La inflación sigue al alza. Los datos de Estados Unidos y de la zona euro certifican la virulencia y persistencia, pareado involuntario, de las tensiones inflacionistas. Quienes ayer negaban y se sorprendían después de la consolidación de un proceso inflacionario, ahora se sorprenden de la continuidad de su carrera alcista.
Del mismo modo, los plumíferos gubernamentales celebran la moderada caída del nivel general de precios en España de septiembre como si se tratase de un cambio de tendencia. Y quienes saben algo sobre la materia y han mostrado un cortés silencio durante mucho tiempo ya no pueden dejar de señalar la profunda ignorancia de quienes llevan equivocándose de manera permanente y contumaz al analizar el problema inflacionario.
La Reserva Federal ha reducido su balance y elevado sus tasas de interés con mayor anticipación e intensidad que, por ejemplo, el BCE. Ahora bien, pensar que una tasa de inflación del 8,2% y una subyacente del 6,6% se pueden reducir con tipos del 3% y con unos agregados monetarios creciendo al 6,2% es sencillamente ridículo. Esta sigue siendo una política acomodaticia que no es ni será capaz de recortar de manera sustancial la escalada alcista del nivel general de precios. En consecuencia, el banco central estadounidense tendrá que endurecer bastante más su actuación para conseguir ese objetivo y cabe esperar que lo haga.
La situación en la eurozona es similar, aunque peor, porque el BCE ha actuado más tarde y con menor intensidad que sus colegas norteamericanos. Nadie en su sano juicio y con un conocimiento elemental de teoría monetaria tendría la ocurrencia de pensar que unos tipos de interés del 1,25% acompañados por un incremento de la cantidad de dinero en circulación del 6,2% bastan para yugular una inflación de dos dígitos y crear expectativas de que eso es posible.
Esta es la realidad e ignorarla-rechazarla es hacerse trampas en el solitario y no resolver el problema. El instituto emisor europeo ha de acentuar su restricción monetaria si pretende recortar la inflación y no destruir su ya mermada credibilidad.
"Una estrategia monetaria anti inflacionista tiene costes económicos a corto plazo"
Sin duda alguna, una estrategia monetaria anti inflacionista, que es la tarea a realizar por los bancos centrales, tiene costes económicos a corto plazo. La idea de un aterrizaje suave es una hipótesis de economía-ficción ante una hidra inflacionaria en plena expansión.
Si los bancos centrales hacen los deberes, eso conduce a una severa desaceleración de la economía con un elevado riesgo de entrar en una recesión. Esta es la desagradable pero inevitable cura a los excesos acumulados durante un largo período de laxitud monetaria. Es una purga dolorosa pero ineludible y es preciso saber que eso es así. Dicho esto, la tolerancia respecto a la inflación sólo sirve para retrasar el ajuste y hacerle más doloroso. En otras palabras, no hay alternativa.
Los bancos centrales tienen pánico a convertirse en los responsables de una contracción de la economía y de sus efectos sociales y financieros. Esto es comprensible, pero su misión, como entidades independientes, es mantener la estabilidad de precios y tienen los instrumentos adecuados para lograr ese objetivo.
En el caso del BCE, esa es su única tarea que ha descuidado durante demasiado tiempo empeñado en jugar a Amo del Universo en el escenario económico europeo, colaborando de forma tácita con los gobiernos a alargar una situación insostenible basada en la lamentable teoría del “mal menor”.
"Los bancos centrales tienen pánico a convertirse en los responsables de una contracción de la economía"
Es preciso hablar con claridad en estos momentos y desenmascarar a los curanderos y demagogos cuya ignorancia de las causas y de los remedios para atajar una dinámica inflacionaria se traducen en medidas incapaces de frenarla e invertirla.
También resulta esencial señalar la inexistencia de atajos o de medidas imaginativas para acabar con la inflación. Esta es y ha sido siempre un fenómeno monetario y no cabe utilizar instrumentos diferentes a los monetarios para abordarla. Estos, si están bien concebidos, pueden contribuir a aminorar sus costes. Pero nada más y eso es preciso tenerlo en cuenta para no sembrar falsas expectativas ni para cosechar un rotundo y clamoroso fracaso.
En este contexto resulta bastante jocoso y refleja un desconocimiento total el detenerse en contemplar si han subido los precios de los vestidos o de la alimentación y si se han moderado los de la energía. Esto es no entender absolutamente nada.
El nivel general de precios sube porque el dinero en circulación crece por encima de lo que lo hace la producción y, por tanto, no descenderá hasta que la demanda se contraiga y registre un incremento inferior al de la oferta. Que esta sencilla lección, refrendada por siglos de historia económica haya de ser recordada en pleno siglo XXI es un verdadero drama cuyas consecuencias, por desgracia, no son sólo ni principalmente académicas o teóricas.