recesión.
Cuando a los gobiernos no les gustan los datos que les proporcionan sus propios mecanismos de medición, suelen arremeter contra los institutos que elaboran las correspondientes estadísticas
Los argumentos de Yellen en contra de la existencia de la recesión dan para un debate con el que rellenar cientos de páginas, pues, como en todo inicio o final de recesión, hay multitud de datos contradictorios. Puede que los malos datos de PIB se deban solo a la variación de existencias, ya que la economía de EEUU está en pleno empleo (si bien las peticiones de seguro de desempleo han empezado a aumentar), además de que el consumo personal en términos reales sigue su tendencia previa a la pandemia (aunque los índices de confianza de los consumidores den claras señales de alarma y se atisbe una crisis brutal en el sector inmobiliario).
Las palabras de Yellen pasan a ocupar un lugar en el archivo de manifestaciones de desagrado de los gobernantes por una realidad que no les gusta. En España, el Ministerio de Economía se ha calmado un poco ya, pero ha tenido momentos en que amenazaba con hacer otros cálculos, duplicando la labor de un organismo (el INE) ligado al propio departamento, y olvidándose de que para esos cálculos ajenos al INE tendría que utilizar esencialmente… datos del INE.
En una sobremesa veraniega he hecho la apuesta sarcástica, con amigos, de que el IPC llegará este año en algún momento al 16%. No basándome en nada serio, sino en la regla de tres de que quien presiona al INE cae víctima de la maldición de los que rebosan demasiada “hubris”. Y que, si pasó en 1979, puede volver a pasar en 2022. Y todo por ese 10% fatídico de entonces. Que ya ha sido superado en julio de este año por ese infausto 10,8% de ahora.