El Foro Económico Mundial, WEF en sus siglas inglesas ha vuelto a celebrar su reunión anual profundizando en el ideario enunciado por su fundador Charles Schwab en octubre de 2020: "Los principios de nuestro sistema económico global tendrán que ser revaluados con la mente abierta. El primero de ellos es la ideología neoliberal. El fundamentalismo de libre mercado ha erosionado los derechos de los trabajadores y la seguridad económica; impulsó una carrera desreguladora a la baja y una competencia fiscal ruinosa". A la llamada de esta falaz proclama colectivista han sucumbido y sucumben buena parte de los grandes ejecutivos, de los políticos y de los intelectuales. Ante este panorama es importante realizar algunas consideraciones.
De entrada, resulta todo un misterio saber dónde ha imperado o impera el fundamentalismo de libre mercado. En el grueso de los países desarrollados, el Estado ya controlaba más del 40% del PIB, medido por la ratio gasto público/PIB o por la presión fiscal, antes de la pandemia.
A raíz de ésta, su peso se ha disparado muy por encima de esos umbrales y se ha extendido a esferas cada vez más amplias. Tampoco el crecimiento imparable de las regulaciones y de los Estados del bienestar en la Unión Europea, en Gran Bretaña o en Estados Unidos sugiere que liberales radicales hayan dirigido o dirijan la política económica en Bruselas, en Londres o en Washington. Y qué decir de China, uno de los países-regímenes favoritos de Schwab y Cía, en donde el Partido Comunista ha intensificado su dominio sobre la economía y sobre la sociedad.
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Esa realidad es ignorada por Schwab y sus compañeros de cruzada, empeñados en impulsar un "Gran Reinicio" de alcance mundial. Conforme a esa idea, el Planeta necesitaría un nuevo contrato social para remodelar las relaciones globales, la dirección de las economías nacionales, las prioridades de las sociedades, la naturaleza y finalidad de las empresas, la gestión de los bienes comunes como el medioambiente etcétera.
Sólo el término megalomaníaco puede emplearse para describir esta visión, un enloquecido intento de planificar con tintes totalitarios la vida de 8.000 millones de personas y una economía global de 104 billones de dólares.
Desde algunos sectores de la derecha, se describe el modelo socioeconómico promovido por el WEF como una versión postmoderna del comunismo con ambiciones de dominación mundial; desde ámbitos de la izquierda se le contempla como una ofensiva planetaria del capitalismo. Ambos se equivocan. La filosofía abrazada por el WEF se parece mucho al corporativismo de corte nazi o fascista.
"La filosofía abrazada por el WEF se parece mucho al corporativismo de corte nazi o fascista"
En ese marco teórico se encuadra su posición a favor de limitar la propiedad privada y la competencia en el mercado, la concertación entre grupos representativos de los diferentes sectores sociales y económicos, proceso supervisado y, si es necesario, impuesto por las autoridades públicas; la relación clientelar entre los gobiernos y las empresas afectas a su ideario y el dejar fuera del juego político, social y económico a quienes cuestionan ese consenso o carecen de recursos para engrasar las ruedas del sistema corporativo.
Desde esa perspectiva analítica, el neo corporativismo abanderado por el WEF es igual que el viejo, salvo en su música, y produce las mismas consecuencias: desincentiva la innovación, produce mercados laborales inflexibles, dominados por unos sindicatos cuyo propósito es mantener el statu quo y plaga los mercados de privilegios para las empresas bien conectadas y políticamente correctas.
El resultado es una erosión de las bases que han hecho y hacen posible aumentar la productividad y el nivel de vida de los individuos. Por ello, el ilusionante lema "serás pobre, pero feliz" es de una apabullante exactitud. Pero ahí no termina la historia que supera las fronteras de la economía.
En la estrategia de los mandarines de Davos no hay espacio alguno para el disenso ni para que el individuo medio, el soberano en los sistemas democráticos occidentales, participe en la toma de decisiones y sea capaz no ya de rechazarlas, sino de cuestionarlas.
Las iniciativas de abajo hacia arriba han de ser rechazadas o neutralizadas porque son más difíciles de controlar y hacen peligrar la aceptación de las medidas que se pretenden imponer. Esto conduce a una sútil y progresiva reducción de los derechos y libertades de los ciudadanos y a la concesión de un creciente poder a unas burocracias y entidades que no rinden cuentas ante la ciudadanía.
El WEF se ha convertido en una resurrección del despotismo ilustrado y, por tanto, en una impugnación de los principios básicos de una democracia liberal.