A medida que la guerra entre los partidarios del trabajo distribuido (Work From Home, o WFH) y los que piden el retorno a las oficinas (Return To Office, o RTO) se recrudece tras el aprendizaje que supuso la pandemia, empieza a haber cada vez más evidencias de que algo se ha roto en la mentalidad de muchos trabajadores que saben ya perfectamente que pasar sistemáticamente muchas horas todos los días sometidos a la tiranía de un horario de oficina no tiene ningún sentido, más allá de ser un arbitrario ejercicio de autoridad.
Pero si algo está realmente claro en este momento, a poco que lo estudiemos con una perspectiva internacional, son las enormes diferencias entre los resultados de esa contienda entre países con mercados de trabajo funcionales, cercanos al pleno empleo y con elevadas posibilidades de movilidad profesional, y aquellos con mercados disfuncionales en los que la mayoría de los trabajadores procura no dejar su trabajo, ante la evidencia de que “hace mucho frío fuera”, de que pueden tardar mucho tiempo en encontrar otro de cualificación similar.
Mientras en países como España, los partidarios del retorno a la oficina parecen estar ganando la batalla, lo que implica la vuelta a los atascos, a las horas punta y al absurdo medioambiental, en los Estados Unidos nos encontramos con que ciudades como San Francisco ya se han visto obligadas a aceptar que las oficinas nunca volverán a ser lo que eran, Y de hecho, ya han empezado a ejecutar planes para remodelar completamente la fisonomía del centro de la ciudad.
Un ambicioso plan municipal apunta a la reconversión en viviendas de numerosos edificios de oficinas ahora vacías, con subvenciones para las compañías de construcción que quieran llevar a cabo los planes de reforma, y con la idea de generar miles de pisos y apartamentos en zonas que, hasta ahora, se caracterizaban por una dinámica urbana muy distinta a la de las zonas de oficinas.
El plan, además de tener lógica teniendo en cuenta el absurdo de mantener muchísimos edificios vacíos que ya nadie quería ocupar, promete poblar esas zonas con personas que pasarán a hacer vida cotidiana de vecindad en ellas, y que precisarán de infraestructuras, negocios, sitios donde hacer la compra, etc. muy distintos a las cafeterías de plato del día, las lavanderías y a los establecimientos que se dedicaban únicamente a dar servicio a los trabajadores que llegaban en torno a las nueve de la mañana y se iban aproximadamente alrededor de las cinco de la tarde.
Un ambicioso plan municipal apunta a la reconversión en viviendas de numerosos edificios de oficinas ahora vacías
En países como España, las cosas son muy distintas. Primero, porque es más difícil encontrar barrios tan fuertemente caracterizados por la presencia exclusiva de oficinas y en los que no hay casi edificios residenciales. Existen algunos casos, pero la norma europea, como corresponde a un territorio con muchas ciudades de larga historia, es que la evolución haya llevado a usos generalmente mixtos y no tan fuertemente polarizados.
Pero sobre todo, la gran diferencia es que en los Estados Unidos, los trabajadores han sido capaces, en muchos casos, de mantener su posición contraria a la vuelta a la oficina cuando saben que son igualmente o más productivos desde sus casas: si los amenazan con echarlos, simplemente cogen la puerta y se van, porque saben que no les resultará difícil encontrar una compañía que aprecie sus habilidades y esté dispuesta a aceptar sus requisitos.
Mientras en los Estados Unidos tiende a tener la sartén por el mango el que tiene el talento y puede libremente irse a otro sitio, en España prevalece la autoridad: si no aceptas lo que te propongo, te echaré, y vete tú a saber lo que te costará encontrar otro trabajo.
La circunstancia es especialmente negativa considerando el impacto potencial que tiene sobre la innovación: mientras en los Estados Unidos y en otros países con mercados de trabajo funcionales y dinámicos, las compañías se están viendo obligadas a cambiar sus metodologías de trabajo, a guiarse por la lógica de la productividad y a no aceptar los clichés absurdos que afirman que “si no nos vemos y nos rozamos, no se puede trabajar”, en España todos esos cambios se han visto interrumpidos por un “volvemos a la oficina porque lo digo yo”. Cualquier posibilidad de innovar a partir de la experiencia de la pandemia se ha visto truncada por el inmovilismo de quienes tienen pánico a cualquier cambio.
Esto conlleva que determinadas formas de trabajar claramente menos eficientes, con más niveles de mandos intermedios y con una productividad sensiblemente inferior —aunque solo sea por factorizar el tiempo que los trabajadores pasan yendo y viniendo en desplazamientos de casa al trabajo y viceversa— no van a verse abocadas al cambio. Y eventualmente, que esas compañías que hoy ven la vuelta a la oficina como un triunfo, terminarán en no mucho tiempo siendo menos competitivas que otras similares a las que no se las ha dejado que se obsesionasen con esa vuelta atrás.
Esas compañías que hoy ven la vuelta a la oficina como un triunfo, terminarán en no mucho tiempo siendo menos competitivas que otras
Sumándolo todo, lo que obtenemos es una desventaja comparativa para países como España, que tendrán compañías sistemáticamente más anticuadas y menos competitivas que las de otros países. Solo determinados tipos de talento, con mercados de trabajo más activos y dinámicos como los desarrolladores de software, se arriesgan a saltar de sus compañías e irse a otras cuando sus jefes pretenden volver a atarlos a la silla de la oficina. El resto, ni se lo plantea.
Mucho me temo que terminaremos pagando esa desigualdad. Lo pagaremos en forma de más malos humos en las ciudades, de una menor competitividad, y de una desventaja en innovación. Pero eso sí: habremos aprovechado una desventaja estructural, la de tener un mercado de trabajo disfuncional, para ejercer una trasnochada autoridad y detener un cambio que, en circunstancias normales, debería haber sido imparable. Buena suerte con ello.
***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.