Con 340 votos a favor, 279 en contra y 21 abstenciones, el Parlamento Europeo ha aprobado la propuesta de la Comisión Europea (CE) conforme a la cual se prohibirá la venta de vehículos de gasolina y gasoil a partir de 2035. Esta medida se enmarca en el proceso de transición energética impulsado por la UE que, a diferencia de los registrados en el pasado, se hace por ukase y, al margen, del estado de la tecnología existente, de la economía y de la eficiencia. Al socaire de luchar contra el cambio climático se está produciendo en Europa un gigantesco experimento de ingeniería social, de planificación central incompatible con una economía de mercado en función de criterios políticos e ideológicos.
El parque de vehículos en la UE es de 282 millones en números redondos. De ellos, la inmensa mayoría, más de 2/3 usan gasolina y gasóleo que llega a ser el 96,3% y el 93,5% respectivamente de la flota de caminos y de autobuses.
En los coches sólo el 1,1% son eléctricos o híbridos enchufables y el 1,2% híbridos; en España, esas magnitudes son respectivamente del 0,4% y del 1,9%. Estos simples datos ponen de manifiesto la magnitud del plan puesto en marcha por la CE cuyas consecuencias con sencillas de prever.
De entrada, la extensión del certificado de defunción al motor de combustión en 2035 elimina o reduce de manera significativa los incentivos de los conductores para renovar sus vehículos, lo que se traduce de manera inevitable en un creciente envejecimiento del parque, caso de España por ejemplo, y, en consecuencia, en un aumento del volumen de emisiones.
Este efecto se potenciará por la posibilidad de seguir comprando vehículos de segunda mano que, por definición, emiten más que los nuevos y son más baratos. Por supuesto cabe imponer impuestos o gravámenes sobre ellos para desincentivar su compra, pero ello conduciría al cierre de la mayoría de esos establecimientos y, por tanto, destruiría el empleo creado por ellos.
"La política de la CE en este campo es una nueva expresión de la falacia de identificar descarbonización con electrificación"
Por otra parte, la política de la CE en este campo es una nueva expresión de la falacia de identificar descarbonización con electrificación. En vez de establecer objetivos para la primera y permitir a la industria realizar las innovaciones y los desarrollos tecnológicos que conduzcan a reducir las emisiones, los eurócratas han apostado por soluciones que pueden volverse obsoletas en un breve espacio temporal o no han alcanzado la madurez necesaria para ser una alternativa eficaz a los coches clásicos.
Esto constituye un salto en el vacío y una ignorancia completa de cómo operan los procesos innovadores y de cambio tecnológico en una economía de mercado. La CE tiene la fatal arrogancia, propia de los planificadores, de creer posible predecir y modelar el futuro, en este caso, de la tecnología.
Si se da un paso hacia adelante, el disparate, no tiene otro nombre, de los eurócratas y de sus aliados adquiere tintes propios de Kafka. Los coches eléctricos sin duda no realizan emisiones una vez están en la calle, pero, a día de hoy, su fabricación requiere mucha más energía que la precisa para producir un vehículo convencional.
En paralelo, las baterías empleadas usan minerales y tierras raras cuyo impacto medioambiental es brutal a lo largo de su extracción, refinado y logística para el transporte y el montaje.
La industrialización de un coche eléctrico consume entre tres y cuatro veces más energía que la de uno convencional. La Agencia de Medio Ambiente y Gestión de la Energía francesa ha señalado que "en el conjunto de su ciclo vital, el consumo energético de un vehículo eléctrico, globalmente considerado, se aproxima al de uno de diesel" (Pitron G., La guerre des metaux rares, Les Liens qui Libérent, 2018).
Sin duda pueden aparecer fórmulas tecnológicas que resuelvan estos problemas pero la iniciativa de la CE, aprobada por la Eurocámara, no sabe ni puede saber cuándo se materializaría esa posibilidad ni tiene en cuenta para nada cuestiones tan elementales, junto a las señaladas, como los costes tecnológicos de toda la electrónica y otros objetos conectados que trufan los vehículos eléctricos, el impacto sobre el medioambiente del reciclaje futuro de los mismos, o la energía que será necesario consumir para construir las redes y centrales eléctricas indispensables para desplegar un parque automovilístico totalmente eléctrico.
Nadie se ha molestado en abordar esas cuestiones y a ningún profesional de las energías verdes le interesa hablar de ello.
Por otra parte, si la medida adoptada por la UE no es seguida por el resto de los estados industrias automovilísticas, resulta evidente que deberá impedir las importaciones de vehículos convencionales fabricados en otros países y, como es lógico, éstos cerrarán sus mercados a los europeos.
Ello conlleva bien una caída sustancial del sector automovilístico de la UE en la escena global bien a una deslocalización cada vez mayor de éste hacia las naciones que han decidido no prohibir los motores de combustión. El impacto de cualquiera de esos dos movimientos sobre la industria europea del automóvil y sobre la auxiliar será muy negativo.
Estas son las consecuencias probables conforme a cualquier criterio básico de racionalidad económica de la decisión europea, realizada por una elite, esta vez sí, que actúa con una soberbia y una falta de sentido común cada vez más alarmantes. Como diría Asterix, estos romanos están locos.