El economista, Alfred Marshall.

El economista, Alfred Marshall.

La tribuna

Por qué es inteligente subir el SMI

Los salarios mínimos altos suponen una eficaz barrera frente la inmigración extranjera no cualificada. En EEUU y Europa, también se han aprobado subidas.

21 agosto, 2022 01:58

El problema de los prescriptores económicos de la derecha española es que siguen creyendo con la fe del carbonero en el modelo teórico que en su día elaboró un economista victoriano, Alfred Marshall, que ya lleva un siglo muerto (98 años para ser precisos). Y en los últimos 100 años resulta que ha llovido mucho.

Fue él, Marshall, quien formalizó de modo gráfico, y apelando al auxilio de las ya muy superadas matemáticas de su época, esas curvas de oferta y demanda con las que todavía hoy se manejan los académicos de la corriente conservadora ortodoxa, la adscrita a la escuela marginalista o neoclásica.

Para los neoclásicos, el mercado constituye un mecanismo impersonal dotado de un grado tan extremo de perfección absoluta en sus procesos automáticos de funcionamiento espontáneo. Un mecanismo que recuerda a la Divina Providencia por la clarividente certeza de sus designios y lo inapelable de su voluntad soberana.

Y en esa magia antigua, decía, todavía continúan creyendo entre nosotros los encargados de los asuntos económicos del gran partido de la derecha.

Así, cuanto sostuvo aquel difunto centenario a propósito de la eventual existencia de un salario mínimo y su presunto efecto contraproducente para que la economía alcance niveles de pleno empleo, exactamente lo mismo, es lo que predican hoy sus discípulos en la España del siglo XXI.

Discípulos para los que el problema del crónico desempleo en nuestro país se podría resolver de un modo sencillísimo (la magia neoclásica siempre se antoja sencillísima de aplicar): por la muy simple vía de permitir que bajaran los salarios hasta justo el nivel en el que la curva de oferta de trabajo en el mercado se cruza con la otra curva, la de demanda.

Por lo demás, una idea tan simple como equivocada cuando se pretende aplicar en un mundo, el nuestro actual para más señas, en el que la gráfica de función matemática representativa de la oferta de trabajo tiende hacia infinito.

A tales efectos, los de constatar el crecimiento tendencial hacia el infinito de la oferta, basta reparar, por ejemplo, en cómo era la España de hace apenas un cuarto de hora, la que justo estaba empezando a salir de la Gran Recesión de 2008.

Y para ello voy a tomar prestado un dato que aireó Miquel Puig al analizar la misma cuestión. Porque, según las enseñanzas de la célebre teoría sencillísima, aquí hubo un montón de millones de parados durante más de un lustro por culpa de los sindicatos y del BOE, que no permitieron que el mercado emprendiera por sí solo su siempre prodigioso trabajo.

Pero resulta que, en 2016, más o menos el instante de la consolidación del cambio de ciclo, en España había cinco millones y medio más de puestos de trabajo que en 1996, cuatro lustros antes.

Dicho de otro modo: España, y en el momento en el que se aprestaba a salir de la mayor crisis económica de toda su historia con excepción de la posterior a la Guerra Civil, disponía del número suficiente de puestos de trabajo que hubiesen hecho falta para que ningún ciudadano español, ni uno solo, hubiese tenido que encontrarse en una situación de desempleo involuntario entre 2008 y 2016.

En 2016, España disponía del número suficiente de puestos de trabajo que hubiesen hecho falta para que ningún ciudadano hubiese estado en desempleo involuntario

En el peor momento de la debacle, cuando los indignados acampaban en las plazas centrales de las principales ciudades del país, la diferencia entre el número de trabajadores españoles que se habían jubilado en los últimos 20 años y el número de jóvenes españoles que se querían incorporar al mercado de trabajo en el mismo periodo era muy inferior a los cinco millones y medio de empleos que había creado el país durante aquel lapso.

Sobre el papel, podrían haber trabajado todos, sin ningún problema. Y el hecho de que, por el contrario, tantos y durante tantos años estuviesen en paro no tuvo nada que ver, absolutamente nada que ver, con la resistencia a la baja de los sueldos.

Marshall y sus curvas no pertenecen ahora mismo a otro siglo, sino a otro planeta. La ciudad de Nueva York acaba de subir a 15 dólares por hora el salario mínimo legal dentro del municipio, una tarifa superior a la que rige en el resto del territorio del estado que lleva el mismo nombre.

En Los Ángeles, el mínimo a pagar a cualquier asalariado asciende ya a 16 dólares por hora. Y Seattle estableció en su día una tarifa mínima local superior en un 60% a la vigente en su propio Estado, el de Washington.

Pero la de fijar salarios mínimos altos, política abandonada de modo generalizado cuando la doctrina de Milton Friedman y su Escuela de Chicago se hizo con la hegemonía ideológica entre las élites a ambas orillas del Atlántico, es una tendencia que vuelve con fuerza en todas partes.

También en Europa, donde la han impulsado, sobre todo, dirigentes conservadores. Como en la Francia de Sarkozy y Macron, la Alemania de Merkel o el Reino Unido de Johnson, tres naciones donde el salario mínimo viene experimentando notables alzas consecutivas.

Incrementos que, más allá de las preceptivas razones de justicia social, siempre responden a idéntica motivación estratégica a largo plazo.

Y es que los salarios mínimos altos suponen de facto una muy eficaz barrera invisible frente la inmigración extranjera no cualificada, toda vez que impiden en la práctica la creación por parte de los empresarios de la clase de ocupaciones laborales de baja calidad y peor remuneración que ese tipo de personas suelen ejercer.

De ahí, por cierto, que España, y no Francia u Holanda, recibiera más de cinco millones de inmigrantes extracomunitarios a principios de la centuria.

Frente al añejo lugar común decimonónico, el que supone que un SMI alto crea paro, la realidad en el Occidente desarrollado resulta ser justo la contraria.

Porque no hay muro más alto y fortificado a fin de impedir la inmigración exterior no deseada que un SMI decente y que permita vivir con holgura a sus perceptores. Es algo que tanto la izquierda como la derecha inteligentes comprendieron, y hace bastante tiempo, en los grandes países centrales. ¿Cuándo dejaremos aquí de seguir llevando flores a la tumba de Marshall?

*** José García Domínguez es economista. 

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