El concepto de innovación suele tener casi siempre connotaciones positivas. Aunque muchos lo asocian con el desarrollo tecnológico, la realidad es que la innovación, desde su más pura definición y esencia, puede referirse a muchas cosas además de a tecnologías: productos, procesos, servicios, arte, modelos de negocio, etc., que el innovador consigue hacer llegar a mercados, a gobiernos o a la sociedad en general.
La innovación se relaciona con la invención, pero no es necesariamente lo mismo, porque tiende a tener más que ver con la implementación práctica de esa invención para lograr algún tipo de impacto significativo en un mercado o en la sociedad. En términos cronológicos, la invención puede situarse muy alejada de la innovación: son muchas las invenciones que languidecen durante años metidas en un cajón o sin que nadie les preste atención alguna, hasta que a un innovador se le ocurre la manera de convertirla en una propuesta de valor atractiva.
Generalmente, vemos el proceso así: el inventor inventa algo, y el innovador, que no tiene por qué ser la misma persona, lo convierte en algo con un mercado determinado. Muchos lo asocian con las patentes, el documento que asocia una invención con una persona a la que se conceden una serie de derechos exclusivos, como excluir la capacidad de terceros para fabricar, usar, vender o explotar comercialmente esa invención por un período determinado de tiempo, a cambio de la divulgación suficientemente detallada de esa invención.
Pero en realidad, registrar una patente no siempre refleja correctamente la autoría o el mérito de una invención, y no son pocos los casos a lo largo de la historia en los que las patentes han servido o bien para atribuir a una persona una invención que en realidad no era suya, o para construir fortunas en torno a unos derechos exclusivos que, en la práctica, no debían haber sido concedidos a quien la registró.
A partir del momento en que la innovación llega al mercado, entramos en lo que se denomina fase de difusión de esa innovación, que es la que llevo estudiando —con absoluta fascinación, además— toda mi vida profesional. En mi caso, lo atribuyo a mis inicios: una casualidad (tan casual como un billete de lotería) hizo que, prácticamente recién entrado en la universidad, cayera en mis manos un ordenador, en un momento en que prácticamente nadie tenía un aparato así en su casa. ¿Qué pasó? Pues que esa asimetría, el tener acceso a una innovación antes de que un porcentaje mayoritario de la sociedad tuviese acceso a ella, se convirtió en algo que me proporcionó muchas ventajas, y que prácticamente condicionó mi vida de manera muy positiva.
Registrar una patente no siempre refleja correctamente la autoría o el mérito de una invención
Para mí, es lo más parecido al surf que hay: poder subirte a una ola cuando está empezando, y capitalizar gracias a ello muchas de las ventajas asociadas con el “efecto novedad” y las ventajas que generaba. Obviamente requería un esfuerzo, pero funcionaba maravillosamente bien y podía ser extraordinariamente rentable. A partir del ordenador, he surfeado muchas otras olas, unas mejor y otras peor, pero siempre con la misma técnica: ser consciente de que el proceso de difusión de una tecnología tiende a durar mucho más de lo que se espera.
Y que eso permite a los llamados early adopters, a los que logran entrar en contacto con esa tecnología antes que la mayoría de la sociedad, obtener rendimientos muy interesantes, bien de su explotación, o bien de enseñar a otros cómo utilizarla. Treinta y tres años de experiencia docente y más de dos décadas de divulgación me contemplan… pura explotación de ese concepto. La difusión de la innovación es mi evangelio, y Everett Rogers mi profeta (si no lo conoces, búscalo… vale la pena).
¿Qué hace que la sociedad, una vez que se ha superado la fase de innovación, tienda a generar procesos de difusión muy largos? ¿Por qué, cuando los beneficios de una innovación ya son ampliamente conocidos y evidentes, tiende a haber una gran cantidad de personas que se mantienen refractarios a su uso o que no se preocupan de utilizarla adecuadamente, obteniendo en muchos casos de ella un rendimiento completamente ineficiente?
Ser consciente de que el proceso de difusión de una tecnología tiende a durar mucho más de lo que se espera
¿Qué lleva, en una sociedad completamente hiperconectada en la que, desde la llegada de internet, toda la información se encuentra a unos pocos clics de distancia, haya personas tan refractarias a los procesos de innovación? Internet lleva entre nosotros más de medio siglo, la popularización de su uso asociado a la web y a una interfaz sencilla tiene más de treinta… y sin embargo, el llamado “usuario medio” sigue haciendo, por lo general, un uso penoso de la red, navega entre todo tipo de obstáculos y basura, tienen una relación espantosa con el correo electrónico e infringe todos los días varias normas básicas de seguridad. Si no pasan más cosas es porque muchos tienen mucha suerte, porque para el ciberdelincuente medio, robar o estafar en la red es como quitar el caramelo a un niño.
Ahora, con la inteligencia artificial pasa exactamente lo mismo: aunque muchísima gente ya ha entrado en, por ejemplo, ChatGPT y le ha hecho alguna pregunta, la realidad es que usuarios que de verdad le saquen partido y lo utilicen bien hay muy pocos. Las preguntas habituales suelen ser absolutamente simplonas, dejar de lado muchas de las ventajas que el uso de un algoritmo generativo puede traer consigo, y a menudo, llevan a incurrir en errores, en “alucinaciones” o en situaciones absurdas. Y no porque la tecnología sea mala, que obviamente aún dista mucho de ser perfecta… sino porque la difusión de la innovación es desesperantemente lenta.
¿Nos hemos planteado por qué es tan lenta la difusión de las innovaciones en nuestras sociedades? ¿No tendrá que ver con que el mecanismo más adecuado para acelerarlas, la educación resulta ser, por lo general, desesperantemente tradicional? ¿Qué habría que hacer para tener una educación que realmente se centrase en la difusión de la innovación?
¿Para que los que se dedican a la educación fueran ávidos early adopters capaces de compartir su experiencia, en lugar de mantener procesos y metodologías con una inercia ya no de años, sino de décadas o de siglos? ¿Por qué nos empeñamos en mantener la educación al margen de la innovación? ¿Qué beneficios podría generar para la sociedad si la educación tuviese un componente específico dedicado a la difusión de la innovación?
Pensemos sobre ello. Y después, planteémonoslo como reto. No puede ser tan complicado.
***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.