Los 100 días de Milei
Simon Kuznets fue un Nobel de Economía que se equivocó de arriba abajo en su tesis científica principal (los suecos le dieron el premio por sostener - erróneamente- que el crecimiento económico resuelve por sí mismo el problema de la desigualdad), pero que acertó con una frase lapidaria que se acabaría haciendo célebre en el mundo entero, la que reproducida libremente enuncia que existen cuatro tipos de países en el mundo: los desarrollados, los subdesarrollados, Japón - que no tenía nada y lo ha hecho todo- y Argentina, que lo tenía todo y no ha hecho nada.
Por mucho que se discrepe de sus ideas, antes de enjuiciar la obra de gobierno de Javier Milei, el presidente libertario que acaba de cumplir sus primeros cien días en la Casa Rosada, recordar la sentencia ya legendaria de Kuznets invita a manifestar alguna piedad hacia su persona en el juicio crítico sobre las primeras medidas adoptadas. Y es que la empresa de intentar enderezar el rumbo de una nave que lleva setenta años a la deriva, que a no otro instante temporal se remonta el inicio de la decadencia argentina, se asemeja mucho a una misión imposible; una misión que se antoja todavía más imposible cuando se repara en el hecho cierto de que Milei ganó las elecciones sin tener, en realidad, ningún programa económico.
Y es que, por definición, resulta imposible que un anarquista pueda disponer de algo parecido a un programa de gobierno. Y Milei, recuérdese, basó todo su discurso como candidato en presentarse ante los votantes como un outsider anarco-capitalista que venía a destruir el sistema desde dentro. Algo que, apelando al integrismo de mercado que define a la Escuela Austriaca, tendría que materializarse en un radical y estricto no hacer por parte del Estado. Pues, según la filosofía quietista que inspira su pensamiento, la única conducta legítima del Estado en el ámbito económico es la que consiste en no hacer absolutamente nada; cualquier otro proceder por su parte implicaría caer en el socialismo, cuando no en el puro comunismo.
En su lección a los líderes empresariales del mundo reunidos en Davos, el porteño fue muy claro al respecto: “Cada vez que ustedes quieran hacer una corrección de una supuesta falla del mercado, inexorablemente, por desconocer lo que es el mercado, o por haberse enamorado de un modelo fallido, están abriendo las puertas al socialismo y están condenando a la gente a la pobreza”, les aclaró. Por tanto, lo coherente por su parte habría sido liberalizar todos los precios, suprimir el control estatal sobre el tipo de cambio del peso, declarar abolidos los impuestos, derogar los aranceles en su integridad, poner un candado doble en la puerta principal del Banco Central y… olvidarse del asunto.
Huelga decir, sin embargo, que no es eso lo que ha ocurrido en Argentina durante estos tres meses últimos. Bien al contrario, el Ejecutivo ha puesto en práctica un plan de ajuste clásico y caracterizado por lo ortodoxo y convencional de su contenido concreto. De hecho, nada hay en la política económica del Gobierno argentino actual que recuerde los axiomas doctrinarios de los iconoclastas libertarios y sí se percibe, en cambio, una clara influencia inspiradora de Martínez de Hoz, el que fuera ministro de Economía bajo la Junta Militar de Videla y Massera.
El Ejecutivo ha puesto en práctica un plan de ajuste clásico y caracterizado por lo ortodoxo y convencional de su contenido concreto
Así, una vez orilladas sus fantasías librescas tras aterrizar de golpe en el siempre ingrato mundo de la realidad, el Milei ya presidente se ha visto obligado a llevar a cabo una de las únicas tres cosas que puede hacer con la economía nacional cualquier presidente argentino. Y es que un presidente argentino puede hacer casi cuanto le plazca si el precio internacional de la soja, la principal y casi exclusiva fuente de divisas del país, anda muy alto por casualidad. Néstor Kirchner gozó de esa inmensa suerte durante los primeros años de su mandato, cuando la tonelada de soja a 600 dólares permitió que el PIB de Argentina creciera a tasas equiparables a las de China, con niveles cercanos al 10% anual.
Lo segundo que puede hacer un presidente argentino es endeudarse en dólares hasta las cejas con el exterior si el precio internacional de la soja pasa a ser bajo y, ante la consiguiente escasez de divisas procedentes de las exportaciones agrarias, la economía en su conjunto amenaza con derrumbarse por efecto de cuellos de botella fruto de la falta de liquidez para pagar insumos procedentes del extranjero. No resulta, por supuesto, un escenario tan bueno y deseable como el primero, pero permite al gobernante de turno mantener al menos la apariencia de que el país sigue funcionando con cierta normalidad.
Es lo que le pasó a Mauricio Macri, quien tras obtener un préstamo de 57.000 millones de dólares por parte del FMI, el más alto jamás concedido por el Fondo a un solo país, logró estabilizar durante una temporada larga las principales variables macroeconómicas internas. Y lo tercero -y último- que puede hacer un presidente argentino es devaluar fuertemente la moneda cuando ni el precio de la soja garantiza una entrada suficiente de divisas que financie las importaciones imprescindibles de insumos industriales, ni la insolvencia crediticia del Estado le permite ya acceder a las fuentes externas de crédito tanto públicas como privadas.
No hace falta aclarar que ese es el peor escenario imaginable, y con diferencia, para cualquier mandatario. Y es el que le ha tocado a Milei. De ahí la aparente paradoja de que, ahora mismo, suba con mucha fuerza la inflación pese a que la principal preocupación del Gobierno pasa por reducirla. Porque, con Milei o sin Milei, Argentina va a seguir atrapada en el círculo vicioso que la obliga a tener que elegir entre una hiperinflación crónica, la provocada en última instancia por la escasez de divisas, o convertir en chatarra para el desguace el 80% de un ecosistema empresarial incapaz de sobrevivir sin la protección permanente del Estado. Resulta duro y triste tener que escribirlo, pero la única salida que le queda a Argentina es Ezeiza.
*** José García Domínguez es economista.