El 15 de noviembre de 2008, unas semanas después de la emblemática caída de Lehman Brothers, se reunía en Washington D. C. el G20, con el objetivo de buscar acciones comunes para hacer frente a la crisis financiera global en ciernes. Uno de los acuerdos de esa reunión fue lanzar unos programas de expansión fiscal (stimulus packages), por cuantía de un 1% del PIB, para contrarrestar la brusca caída de la demanda agregada -consumo, inversión y exportaciones- como consecuencia del colapso del sector financiero mundial y su incapacidad para inyectar fondos para el tejido productivo.
El planteamiento de estos "paquetes de estímulo" era puramente keynesiano: aumentar a corto plazo la demanda agregada, evitar la deflación, recuperar el nivel de empleo o, al menos, frenar su destrucción, y sostener la actividad de muchas empresas, sobre todo las de menor tamaño, que estaban en riesgo de desaparición.
Con este espíritu se puso en marcha en España el Plan E, que empezó a ejecutarse en 2009. Y, en Estados Unidos, ya bajo la recién llegada administración Obama, la American Recovery and Reinvestment Act (A.R.R.A.). Ambos por un importe del 1% del PIB. En el caso español, unos 10.000 millones de euros.
Cuando hablo de "planteamiento puramente keynesiano" me refiero a que su horizonte era estrictamente cortoplacista. No buscaba la mejora de la productividad a largo plazo o, si se quiere, de la "oferta agregada", sino estrictamente contrarrestar la caída de la demanda y el riesgo de deflación a corto plazo. Bajo esta filosofía, la rapidez de la ejecución era fundamental.
No tenía sentido que estos planes de inversión pública tardaran años en ponerse en marcha porque, probablemente, ya no serían necesarios en ese horizonte temporal o incluso podrían ser contraproducentes.
El Plan E
A principios de 2009, unas semanas después de la cumbre del G20, se aprobó la primera parte del Plan E, por una cuantía de 10.000 millones de euros. Pese a disponer desde 2007 de una flamante "Agencia Nacional de Evaluación de Políticas Públicas", nunca se hizo una valoración ex post de este Plan.
Una mención aparte merece los 1.000 millones destinados al sector del automóvil y que salvaron a nuestra industria automotriz en un momento muy delicado: no cerró ni una de las diez plantas fabricantes de vehículos en nuestro país, pese a ser todas ellas propiedad de capital extranjero y tener sus centros de decisión fuera de nuestras fronteras. Y muchas de esas plantas recibieron el encargo de nuevos modelos. El más famoso fue el Audi Q3 asignado para la planta de Seat-Volkswagen en Martorell.
Pero, en lo que se refiere al grueso del Plan E, la opinión generalizada es que no puede considerarse que fuera una buena asignación de recursos públicos. Al final y al cabo, el plan se pagó con fondos públicos propios, no se trataba de dinero europeo. Y aumentó el déficit público en un momento en que las cuentas se habían deteriorado gravemente como consecuencia de la Gran Recesión.
En un diálogo reciente en Santa Cruz de Tenerife con el exministro de Fomento del PP, Íñigo de la Serna, que por esos años era alcalde de Santander, se dio la paradoja de que yo era bastante crítico con el plan E, mientras que él hablaba de sus virtudes y sus ventajas. La audiencia, mayoritariamente empresarial, asistía entre perpleja y divertida, a este debate entre un exministro del Gobierno socialista criticando su propio Plan E y un exministro popular, entonces en la oposición, defendiéndolo.
Es cierto que el Plan E se ejecutó rápidamente por la entonces ministra de AA.PP., Elena Salgado, que unos meses después se convertiría en vicepresidenta segunda y Ministra de Economía y Hacienda. La asignación del Plan E era muy sencilla.
Se calculaba el "importe per cápita" dividiendo el total asignado entre la población y se le entregaba a cada uno de los 8.000 ayuntamientos ese importe per cápita multiplicado por su población empadronada. El único requisito es que deberían presentar unos proyectos que crearan empleos netos y que se gestionaran por empresas locales, preferentemente Pymes.
Casi todo el Plan se gastó en trabajos de construcción. Pero nunca se buscó que tuvieran un impacto sobre la productividad ni que mejoraran el crecimiento a largo plazo, salvo algunas excepciones dedicadas a mejorar la eficiencia energética que, como es sabido, tiene retornos económicos a largo plazo.
El Plan E fue "exitoso", en relación a sus objetivos, porque se ejecutó rápidamente (en pocas semanas las obras estaban en marcha) y porque era un proyecto tremendamente descentralizado. Los ayuntamientos podían hacer prácticamente lo que quisieran con el dinero, sin importar si sus efectos económicos iban a ser duraderos o no. También fue un plan tremendamente equitativo, pues todos los territorios, por definición, recibían la misma cuantía por habitante.
Un plan, si se permite, tremendamente "liberal" en su ejecución, pese a su filosofía keynesiana. Pese a que el dinero lo aportaba la Administración Central, el control sobre los proyectos se perdía, al tomar las decisiones cada ayuntamiento de forma unilateral.
Así, hubo ayuntamientos que optaron por obras de mejora de sus cementerios, una inversión con dudosa productividad. Y en la capital de España se dedicaron a trasladar la estatua de Colón al centro del paseo de la Castellana. Un viaje de vuelta que deshacía el traslado que yo recuerdo haber vivido siendo niño, cuando Colón “se movió” desde su emplazamiento actual hacia los jardines del Descubrimiento. Tampoco parece un "viaje" muy productivo.
Next Generation EU
En plena pandemia, en julio de 2020, se aprobó el mecanismo de recuperación del Next Generation EU, con una filosofía bien distinta. Estos fondos no sólo deberían apoyar la recuperación económica a corto plazo, sino de modernizar el aparato productivo a largo plazo. Es decir, un plan que no sólo actúa por el lado de la "demanda", como el Plan E, sino que también lo hace por el lado de la "oferta" y, por tanto, del crecimiento a largo plazo.
El mecanismo se presentó, así, como una oportunidad única no sólo para reparar los efectos de la pandemia, sino también para transformar las economías europeas hacia modelos más digitales, más ecológicos y más resilientes. El instrumento aprobado constituye el mayor paquete de estímulo fiscal jamás financiado por la Unión Europea (más de 806.000 millones de euros, de los cuales corresponden a España 140.000 millones, divididos a partes iguales entre transferencias y préstamos) para inversiones y reformas que deberían llevarse a cabo entre 2021 y 2026.
En este contexto, el Gobierno de España diseñó el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (PRTR) para canalizar los 69.000 millones de transferencias, subvenciones directas, a través del desarrollo de una importante agenda de inversiones y reformas estructurales, para establecer las bases para un crecimiento anclado en la transición ecológica y digital. A diferencia de otros fondos europeos, el PRTR es un plan de "pago por desempeño". Es decir, España debe cumplir una serie de hitos tanto de objetivos de inversión como de reformas estructurales. Por tanto, el Plan tiene un doble impacto sobre el crecimiento a largo plazo: uno, por las inversiones que mejoran el aparato productivo y, dos, por el impacto de las reformas.
El PRTR fue aprobado por la Comisión Europea en julio de 2021. Durante 2021 el Gobierno español aprobó programas de gasto (PERTES) por importe de 22.128 millones de euros (un 91% del total planeado), de los cuales, en torno a la mitad fueron fondos asignados a las comunidades autónomas para la gestión de dichas inversiones.
En 2022 se ha producido una gran aceleración del compromiso de fondos (unos 10.000 millones adicionales). Hasta noviembre, el Gobierno ha aprobado gastos equivalentes al 80% de lo planificado para ese año (22.914 millones de euros), entre ellos 7.328 millones de euros (más del 30% de lo aprobado) que volverán a ser gestionados por las CC.AA.
Según Llorente y Cuenca, el conjunto de los dos años se ha conseguido comprometer presupuestariamente 48.720 millones de euros. Y, de acuerdo con BBVA Research, el ritmo de puesta en marcha de los programas por parte del Gobierno central representa ya el 85% del total planificado para el bienio.
Pero del compromiso presupuestario hay que pasar a la ejecución, y es aquí donde surgen las primeras críticas. Pese a dichas cifras y a que España está siendo el miembro de la UE pionero en la ejecución de estos fondos europeos, la sensación que se ha instalado en nuestro país es que los proyectos van con mucho retraso y que “el dinero no llega”.
¿Cuáles son las razones que retrasan su puesta en marcha? En un artículo reciente para El Periódico de Catalunya, Carme Poveda, directora de Análisis de la Cámara de Comercio de Barcelona, las resume en 7 puntos. Primero, un exceso de requerimientos por parte de Bruselas, que son los que aportan el dinero, y sobre lo que el Gobierno español tiene poco margen de maniobra, excepto el de pedir más agilidad y menos burocracia.
Segundo, los PERTES se han definido bajo un modelo de colaboración público-privada, pero tenemos un marco normativo muy restrictivo en este sentido. Yo mismo lo sufrí en los planes de ahorro energético de los edificios públicos, en particular las obras de rehabilitación energética del edificio del Ministerio en el paseo de la Castellana. Hay que buscar un procedimiento administrativo más sencillo para afrontar grandes inversiones bajo colaboración público-privada. Se espera que la nueva Ley de Industria aborde esta cuestión.
Tercero, el modelo del PERTE, pionero en Europa, incorpora criterios de distribución de las ayudas para evitar que puedan beneficiarse únicamente pocas grandes empresas. Esto significa que deben cumplirse requisitos de distribución geográfica de la inversión, participación de pymes en los proyectos, y distribución de las ayudas a lo largo de toda la cadena de valor del sector.
Cuarto, el plazo para ejecutar las inversiones (2025) puede dejar fuera a grandes proyectos transformadores porque muchas empresas no están preparadas para afrontarlas. Este ha sido, por ejemplo, el caso de Ford o de Stellantis, en el PERTE del vehículo eléctrico. Pero, si el objetivo es la modernización del tejido productivo, no se debe dejar fuera a empresas que pueden aportar una notable transformación tecnológica, por lo que debería ampliarse el plazo de algunos de los proyectos, y olvidarse de las presiones políticas o empresariales para ejecutar con la máxima rapidez.
Quinto, al contrario de la excesiva descentralización del Plan E, que he criticado anteriormente porque se perdía el control sobre la “calidad” de los proyectos de inversión, la gestión de los PERTEs se decidió realizarla, a mi juicio de forma correcta, desde la Administración Central y con la intervención de diferentes ministerios. Pero su ejecución requiere la colaboración y confianza de los distintos niveles de administración, algo que en España es muchas veces complicado.
Sexto, el plazo de presentación de solicitudes ha sido demasiado corto en algunas convocatorias, presionadas por la necesidad de agilizar ayudas. De nuevo, ha primado la velocidad de ejecución sobre el objetivo del impacto sobre la productividad a largo plazo. Por ello, se deberían ampliar los plazos o incluso tener abierta la convocatoria de forma permanente.
Y séptimo, la petición de avales, que puede llegar al 100% del importe de la subvención, dificulta el acceso de las empresas, sobre todo las Pymes, a las ayudas, algo que debería corregirse.
Pese a las críticas, España es el país que más ha avanzado en la ejecución de los Fondos NG-EU, tal y como señala la tabla a continuación, elaborada por el Observatorio NextGen de Llorente y Cuenca, seguida a cierta distancia por Italia y Croacia y a mucha distancia de países como Alemania y Holanda.
En conclusión, pese a la presión política y mediática, el foco europeo y español debería estar en la calidad de los proyectos, y en la transparencia en su gestión, más que en la rapidez de su ejecución.
La guerra de Ucrania
Como hemos mencionado anteriormente, los Fondos Next Generation-EU nacen como una respuesta europea, a largo plazo, a la crisis económica provocada por la pandemia de la Covid-19. Pero, en el último año, el conflicto bélico generado por la invasión rusa de Ucrania ha puesto de relieve las carencias europeas en materia su autonomía energética.
Ante la dependencia de los combustibles fósiles, especialmente de Rusia, se opta por acelerar la transición energética a las energías renovables, de forma que, además de cumplir los objetivos medioambientales en materia de emisiones de CO2, Europa sea capaz de suministrarse energía de forma auto suficiente.
Sin embargo, surge el riesgo de una nueva dependencia, esta vez con China, que domina casi totalmente la tecnología de la energía fotovoltaica, al tener cuotas de mercado incluso del 90% en buena parte de la cadena de valor de esta tecnología.
Esto lo ha entendido Estados Unidos, que en agosto de 2022 aprobó la Inflation Reduction Act (IRA), una ley de apoyo al sector de las energías renovables locales, por la que no sólo se establecen fuertes aranceles a las importaciones de productos fotovoltaicos de China, sino que otorga generosas subvenciones a las empresas que se instalen en Estados Unidos para desarrollar su industria fotovoltaica independiente de China. Tras la aprobación de la IRA, se han anunciado inversiones por más de 28.000 millones de dólares en el sector fotovoltaico de Estados Unidos, parte de ellas a cargo de empresas europeas.
Europa corre el riesgo de quedarse atrás si no reacciona con un plan similar al americano, al menos en lo que se refiere a las subvenciones. El anuncio, el pasado 1 de febrero, de un "Green Deal Industrial Plan" por parte de la Comisión Europea es un paso prometedor para dotarse de una industria energética renovable propia por parte de la UE. Pero requiere concreción y no sólo declaraciones de buenos principios. Y rapidez. Aquí sí que es clave la rapidez, porque el tiempo juega en nuestra contra.