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La tribuna

‘Lo pequeño es hermoso’

6 marzo, 2024 02:12

Un famoso economista heterodoxo alemán, E.F. Schumacher, escribió allá por la década de los setenta un libro ya célebre que lleva por título Lo pequeño es hermoso. Atravesado todo él de influencias tan heterogéneas que van desde las encíclicas papales que inspiraron la doctrina social de la Iglesia hasta la filosofía de Buda, pasando por algunos ensayos teóricos surgidos de la pluma de Mao Tse-tung, el texto, traducido luego a treinta idiomas, contiene en esencia una pionera defensa de la ahora tan en boga economía del decrecimiento.

Un ideal, ese, que el autor postulaba en contraposición a la, a su juicio, alienación deshumanizadora que provoca el gigantismo industrial propio del capitalismo moderno. Y algo de razón no le faltaba a Schumacher, procede admitirlo. Porque, en efecto, lo pequeño suele ser hermoso. El problema es que lo pequeño también suele ser ineficiente, muy ineficiente. Y la ineficiencia elevada a rasgo distintivo y estructural de una sociedad humana no remite a una simple cuestión de orden estético: la ineficiencia mata. Sí, mata; mata porque convierte en inviables e invivibles a países enteros. 

He ahí, sin ir más lejos, el caso tan actual de Argentina, una nación que lleva setenta años consecutivos cayendo lentamente en la miseria generalizada y la autodestrucción sistemática por culpa no de los políticos (resultaría muy estúpido suponer que todos los gobernantes argentinos hasta la fecha han sido sujetos malvados que deseaban de modo consciente y deliberado hacer daño a su propio país), sino de la ineficiencia crónica de una estructura empresarial que siempre produjo a escala muy reducida (poseían un mercado de apenas 45 millones de consumidores), algo que hizo del capitalismo argentino un pigmeo incapaz a la larga de competir con nadie en los mercados exteriores. 

Porque el gran problema sin solución de Argentina resulta ser justo ese, no otro. La ineficiencia mata, ya se ha dicho; y solo es cuestión de tiempo, por cierto. Por lo demás, el principal indicador de la mayor o menor eficiencia de una economía es siempre su productividad. De ahí lo definitivamente desolador de que la productividad total de los factores en España sea hoy, a inicios de 2024, más baja que a principios de siglo, hace casi cinco lustros; en concreto, un 7,3% inferior a la del año 2000, según los datos del Observatorio de la Productividad y Competitividad de la Fundación BBVA. 

Si la productividad española hubiese crecido menos que la de nuestros competidores inmediatos durante esos 23 años, ya nos encontraríamos ante un problema muy serio; pero que haya incluso decrecido significa, lisa y llanamente, que ahora necesitamos emplear una mayor cantidad de trabajo y de capital para poder producir la misma cantidad de bienes y servicios que hace 23 años. Y eso no es un problema grave, eso es un desastre absoluto; un desastre absoluto cuyo origen más evidente, al margen de la mediocridad propia de un modelo productivo basado en el turismo de gama baja y los servicios, remite al gigantesco desperdicio de capital que ocasionó la burbuja inmobiliaria posterior a la adopción del euro y la consiguiente desaparición del riesgo cambiarlo para los prestamistas del norte de Europa. 

Y la ineficiencia elevada a rasgo distintivo y estructural de una sociedad humana no remite a una simple cuestión de orden estético: la ineficiencia mata

Pero hay un elemento adicional de esa genuina hipoteca a largo plazo que amenaza la viabilidad misma de nuestra estructura económica nacional en la que se suele reparar mucho menos a la hora de los juicios críticos: el abrumador predominio de las pequeñas y medianas empresas en el tejido productivo español. Y es que, en el tiempo presente y aquí, entre nosotros, impera una variante, si bien mucho menos lírica, del romanticismo adanista tan en la frontera del espíritu hippie que siempre sobrevuela las páginas de Lo pequeño es hermoso. 

Me refiero a la habitual retórica entusiasta y apologética, cuando no directamente épica, con que en España se adorna de modo rutinario la figura de los llamados emprendedores. Y es que, contra lo que sostiene esa literatura hagiográfica tan en boga, lo que necesita España es que haya muchos menos emprendedores, o sea muchas menos pequeñas y medianas empresas con dificultades agónicas para acceder a los volúmenes de capital necesarios a fin de dotarse de las plantas productivas que les permitan alcanzar economías de escala óptimas, las imprescindibles con tal de poder competir en costes con el exterior. Bien al contrario, lo que de verdad necesita España son más y más grandes consorcios industriales autóctonos. 

Alimentar la aureola mítica del pequeño David empresarial, ese que a fuerza de ingenio y tesón consigue plantar cara a los gigantes del mercado, está muy bien para los cursillos motivacionales, pero nos remite a una forma de autoengaño colectivo, a la cima de una nube fantasiosa e irreal de la que más nos conviene bajar cuanto antes. Al cabo, cuanto mayor continúe siendo el peso relativo de las pequeñas y medianas empresas en el tejido productivo hispano, más y más se irá agrandando el diferencial negativo de productividad sistémica entre España y el resto de la Eurozona. 

Porque la productividad, ya se ha dicho, depende del tamaño. A mayor tamaño, mayor productividad. Resulta así de sencillo. Dejémonos entonces de alimentar más fantasías quiméricas en las mentes de los jóvenes y afrontemos de una vez las tan necesarias políticas orientadas a reducir el número de pequeñas empresas intrínsecamente ineficientes, las ya condenadas de todos modos a desaparecer en el medio plazo.

He ahí una tarea urgente para la que una bien diseñada fiscalidad disuasoria podría resultar providencial al objeto de estimular las fusiones y absorciones tan precisas a fin de acabar con ese minifundismo empresarial que hoy nos aboca a la nada. Resultará mucho menos emotivo que lo otro, sin duda, pero ahí está el ejemplo argentino para los que aún alberguen alguna duda sobre cuál debe ser el camino a seguir.

*** José García Domínguez es economista.

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