Consejeros delegados: una especie a proteger
Muchas de las grandes empresas españolas tienen un origen familiar y, en consecuencia, han nacido con un modelo organizativo piramidal y centrado exclusivamente en la maximización de los beneficios. Las ideas de los valores no financieros -los que ahora se conocen por sus siglas en inglés ESG, han tardado mucho en calar en la filosofía empresarial de nuestro país. Como decía hace ya bastantes años un afamado empresario cuando le preguntaban por el entonces novedoso concepto de la Responsabilidad Social Corporativa: “No sé de lo que me hablan: Nosotros cumplimos las leyes y no hace falta más”.
La gobernanza, es decir, el buen gobierno corporativo, se ha ido adentrando poco a poco en la cultura de las grandes compañías -y cada vez también de las menos grandes- en parte, sobre todo, por la cada vez más escrupulosa regulación. Los reguladores bursátiles e institucionales han ido marcando reglas en defensa de los diferentes stakeholders y han ido obligando a las empresas a definir con detalle el papel de cada una de las piezas que configura su organigrama.
Ya no funciona el tradicional presidente todopoderoso al frente de un consejo de administración obediente y de un comité directivo entregado. La empresa moderna está obligada a tener papeles más definidos y aquí es donde toca hablar de los consejeros delegados.
El baile de los consejeros delegados
Hace algún tiempo que en el mundo anglosajón la diferencia entre un presidente no ejecutivo y un consejero delegado, o CEO, marcadamente gestor se ha implantado de manera definitiva, pero en España el proceso va lento.
Como es sabido, el consejero delegado de una sociedad es un miembro del consejo de administración en el que se delegan facultades ejecutivas para la gestión ordinaria de las actividades de la empresa. Pero en España, tradicionalmente, su figura ha estado muy supeditada a la del presidente, que casi siempre ha tenido funciones ejecutivas muy marcadas. El presidente, propietario de la compañía o con una fuerte participación accionarial, ha actuado de modo autoritario y ha dejado al consejero delegado relegado a un papel secundario, a cargo de los asuntos menores de la entidad.
La empresa moderna está obligada a tener papeles más definidos
En el sector financiero, las recomendaciones de los supervisores bancarios de nombrar presidentes no ejecutivos, dejando la gestión y decisiones en los consejeros delegados, aún no han terminado de plasmarse del todo y en algunos grandes bancos persiste la imagen de un presidente con capacidad ejecutiva muy remarcada. En otros sectores esta disfunción es aún mayor y estamos viendo cómo en los últimos tiempos se están produciendo una serie de relevos y salidas de diversos consejeros delegados en empresas cotizadas o sin cotizar en España (Unicaja, Cellnex, Vodafone, Indra etc.) que nos hacen pensar que esta pieza esencial del buen gobierno no está aún resuelta.
En muchos de estos casos se trata de un relevo generacional en el que el antiguo consejero delegado pasa a ser presidente de la compañía y deposita su antigua función en manos de un profesional de su confianza. Pero, cuando no existe una división real de funciones, el consejero delegado se convierte en un directivo de paja con escasa capacidad para marcar una dirección estratégica de la operativa diaria de la compañía. Quién mandó querrá mandar siempre. Por eso, y para evitar conflictos de interés, el gobierno corporativo y sus líneas de defensa deben jugar un papel fundamental.
Táctica y estrategia
En la gestión de una compañía es esencial que sus responsables máximos puedan contar con plazos y herramientas suficientes. El consejero delegado está para aplicar los planes estratégicos necesarios para alcanzar el éxito, pero si se ve sometido a una presión desmedida por parte de su consejo de administración los planes estratégicos pasan a ser tácticos y a devaluarse sobre la base de la inmediatez. Su desempeño, por supuesto, tiene que ser valorado -y, si el desempeño es malo, habrá que actuar en consecuencia-, pero también el desempeño de todos los consejeros y del propio presidente del consejo. Esta medición, lo que los ingleses denominan el performance, debe ser aplicado a todos, y las políticas de gobierno corporativo deben funcionar para proveer de herramientas adecuadas a un análisis transversal y complejo.
Gestionar una compañía no es tarea fácil, pero conseguir además que sus resultados vayan más allá de sus beneficios económicos y aporten también valor en términos de buen gobierno, reputación y cumplimiento son el gran reto de un consejo de administración moderno y capaz.
Por eso es saludable la división entre un presidente no ejecutivo y un consejero delegado ejecutivo, lo que permite al primero focalizarse en su principal tarea de lograr un adecuado funcionamiento del consejo de administración. Por eso es importante también que los consejos tengan una amplia mayoría de consejeros no ejecutivos con una adecuada proporción entre dominicales e independientes, con perfiles muy variados en los que proliferen independientes con especialidades variadas y en ocasiones ajenas al sector donde opera la compañía.
Los consejos tengan una amplia mayoría de consejeros no ejecutivos con una adecuada proporción entre dominicales e independientes
Los consejeros con conocimiento en ESG, en tecnología e innovación, en procesos de fusiones y adquisiciones, en gestión de la reputación y los asuntos públicos, tienen cada vez más relevancia. Afortunadamente también son cada vez más demandados, y crecen, los perfiles de consejeras.
Este es el camino de las compañías, en las que la figura del consejero delegado empieza a ser una especie a proteger.
Y quien crea que la gobernanza es una necesidad exclusiva de las grandes empresas se equivoca. Muchísimas ideas, proyectos y compañías se vienen abajo por carecer de un gobierno corporativo robusto a pesar de tener sentido como negocio. Las empresas que dependen exclusivamente carecen de los necesarios contrapesos están destinadas al fracaso.
*** Juan Torres y Arturo Zamarriego