El nuevo proteccionismo norteamericano
“El presidente Trump impondrá tributos a las mercancías extranjeras mediante un sistema de aranceles básicos universales que gravarán la mayor parte de los bienes importados. Los aranceles más elevados aumentarán de modo adicional si otros países manipulan el tipo de cambio de sus divisas o incurren en otras conductas comerciales desleales. Los planes arancelarios del presidente Trump serán el eje de una nueva estrategia industrial nacional que fortalecerá a Estados Unidos [...] También pondremos fin de modo inmediato a multitud de acuerdos comerciales injustos”.
El párrafo anterior ha sido extraído del programa oficial para un segundo mandato que el ya aspirante confirmado del Partido Republicano, Donald Trump, ha publicado en la página web de su candidatura. Toda una declaración filosófica de adhesión entusiasta a los antes tan denostados y demonizados principios proteccionistas. Algo que él mismo sintetizó hace poco ante los micrófonos de la prensa en los siguientes términos: “Creo firmemente en los aranceles. La cuestión de los aranceles resulta muy simple: es genial económicamente para nosotros, además trae de vuelta a casa a nuestras empresas”.
Por su parte, Joe Biden piensa al respecto aproximadamente lo mismo. Tan resulta así que la práctica totalidad de las barreras comerciales impuestas en su día por Trump a las importaciones chinas -y en menor medida, europeas- han sido mantenidas por la actual Administración demócrata. Por lo demás, nada demasiado sorprendente si se repasa cualquier manual de historia económica para acusar recibo de que Estados Unidos, contra lo que proclama la leyenda de su pretendida devoción nacional por el libre mercado, fue el país más proteccionista del mundo desde su fundación y durante más de un siglo y medio, el periodo que fue desde la proclamación de independencia en 1776 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945.
Lo que ahora predican Bidem y Trump no es más, pues, que retornar de nuevo a la tradición económica más antigua y arraigada de la nación. Apenas eso. Así, frente al relato canónico dominante en el imaginario popular, ese que dibuja una contraposición maniquea entre el burdo populista poseído por muy primarios e irracionales impulsos nacionalistas, por un lado, frente al líder cosmopolita portador de una visión de conjunto que propiciaría el progreso global compartido por la vía de la apertura comercial, lo cierto es que Bidem ya ha demostrado a través de sus actos concretos de gobierno ser no mucho menos contrario a la libertad de comercio que el propio Trump.
Al punto de que los 300.000 millones de dólares anuales en nuevos aranceles a las importaciones chinas, los fijados por este último durante sus cuatro años en la Casa Blanca, se acaban de incrementar en 18.000 millones adicionales tras la aprobación por el Gobierno de Estados Unidos de una nueva batería de barreras comerciales que incluye, entre otras restricciones, un arancel del 100% en aduana para cualquier vehículo eléctrico procedente de China que vaya a ser comercializado en el mercado interno norteamericano. Estamos hablando de multiplicar por cuatro el tributo previo fijado por Trump.
Lo que ahora predican Bidem y Trump no es más, pues, que retornar de nuevo a la tradición económica más antigua y arraigada de la nación
En realidad, China y Estados Unidos comparten grosso modo idéntica estrategia industrial proteccionista, en los dos casos igual de contraria en el plano de lo real y concreto a la retórica en favor del libre mercado que pregonan los segundos. No obstante, los instrumentos para tratar de alcanzar ese fin compartido se revelan muy distintos entre sí. En el caso chino, la intervención estatal para defender a sus industrias nacionales frente a la competencia occidental otorga una importancia estratégica y prioritaria a los préstamos blandos con origen en los bancos públicos del país (todos allí lo son).
A su vez, la parte del león en las ayudas institucionales a las empresas norteamericanas remite en lo esencial a subvenciones directas y desgravaciones fiscales. Una diferencia en absoluto irrelevante, toda vez que la política china consistente el vehicular la intervención estatal a través del sistema financiero, a diferencia de lo que sucede en los supuestos de Estados Unidos y Europa, permite a las autoridades gubernamentales ejercer un férreo control indirecto sobre el destino último de las inversiones de las empresas privadas.
Mientras que en Occidente son los propietarios particulares quienes en todo momento retienen la capacidad para decidir en última instancia cuáles deben ser las líneas de negocio a ampliar o poner en marcha desde cero, los bancos estatales chinos actúan como planificadores públicos encubiertos. Y lo hacen gracias a su control sobre la palanca financiera que permite otorgar recursos a ciertos proyectos en detrimento de otros. Ambos son intervencionistas, pero la sombra del viejo espíritu tutelar comunista todavía continúa manifestándose muy presente en la sala de mando de Pekín.
A este lado de la trinchera, la última palabra corresponde siempre al capital; en el otro, al Comité Central del Partido Comunista. No, no resulta una diferencia baladí. Informes del FMI estiman que esa acelerada reversión del proceso globalizador a la que asiste el mundo en este instante va a reducir la producción económica del planeta en torno al 7%. Estaríamos refiriéndonos a un encogimiento del PIB agregado de los cinco continentes equivalente al tamaño conjunto de las economías de Alemania y Francia.
Un precio que, sin embargo, muchos en Washington consideran barato si con ello se consiguiera poner fin a la ya indisimulada aspiración china de desalojar a Estados Unidos de su posición de liderazgo hegemónico tanto en la economía como en la política internacional. Algunos, los menos despiertos, aún no lo saben porque todavía no les ha llegado la fatal noticia, pero Adam Smith yace muerto a estas horas. Muerto y enterrado.
*** José García Domínguez es economista.