Vaya por delante que tengo muy claro que hay que regular el desarrollo de la inteligencia artificial. Sobre todo desde que lleva el apellido “generativa” (IAG). Este apellido significa que hemos pasado de algoritmos más o menos mecánicos a auténticos cerebros que aprenden solos y casi sin límite.

Estamos ante un cambio histórico, en el que, por primera vez, el ser humano ha sido capaz de crear una inteligencia superior a la suya. Probablemente no en creatividad ni en inteligencia emocional, pero si en casi todo lo demás. Especialmente en capacidad de trabajo y tratamiento de datos.

Es evidente que estamos ante algo que puede ser muy bueno y a la vez muy malo. Puede ser muy bueno para la productividad en las empresas, la medicina o la investigación, pero puede ser muy malo para toda una larga lista de cosas que no merece la pena repetir, ya que son de lo que más se habla cuando se menciona la IAG.

El ejemplo más claro de los riesgos que puede tener la IAG es la energía nuclear: maravillosa como fuente de energía, una pesadilla en caso de accidente o uso destructivo. De ahí la necesidad de que existan organismos muy potentes de control.

Dicho esto, parece que, como en las fases anteriores de la revolución digital, Europa ha decidido seguir la máxima de Unamuno de “que inventen ellos”, a la que sólo faltaría añadir “que ya nos ocupamos nosotros de regularlo”.

Europa ha decidido seguir la máxima de Unamuno de “que inventen ellos”

Que regulemos está muy bien. Pero tampoco estaría de más que inventáramos algo. Poner tanto énfasis en nuestra capacidad regulatoria y no hacer nada para apoyar nuestro posicionamiento en esta nueva fase de la revolución digital nos llevará a lo que ya nos ocurrió en las anteriores: a ser meras comparsas en un momento decisivo de la historia.

Por dejar que inventen otros, ahora pintamos poco o nada en el comercio electrónico, en los buscadores de Internet, en las redes sociales y, en general, en cualquier actividad cuyo origen se produjo con el nacimiento de la red.

Nos limitamos a regular su funcionamiento y a recaudar impuestos. Y más bien pocos, ya que los que inventaron se han convertido en compañías enormes, con enormes recursos para reducir al máximo la factura fiscal. No estaría mal que, además de recaudar, facturáramos.

Desde el punto de vista bursátil, que es mi negociado, el mensaje está claro: cuando se trate de invertir en empresas de lujo, de viajes, construcción, inmobiliario y probablemente en banca -sector muy protegido en la UE-, tendrá sentido hacerlo en Europa.

Cada vez se reduce más la lista de inversiones europeas atractivas.

Pero cuando el viento sea favorable a la tecnología -y ahora entramos en una fase muy importante-, el destino será Estados Unidos y, posiblemente, también China. Pero desde luego no Europa.

Cada vez se reduce más la lista de inversiones europeas atractivas. Ya ni siquiera incluimos la industria. Al no haber planificado bien la transición energética, Alemania, pilar de la industria europea, tiene costes energéticos que son el doble de los de Estados Unidos o China, lo que hará que continué el éxodo de empresas industriales. Y no solo desde Alemania.

Políticos de más nivel que los que tenemos actualmente, habrían visto la posibilidad de compensar nuestra pérdida de peso en la industria fomentando la toma de posiciones empresariales aprovechando esta cuarta oportunidad que es la IAG.

Ni siquiera tienen que crear un ministerio: basta con seguir el ejemplo del lugar donde nació la revolución digital, Silicon Valley.

Apoyar la innovación tecnológica no implica obviar la regulación que protege a los ciudadanos

Fue tan fácil como crear el caldo de cultivo fiscal y de apoyo a emprendedores que ha generado las tres fases anteriores de esta revolución industrial que es la digital (los ordenadores personales, Internet y el smartphone). Pero han preferido ser pioneros en la defensa y no en el ataque, en la burocracia antes que en el emprendimiento.

Lo más triste es que apoyar la innovación tecnológica no implica obviar la regulación que protege a los ciudadanos. No se trata de temas antitéticos, sino perfectamente compatibles. Incluso sinérgicos, porque, cuando conoces bien algo, puedes regularlo mejor que si solo eres un mero observador.

Y por cierto: ¿quién controla al regulador? ¿Por qué desviar la atención hacia los peligros, evidentemente, reales, que puede suponer el uso empresarial de la IAG y no mencionar los posibles abusos por parte de políticos y burócratas? Porque, si lo pensamos detenidamente, esos también dan miedo.

***Víctor Alvargonzález es socio fundador de la empresa de asesoramiento financiero independiente Nextep Finance.