El análisis coyuntural de la economía española centra el debate en un escenario preelectoral que finalizará con unos comicios cuya trascendencia para futuro del país no se escapa a ningún observador objetivo. En este contexto es interesante contemplar el panorama con perspectiva y plantearse un problema de mayor trascendencia: la incapacidad de España para alcanzar el PIB per cápita de los países integrados en la Eurozona a lo largo de las últimas décadas. Esto aparte de ser real es contra-intuitivo ya que las economías menos desarrolladas integradas en un área con niveles de renta superiores tienden a converger en términos reales con ellas.
Esto no ha ocurrido y no es el resultado de la sucesión de dos grandes y sucesivas crisis, la de 2008 y la causada por la pandemia, que han golpeado también al resto de los estados europeos, sino de la persistencia, como ha señalado el reciente Informe Anual del Banco de España, de una baja productividad y de una tasa de empleo muy reducida. España ha mantenido de manera permanente, en ambos terrenos, un diferencial negativo respecto a la media de la UEM y de la UE durante las últimas décadas. Esto no obedece a ninguna enfermedad crónica de la economía nacional sino a las políticas económicas aplicadas, con breves excepciones temporales, por los diferentes Gobiernos de la democracia. ¿Dónde se ha fallado?
El aumento de la productividad está ligado a la intensidad innovadora y esta depende en gran medida de la presión competitiva soportada por las empresas y por la existencia de un marco institucional que facilite en lugar de frenar la dinámica de destrucción creativa y permita asignar los recursos hacia las actividades con mayor valor añadido. Este proceso está lastrado en España por un entorno regulatorio ineficiente; por la existencia de barreras que debilitan la creación de empresas, su desarrollo y su disolución en caso de ser inviables. Y estas deficiencias son el resultado sólo y exclusivamente de las políticas económicas desplegadas.
España tiene una tasa de actividad casi 20 puntos inferior a la media de la UE así como de paro y temporalidad muy altas no por ser víctima de una maldición bíblica sino por la configuración de un mercado laboral de una extraordinaria rigidez que le impide ajustarse a los cambios y crear empleo estable. Por tanto, las fallas del mercado de trabajo patrio son de naturaleza estructural, duran desde hace décadas, las reformas acometidas han sido parciales y la contrarreforma laboral introducida por el actual Gobierno sólo agrava esa situación con su salto cualitativo intervencionista.
Por otra parte, el constante deterioro del sistema educativo patrio, sobre todo de la secundaria, se ha traducido en la incapacidad de dotar a la economía española de un capital humano adecuado para elevar su productividad e innovar. El nivel educativo español está por debajo del vigente en el promedio de la eurozona.
La incapacidad de España para alcanzar el PIB per cápita de los países integrados en la Eurozona
De acuerdo con datos de Eurostat, en 2022 el 35,2 % de los autónomos, el 32,9% de los empleadores y el 28,5% de los trabajadores por cuenta ajena tenían un nivel de estudios bajo. La tasa de abandono escolar se situó en ese año en el 13,9 % frente al 9,7% en la unión monetaria. En paralelo, esta situación merma la igualdad de oportunidades, incrementa la estratificación social y condena a tener bajos salarios sin que, además, estos garanticen el acceso a un empleo.
A ese escenario de deficiencias estructurales micro se ha sumado una política macroeconómica muy ineficiente caracterizada por su inconsistencia temporal. No ha existido nunca una estrategia orientada a mantener en el tiempo un marco de estabilidad macro. Las fases en las que se avanzó en esa dirección fueron revertidas con posterioridad. Es evidente que las grandes fluctuaciones cíclicas pueden alejar en momentos puntuales a una economía de la disciplina, pero también es verdad que la acumulación y persistencia de vulnerabilidad macroeconómicas es incompatible con un crecimiento estable y sostenido.
La tendencia a aumentar el gasto público y de los impuestos sin tener en cuenta sus consecuencias económicas y sociales ha configurado un Estado grande e ineficiente insostenible en términos financieros cuya reducción-racionalización es imprescindible. España no cerrará su brecha de PIB per cápita con los estados de la eurozona con un peso cada vez mayor de los desembolsos del sector público en el PIB, de la carga tributaria soportada por las familias y por las empresas que además no basta para cubrir las necesidades de financiación del Estado como lo muestra el espectacular aumento del endeudamiento estatal.
A ese escenario de deficiencias estructurales micro se ha sumado una política macroeconómica muy ineficiente caracterizada por su inconsistencia temporal
Sin afrontar esos desafíos que implican un cambio radical, en el sentido de abordar los problemas de fondo de la economía nacional, España se convertirá en un país atrasado con niveles de vida decrecientes. Esta es la realidad y ha de tenerse en cuenta cuando desde muchos sectores de la opinión y de la sociedad se entonan cantos triunfales. Por eso, las próximas elecciones generales son decisivas. En ellas está en juego no sólo los cuatro próximos años, sino el futuro del país. Por eso, los comicios venideros constituyen un punto de inflexión bien para avanzar por un camino que conduce a la decadencia bien para iniciar una senda que permita hacerle prosperar.
¿Un cambio de Gobierno es una garantía de eso? La respuesta es simple: dependerá de si el próximo Gabinete es consciente de lo que está en juego y de que no hay que ajustar el vigente modelo socioeconómico, sino reformarle en profundidad. Sin embargo, es evidente que si la actual coalición gubernamental repite, habrá que colgar un dantesco “lasciate ogni esperanza”.