¿Quebrarán todos los bancos argentinos?
La Argentina acaba de elegir presidente a un adulto de 53 años cuyas ideas económicas resultan ser las propias de un adolescente de 15. Entre ellas, la más disparatada, y con diferencia, remite al muy obsesivo propósito personal suyo de clausurar cuanto antes el Banco Central. Un plan, el de Milei, que, en el supuesto de que consiga llevarlo a la práctica fuera del universo onírico de su imaginación, únicamente podrá concluir con la quiebra técnica de la totalidad de los bancos comerciales del país, y mucho más pronto que tarde; de todos, sí, porque ni uno solo de ellos quedaría en pie.
Sostener, como sostiene el ya presidente electo, que urge abolir el Banco Central de la República Argentina, dado que según cree -erróneamente- encarnaría al único culpable de la inflación, viene siendo más o menos lo mismo que prohibir la luz eléctrica con el argumento de que muchos incendios suelen haber tenido su origen último en cortocircuitos. Pues no otra es la lógica que subyace tras esa propuesta definitivamente estrafalaria. Acabo de escribir que, en caso de consumarse el plan presidencial, toda la banca autóctona se hundiría en un instante u otro de su mandato, si bien procede aclarar que la suerte de las entidades de crédito extranjeras -algunas de ellas españolas- que operan en el país devendría muy distinta.
Al punto de que la eventual clausura del banco emisor estaría llamada a equivaler, en la práctica, a la concesión de un monopolio a perpetuidad sobre el mercado financiero argentino en beneficio exclusivo de las compañías foráneas. Toda vez que no parece que Bruselas muestre demasiado afán a estas horas por imitar a Milei y cerrar con urgencia el Banco Central Europeo, como tampoco la Casa Blanca ha lanzado demasiadas pistas de que planee hacer lo propio con la Reserva Federal. Y puesto que tal escenario de motosierras monetarias no semeja que se vaya a dar en ningún otro lugar del planeta, salvo en Buenos Aires, procede inferir que los ahorradores y depositantes argentinos se encontrarían con dos tipos de instituciones donde guardar sus ahorros.
Por un lado, las de procedencia extranjera, todas ellas amparadas por sus respectivos bancos centrales, quienes les ofrecerían vías de liquidez adicional, y sin límite, en el supuesto de que algún episodio de pánico financiero empujase a sus clientes a retirar los fondos de modo súbito, histérico y perentorio. Por otro lado, tendrían a su disposición los bancos de capital y nacionalidad local, a los que, llegado el caso, el Estado argentino, en nombre del supremo respeto a la libre y soberana autonomía de los individuos que actúan según su propio interés subjetivo pactando contratos en mercados autorregulados y sin interferencias coactivas, dejaría que se fuesen desmoronando en cadena, uno tras otro, al extenderse la habitual ola de pánico tan propia de esos episodios. ¿Alguien alberga alguna duda sobre cuál sería su elección?
Pero es que, para que comiencen a tambalearse los balances de los bancos autóctonos argentinos, ni siquiera va a hacer falta que tal secuencia de pánico colectivo, otra cascada convulsa de masas enloquecidas asediando sucursales bancarias como las que se dieron en 2001 con la implantación del corralito, se vuelva a producir en la realidad. Es más, ni tan siquiera va a hacer falta tampoco que Milei cumpla alguna vez su promesa mil veces repetida de cerrar el banco.
Tal escenario de motosierras monetarias no semeja que se vaya a dar en ningún otro lugar del planeta
Porque la simple expectativa de que tal cosa pudiera llegar a ocurrir en algún momento del futuro, con independencia de los desmentidos que el Milei investido e institucional pueda hacer a partir de ahora al Milei anarquista y revolucionario de la campaña, va a provocar un traspaso enorme de depósitos de la banca local con destino a la extranjera.
El sistema bancario basado en la reserva fraccionaria, ese mismo que compartimos todos los países capitalistas del mundo, resulta más peligroso que un ciego con una pistola. Y es que, por su propia naturaleza ontológica, al margen de la competencia o la incompetencia de las personas encargadas de gestionarlo en cada momento, tiende a autodestruirse y a provocar crisis cíclicas de modo inevitable. En eso, los libertarios no están equivocados.
Pero transformarlo de raíz, cambiándolo por otro mucho más estable que desligara los depósitos de los ahorradores del crédito a los inversores, algo que ya propuso Irving Fisher a Roosevelt en tiempos de la Gran Depresión, requeriría, y mucho más en nuestro presente interconectado e interdependiente, de un acuerdo global a fin de obrar la transición de modo colectivo y sincrónico.
El sistema bancario basado en la reserva fraccionaria resulta más peligroso que un ciego con una pistola
Un país, solo y aislado, no puede emprender la revolución (bancaria) por su cuenta, so pena de provocar un cataclismo sistémico en su propio sistema financiero nacional. Pero Milei es un genuino y sincero anarquista. Genuino y sincero.
Los que siguen teniéndolo por un simple derechista contrario a las políticas redistributivas y de estímulo público, que aquí son muchos, no han entendido todavía que Milei está más cerca de Buenaventura Durruti que de Donald Trump o que de Jair Bolsonaro. Porque no se comprende al presidente argentino sin tomar en serio ese rasgo constitutivo de su personalidad política, el que determina por entero su cosmovisión. Y para un anarquista sincero, la revolución no es negociable.
Entre otras razones, no es negociable porque los anarquistas no tienen patria. La única patria de Durruti y de Federica Montseny no era España, sino la Humanidad. De idéntico modo, la única patria de Milei, un devoto y rendido creyente en las doctrinas ultra-individualistas de Ayn Rand y Murray Rothbard, no es la Argentina sino el Libre Mercado.
Por algo decidió en su momento bautizar Rothbard al preferido de sus cinco canes clonados. ¿Quebrarán entonces los bancos argentinos? No, no quebrarán. No quebrarán porque, ahora mismo, mientras escribo estás líneas, ya hay un adulto preparándose para tomar el control de la Casa Rosada en Buenos Aires. Se llama Mauricio, Mauricio Macri.
*** José García Domínguez es economista.