Bicicletas financieras sin frenos
Lo ocurrido el pasado 2 de agosto en los mercados financieros del mundo entero quizá debiera constituir motivo suficiente para iniciar una reflexión sobre si tiene mucho sentido lo que estamos haciendo con nuestras mejores mentes. Esto es, emplear a los graduados más brillantes salidos de las facultades de Economía más prestigiosas en perseguir créditos baratos por algún lejano rincón del planeta para que, acto seguido, adquieran con ellos pequeños trozos de papel en forma de acciones en algún otro rincón del planeta igual de lejano. Y siempre rezando para que el tipo de cambio de la moneda del primer país no haya subido demasiado cuando toque devolver el préstamo.
Estamos hablando de Japón y Estados Unidos, por ejemplo. Y es que seguramente seríamos capaces entre todos de encontrar formas alternativas de capitalizar mucho mejor ese talento en beneficio de la colectividad. Al respecto, en un ensayo recién publicado que cualquiera que aspire a entender el orden crepuscular en que vivimos debería leer. La derrota de Occidente, de Emmanuel Tood, se subraya que ya sólo el 7,2% de los universitarios estadounidenses estudia algún tipo de ingeniería, la tendencia justo opuesta a cuanto ocurre ahora mismo en Asia - con China a la cabeza- o en la Federación Rusa.
Lugares todos ellos donde esos conocimientos técnicos duros y orientados a su aplicación en la economía real, la tangible y productiva, concentran el grueso de las vocaciones profesionales asociadas a los currículums más destacados en la secundaria. Pero, volviendo al susto del 2 de agosto, procede recordar que una de las pocas cosas que los economistas saben sobre las recurrentes crisis cíclicas que sufre el capitalismo, y desde sus orígenes mismos en el siglo XIX, es que las recesiones se inician con un derrumbe súbito de los mercados bursátiles que se extiende más allá de las fronteras nacionales de las distintas economías, pero que de ahí no se puede inferir que esa sea la causa efectiva de las parálisis regulares que padece el sistema.
Así, constan documentadas en los manuales de Historia Económica multitud de súbitas y muy virulentas tormentas bursátiles internacionales que, sin embargo, no tuvieron ninguna consecuencia significativa sobre la economía real. Al respecto, uno de los casos más sonados en la época contemporánea fue aquel aparatoso shock del mercado que se produjo un 19 de octubre de 1987, el famoso lunes negro de Wall Street. Todo empezó, como ahora, en Asia ( Hong Kong perdió el 11% al final de la sesión), pero el seísmo global llegó tras la apertura del parquet en Nueva York, que se precipitó en picado hasta perder un 22,6% cuando sonó la campana de cierre.
Acto seguido, como parecía sugerir el sentido común, todo el mundo se preparó para el inminente Apocalípsis. Pero, sin embargo, nada hubo. Al punto de que, tan pronto como en diciembre del mismo año, la economía norteamericana ya volvía a crecer a un ritmo normal y razonable. Aparte de la bicicleta financiera japonesa a la que le fallaron los frenos, otro gran clásico de la especulación temeraria, el de las adquisiciones febriles de títulos tecnológicos cuya verdadera capacidad para generar ganancias empresariales nadie conoce en realidad, también actuó como catalizador simultáneo del desplome ubicuo en las cotizaciones del segundo día de agosto.
Y siempre rezando para que el tipo de cambio de la moneda del primer país no haya subido demasiado cuando toque devolver el préstamo
De hecho, lo que viene ocurriendo desde hace meses con los precios de los valores vinculados a los últimos desarrollos de la inteligencia artificial en el Nasdaq, esa especie de enésima fiebre del oro en torno a unos prometedores progresos informáticos pero de utilidad práctica todavía un tanto imprecisa, recuerda demasiado el precedente no tan lejano del colapso de las puntocom, aquel que coincidió con el cambio de centuria. Porque también por entonces las fantasías futuristas más quiméricas se apoderaron de la imaginación tanto de los gestores institucionales de carteras como de los inversores individuales ( repárese, sin ir más lejos, en los niveles de precios definitivamente extravagantes a los que llegaría a negociarse la acción de la hoy desaparecida Terra en el Ibex).
Unas fantasías desatadas cuyo común denominador era, y también como ahora mismo, la profunda ignorancia compartida por los actores del mercado a propósito de la naturaleza genuina de los productos sobre cuyo radiante futuro estaban apostando miles de millones en el parquet todos los días. En apenas cinco años, el intérvalo que fue de 1995 al 2000, el índice Nasdaq se multiplicó por cinco. Ganar un 500% con cualquier acción tecnológica, y en apenas un lustro, implicaba obtener un rendimiento muy normal y corriente, amén de claramente mediocre en relación a lo que podía obtenerse con los valores estrella.
Aquello acabó como necesariamente tenía que acabar, como habían acabado antes todos los castillos de naipes financieros sustentados sobre la nada cuyo origen histórico se remonta a la célebre fiebre de los tulipanes en la Holanda del XVII: con un derrumbe repentino e imparable. Y lo de ahora - decía- se parece.
No obstante, y a imagen y semejanza de lo acontecido en 1987, tampoco la cadena de quiebras corporativas en el sector que sucedió a las caídas en picado de los títulos tecnológicos tras el pinchazo de la burbuja de las puntocom ( en promedio, las bajadas alcanzaron el 80% sobre sus valores máximos previos) supuso la antesala de nada grave en el resto de la economía.
En 2001 hubo una mínima recesión en Estados Unidos, tan mínima que el PIB terminó incluso subiendo un 1% al final del ejercicio. Y tan pronto como en 2002, el asunto estaba olvidado y las cosas habían vuelto a la rutinaria normalidad habitual. Por fortuna, como ya se ha dicho ahí arriba, las series temporales certifican que no existe una correlación causal necesaria entre los terremotos bursátiles vinculados a las burbujas en el ámbito financiero, con sus consiguientes destrucciones masivas de capital ficticio en los balances de los inversores, y las crisis en la economía real. Pero, por si acaso, crucemos los dedos.
*** José García Domínguez es economista.