El pasado 10 de septiembre el diputado en la Asamblea Nacional francesa y ex-presidente de La Francia Insumisa, Jean-Luc Mélenchon, hacía hacía unas declaraciones explicando el sistema capitalista. El amigo de Pablo Iglesias y Podemos, reproducía la teoría marxista de la reproducción del capital.
Esa teoría dice que el cambio de mercancía a dinero y de dinero a mercancía es un ciclo que no tiene fin y lleva a la decadencia del propio sistema capitalista. En el ámbito de una jornada con la publicación L’Humanité, declaraba el capitalismo como el sistema que lleva irremisiblemente a “producir no importa qué, no importa cómo, siempre que se venda cada día más”. Por supuesto, con un planeta con recursos escasos, esto no puede durar para siempre.
Y es por eso por lo que considera que hay que cambiar radicalmente la totalidad del sistema para “decidir democráticamente producir aquello que necesitamos". Desde su punto de vista, este sistema, que llama productivismo, tiene los pies de barro porque los salarios de la mayoría de la población decrecen permanentemente.
Mélenchon cree que hay que cambiar radicalmente la totalidad del sistema para “decidir democráticamente producir aquello que necesitamos
Es decir, el mercado, necesariamente se irá estrechando, de manera que la demanda no podrá satisfacer esa oferta, cuya razón de ser es la avaricia de los productores y no la necesidad de los consumidores. Para lograr su objetivo, los productores van a desplegar unas agresivas políticas de marketing que, finalmente, resultarán devastadoras, tanto para las nuevas generaciones como para la sostenibilidad del sistema.
El ejemplo que destaca Mélenchon es el de los teléfonos móviles. Se pregunta qué aportan a los jóvenes consumidores de smartphones las nuevas versiones respecto a las anteriores. Su conclusión, como no podía ser de otro modo, es que el capitalismo funciona como si los recursos fueran eternos cuando lo cierto es que son escasos. ¿Qué puede explicar la “irracional” decisión de los consumidores de teléfonos inteligentes que se empeñan en seguir comprando las últimas versiones?
Pero, siendo de extrema izquierda (como sus aliados españoles de Podemos) para Mélenchon la social democracia no tiene la clave para solucionar los problemas del capitalismo. La razón es que el sistema social demócrata intenta corregir gradualmente el problema del productivismo distribuyendo desigualmente el producto de la riqueza. Tiene su lógica. ¿Y cuál es la solución de la ultra izquierda? Fácil.
Para apoyar su propuesta, el líder francés cita sin ningún rubor a Marx quien en La Ideología Alemana (escrita en 1845 pero publicada en 1932) afirma que el capitalismo desarrolla el dinero y el maquinismo que son fuerzas destructivas, no productivas. Así que deberíamos distinguir, a la hora de analizar nuestras economías a qué estamos considerando “fuerzas productivas”, porque la maquinaria, el dinero y ese “productivismo” son fuerzas devastadoras. Y ese es el fallo de la socialdemocracia.
El sistema social demócrata intenta corregir gradualmente el problema del productivismo distribuyendo desigualmente el producto de la riqueza
Su solución consiste en encontrar la armonía entre el ciclo de la producción, el ciclo del dinero, y la propia naturaleza. Por ejemplo, aboga por la explotación de la energía de los mares, que para él, ahorrará mucha energía generada a partir de productos sucios y escasos. No solamente eso, también generará muchos puestos de trabajo ya que habrá que construir malecones metálicos que extraerán la energía generada por el oleaje, y se necesitarán materias primas, que se movilizarán en barcos, etc.
El mensaje es obscenamente parecido al de la extrema izquierda de nuestro país. Pero, seamos realistas: el resultado de estas ideas peregrinas es un país como Venezuela. Un perfil en redes explicaba: “En la red de supermercados públicos de Venezuela debías estar registrado en el Sistema Patria (inscribirte en el partido es parte de los requisitos). Para acceder y luego pagar debías poner la huella en un lector biométrico”. Esa es la realidad de la destrucción del mercado. Hacia ahí se dirigen Argentina, Colombia, Chile y Perú, y hacia ahí no quisiera que nos dirigiéramos en España.
Pero, con la cantidad de temas económicos que nos acechan ¿por qué es importante detenerse en estas declaraciones? Porque no son necesariamente de izquierdas los muchos ciudadanos que, a veces con la mejor intención, echan la culpa de todo “al mercado”. Un despropósito absoluto. Yo me pregunto qué entenderán por mercado.
Porque el mercado no es un lugar sino una institución, en el sentido de Hayek. Es decir, la cristalización de la solución a un problema que ha emergido a partir del orden espontáneo. Es dinámico e imprevisible, como la acción humana, porque el problema que soluciona es justamente la satisfacción de las necesidades de los consumidores y de los productores.
El mercado es la cristalización de la solución a un problema que ha emergido a partir del orden espontáneo
La principal característica del mercado es el mecanismo de precios, es decir, el ajuste entre las necesidades de ambas partes. Y, además, los productores están al servicio de los consumidores.
La empresarialidad se basa en la capacidad del empresario de anticipar oportunidades para ofrecer un bien demandado, sabiendo que las necesidades humanas son insaciables. Cuantos más oferentes haya, más poder de negociación tiene el demandante. De ahí que la libertad de empresa beneficie, especialmente, a los consumidores.
No existe el mercado puro, a día de hoy. Siempre hay regulaciones, para proteger al productor, al regulador, para contentar a aliados extranjeros, o por cualquier razón. ¿Las regulaciones defienden al consumidor? Tal vez a corto plazo, pero las distorsiones que producen las regulaciones son difíciles de eliminar.
Además, como sucede con fenómenos hipercomplejos, la regulación llama a más regulación. Y eso es malo para todos. Estas son las bases de lo que llamamos mercado. Puestos a culpar, recomendaría al señor Mélenchon que culpara a quienes distorsionan el sistema de precios.
También le recomendaría la lectura de relato La ventana rota perteneciente a Lo que se ve y lo que no se ve, de su compatriota Frédéric Bastiat. Él demostró que crear de la nada una actividad económica que no es demandada no genera riqueza. Y no importa la bondad o no de la intención que conduce a esa acción. Porque si el infierno está pavimentado de buenas intenciones, el infierno económico lo está de buenas intenciones de seres iluminados que saben lo que el consumidor “realmente” necesita.