Hace apenas media hora desde una perspectiva histórica, en 1935, poder ejercer el derecho a la movilidad individual por medio de un vehículo mecánico autopropulsado constituía privilegio exclusivo de los ricos y los muy ricos. Dentro de nada, en 2035, menos de cinco minutos desde la misma perspectiva histórica, en la Unión Europea volverá a instaurarse el antiguo régimen automovilístico.
Será el paisaje colectivo previo a la democratización de los coches durante el siglo XX. Un nuevo orden social estrictamente segmentado entre la minoría aristocrática de los conductores y la mayoría excluida que integrarán los peatones forzosos.
Porque lo que ahora está por llegar en Europa no sólo va a constituir un cambio tecnológico de viabilidad todavía incierta dentro del ámbito de la industria automovilística, sino también una modificación profunda de las cláusulas del contrato social tácito sobre el que asientan nuestras sociedades democráticas.
Lo que ahora está por llegar en Europa no sólo va a constituir un cambio tecnológico de viabilidad todavía incierta.
Un inopinado paso atrás en relación a logros que se daban por supuestos e indiscutibles, que va a convertirse en una fuente permanente de tensiones y conflictos. Quien considere exagerada esta última apreciación sólo tiene que reparar en la extrema violencia que caracterizó los enfrentamientos entre los chalecos amarillos y las fuerzas policiales, esos que durante meses y meses se prodigaron en las calles de París.
Unas batallas campales con decenas de heridos graves en pleno centro de la lujosa capital de uno de los países más ricos del mundo cuya causa última remite al incremento de 2,9 céntimos en el precio de la gasolina sin plomo fijado por el Gobierno de la República.
París ardió durante semanas, como si de un suburbio conflictivo cualquiera del Tercer Mundo se tratase por culpa de 2,9 céntimos por litro de combustible fósil.
Eso tendría que haber hecho pensar un poco más a las élites de Bruselas en las consecuencias de lo que quieren hacer antes de lanzarse tan alegremente por la senda de la sustitución inmediata de los motores de combustión interna, una tecnología testada durante más de un siglo, por los eléctricos, alternativa mecánica todavía en pañales en cuanto a autonomía y economicidad.
París ardió durante semanas por culpa de 2,9 cts. por litro de combustible fósil
Porque los coches eléctricos aún seguirán siendo muy caros y muy ineficientes en relación a los tradicionales en 2035. Y si 2,9 céntimos de euro provocaron un revival de algunas escenas sangrientas propias de la Comuna de 1871, no resulta muy difícil imaginar lo que puede llegar a suceder en tantos y tantos rincones de Europa cuando se les diga a millones de personas que deben cambiarlos por experimentales juguetes ecológicamente sostenibles.
La arriesgada aventura en la que nos estamos metiendo de cabeza los europeos asienta su hipotética viabilidad práctica en la premisa de ignorar por completo la tendencia hoy dominante en las pautas de localización de la actividad económica dentro de los países desarrollados de Occidente.
Una tenencia ubicua que, a diferencia de lo que ocurre en Asia, donde la pervivencia del viejo mundo fabril permite que la población se disperse a lo largo del territorio en torno a polígonos industriales, tiende a concentrar el grueso de las actividades económicas de alto valor añadido en unas pocas ciudades.
En el caso de España solo en dos, Madrid y Barcelona, dentro de cuyas áreas metropolitanas tendrá que trabajar cerca de la mitad de la población activa del país tan pronto como en 2050. Un condicionante insoslayable, el de una economía desindustrializada en la que las cadenas de montaje ubicadas lejos de los cascos urbanos han ido siendo sustituidas por actividades de servicios cuyo escenario se sitúa en los centros de las ciudades. Eso es en lo que no ha reparado Bruselas. En que eso está expulsando a los trabajadores de sus antiguos hábitats urbanos.
En 2050 la mitad de la población activa del país trabajará en las grandes ciudades como Madrid o Barcelona.
Porque lo que para nada toman en consideración los electro-utópicos de la Comisión Europea son las consecuencias derivadas de que casi todo el mundo que aspire a un empleo cualificado va a tener que trabajar en Madrid, Barcelona, París, Turín o Roma.
Casi todos los que se vayan a trabajar a esas metrópolis deberá resistir lejos de ellas; y por una razón bien simple, a saber: porque comprar o arrendar una vivienda en Madrid, Barcelona, París Turín o Milán cada vez va a estar al alcance de menos personas. Multitud de chalecos amarillos acuden todas las mañanas del año a París para ejercer sus actividades laborales, cierto, pero ningún chaleco amarillo sueña siquiera con poseer una residencia dentro del término municipal de la ciudad o en sus cercanías.
Pagar algo más de un millón doscientos mil euros por un pisito normal, uno de apenas tres habitaciones y un cuarto de baño, el precio medio ahora mismo en la capital de Francia, constituye una quimera para ellos. No habrían quemado París por 2,9 céntimos si viviesen allí, en París. Y la tenencia aquí resulta idéntica.
Vamos a un nuevo escenario espacial en el que cada vez más las personas deberán realizar largos desplazamientos por carretera a diario; largos desplazamientos constantes que requerirán de velocidades altas para resultar factibles, no pequeños trayectos en minúsculos cochecitos urbanos que alcancen como máximo 40 ó 50 kilómetros por hora.
Vamos a un escenario en el que las personas harán largos desplazamientos por carretera a diario.
Pero resulta que ese tipo específico de coches eléctricos, los capaces de realizar desplazamientos largos a velocidades equiparables a las que alcanzar los equipados con motores tradicionales, no sólo resultan ser muy caros a día de hoy, sino que van a continuar siendo caros en el futuro mediato, toda vez que los condicionantes del estado actual de la tecnología que incorporan no permite reducir de forma drástica sus precios.
Como en la célebre leyenda apócrifa de María Antonieta, quien habría aconsejado a los siervos de la gleba que comiesen croissants, Bruselas quiere ordenar a sus propios perdedores de la globalización que consuman croissants eléctricos. Ya nadie se acuerda de la guillotina.