En los últimos años, las políticas públicas para impulsar la descarbonización se han convertido en ejes centrales de la agenda política en EE. UU. y en Europa, tratando de cumplir no sólo la función de descarbonizar sino también garantizar la seguridad energética e impulsar el crecimiento económico a corto y largo plazo, una ambición que resulta en un trilema de difícil solución, al menos de forma óptima.
Tanto EEUU como la Unión Europea (UE), que ha liderado la acción climática global en los últimos 20 años, han fijado exigentes objetivos medioambientales, persiguiendo ambos ser neutros en carbono en 2050 y reducir de manera significativa sus emisiones en 2030.
Además, prevén una financiación climática similar en enfoque y cantidad, cercana al 4% del PIB, pero con diferentes instrumentos e implementación.
El Gobierno norteamericano ha impulsado una política industrial climática basada en ayudas fiscales para atraer inversiones, actividad y empleo, con un gasto público ya comprometido y requisitos claros que le dan certidumbre, mientras que en la UE todavía hay proyectos por definir y existe el riesgo de que las ayudas más inmediatas, las de los estados miembros, no logren los efectos deseados. Europa necesita reglas armonizadas y efectivas para mejorar su competitividad industrial.
EEUU triplicará en la próxima década el gasto dirigido a objetivos climáticos, combinando varios instrumentos que se complementan entre sí en un contexto geopolítico complejo con tensiones con China. A la Ley de Reducción de Inflación (IRA), que destinaría a financiación climática cerca de 400.000 millones de dólares, el 1,5% del PIB de EEUU, se unen otras dos iniciativas legislativas, la Infrastructure Investment and Jobs Act (IIJA) y el CHIPS and Science Act, triplicando los tres instrumentos el gasto anual destinado para fines climáticos en la década de 2010.
Además, dos tercios de los incentivos de la IRA no tienen tope de fondos disponibles, lo que podría incrementar su cuantía según algunas estimaciones hasta aproximadamente el 2,9% del PIB y, la total, hasta el 4%.
Por su lado, la UE ha reaccionado con el Green Deal Industrial Plan, presentado a principios de febrero por la Comisión Europea para mejorar la competitividad de la industria ante el apoyo fiscal en EEUU, que aumenta el riesgo de deslocalización, y el dominio chino en la cadena de valor de la industria verde.
El plan europeo promete un marco regulador más ágil y podría incrementar la financiación pública con la creación de un nuevo fondo, el European Sovereignty Fund, que se espera que sea presentado en el contexto del nuevo Marco Financiero Plurianual el próximo verano. Este fondo se sumaría a los ambiciosos programas aprobados anteriormente, el Marco Financiero Plurianual 2021-2027, los fondos NGEU y el REPowerEU, que destinarán conjuntamente más de medio billón de euros a acción climática, unos recursos sin precedentes.
Sin embargo, las políticas climáticas adoptadas por EEUU y la UE no son óptimas. Las políticas fiscales y la financiación discrecional de los objetivos de descarbonización corren el riesgo de lograr una reducción de emisiones menos eficiente, por ejemplo por una hipotética sobrecapacidad instalada en energía renovable atraída por las ayudas.
Los subsidios, transferencias o medidas fiscales pueden ser útiles para complementar al precio al carbono, el cual debería ser el principal instrumento de la descarbonización, pero no son suficientes por sí solos. La situación puede llegar a ser especialmente preocupante cuando los incentivos van ligados a criterios proteccionistas de producción doméstica, como es el caso de EEUU, al suponer sus políticas un freno al comercio internacional y, por lo tanto, a la competencia, principal catalizador de la innovación necesaria para alcanzar los objetivos de descarbonización. Adicionalmente, la coordinación de las políticas climáticas y la cooperación internacional resulta clave para lograr una transición ordenada, previsible y con menores costes.
En definitiva, las políticas climáticas deben construirse alrededor de la internalización de la externalidad negativa que supone la acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera, bien con tasas o precios a las emisiones (precio explícito), asignando derechos de emisión que se negocien en un mercado, o mediante regulaciones (precio implícito).
No implementar un precio al carbono en EEUU o no seguir con la expansión del ETS en la UE resultaría, y en esto el consenso económico es amplio, en una asignación de recursos ineficiente, que acarrearía costes más elevados a futuro. Además, los países deben modernizar y agilizar sus marcos regulatorios y lograr una mayor coordinación y cooperación a escala internacional, no sólo para asegurar que las políticas nacionales sean más efectivas, sino también para que sean más justas y equitativas y permitan reducir las brechas existentes.
Afrontar la amenaza climática, llevar a cabo la transición y alcanzar los exigentes compromisos asumidos requiere, por tanto, de un amplio y coordinado respaldo político, económico y social.