Aunque aplicar los corolarios de la tercera ley de Newton a la complejidad de las relaciones geopolíticas es un simple ejercicio periodístico, resulta interesante estudiar los movimientos recientes de la que se apunta como la potencia económica del futuro, frente al resto del mundo.

China acaba de anunciar que ha alcanzado ya sus objetivos de producción de energía solar y eólica planificados para 2030, nada menos que seis años antes de la fecha prevista. El gigante asiático nos tiene acostumbrados a batir sus objetivos, y en este caso, no es que los haya batido, sino que los ha literalmente pulverizado. Todo parece indicar que China logró alcanzar su pico de emisiones en el año 2023, y que desde entonces, se están estabilizando y comenzando su declive.

En la cuestión de la energía, China ha tenido claro que el despegue de su economía hacia el liderazgo mundial iba a precisar de inmensas cantidades de energía, y se ha lanzado a cubrir esas necesidades, primero con el anuncio de un despliegue masivo de centrales de carbón y nucleares, y posteriormente, en cuanto entendió que las renovables valían mucho más la pena desde un punto de vista puramente económico, con eólica y solar.

Ahora, gracias a ese fenomenal despliegue en su gigantesco territorio, el país es un líder absoluto en todas las tecnologías relacionadas con el futuro: compite y desplaza a los líderes europeos en eólica instalando enormes parques en el Mar del Norte, fabrica la inmensa mayoría de los paneles solares que se instalan por todo el mundo, fabrica y vende más vehículos eléctricos que el resto del mundo, y por supuesto, domina también en la producción de su principal componente, las baterías.

El comportamiento de China en ese sentido está siendo clarísimo: aprovechar la escala de su enorme mercado interno para convertir a sus compañías en competitivas, apoyarlas fuertemente con subsidios gubernamentales si lo considera estratégico, y salir al mercado exterior en cuanto se considera preparada para capitalizar esa ventaja, obtenida además con costes imbatibles.

El país es un líder absoluto en todas las tecnologías relacionadas con el futuro

El vehículo eléctrico es un ejemplo perfecto: el parque automovilístico chino se está electrificando a más velocidad que ningún otro país a pesar de ser, con mucho, el más grande, y eso, además de limpiar el aire de sus ciudades, hace que las compañías que fabrican esos vehículos eléctricos se vuelvan cada vez más competitivas y empiecen a amenazar los mercados de todo el mundo.

La reacción a esa estrategia por parte de Occidente también es perfectamente predecible, aunque completa y radicalmente errónea: por un lado, se queja airadamente de que Beijing riega con dinero público a sus empresas e impone aranceles a sus productos - en Estados Unidos y Canadá los vehículos eléctricos chinos tienen ya un 100% de sobrecoste - como si eso de dedicar el dinero público a hacer las empresas más competitivas no se hiciera en otros países, con el detalle de que en Occidente el dinero público se dedica a subsidiar a las compañías petroleras, la tecnología del pasado, no a la tecnología del futuro.

Por otro, impone limitaciones a determinados productos, como los chips, sin los que cree que China no podrá lograr erigirse en líder tecnológico mundial. Y se encuentra con que esa acción genera, de nuevo, una reacción por parte de China, que no solo sigue pudiendo acceder a muchos de esos chips mediante el uso de “canales grises”, sino que además, se propone hacerse mucho más eficiente para lograr una eficiencia muy superior con chips más modestos.

Ahora, tecnologías que despertaron en su adopción masiva en Estados Unidos como los modelos masivos de lenguaje o la inteligencia artificial en general están ya dominados por compañías chinas, obligadas a competir entre sí en eficiencia y, además, trabajando en muchos casos en modelos abiertos, lo que genera avances más rápidos para todos los implicados.

Ahora, China no solo es el país mejor posicionado de cara a las tecnologías del futuro, sino que además, produce cada vez más su energía de manera más eficiente, con unos costes cada vez más bajos y un rendimiento de su inversión insuperable. Mientras Occidente se dedicaba a politizar absurdamente la energía peleándose porque las renovables eran de izquierdas y los combustibles fósiles de derechas, China ha hecho un simple cálculo de servilleta, ha visto que esas renovables eran cada vez más baratas, producían cada vez más y, una vez construidas, duraban décadas sin necesitar casi inversión en mantenimiento, y se ha lanzado por esa senda como si no hubiera un mañana.

Ahora, China no solo es el país mejor posicionado de cara a las tecnologías del futuro, sino que además, produce cada vez más su energía de manera más eficiente

Tampoco es que Occidente no haga nada: Alemania ha conseguido sus objetivos de energía solar para 2024 en los seis primeros meses del año, el consumo de carbón y de gas de Europa ha sido el menor de la historia, Portugal ha necesitado obtener tan solo un 10% de su energía a partir de combustibles fósiles, Australia acaba de aprobar la instalación solar más grande del mundo… hay esperanza, pero decididamente, esa esperanza se genera mucho más lentamente que en China, y siempre está a expensas de que un posible cambio de gobierno la eche a perder..

Obviamente, es mucho más sencillo obtener esos resultados cuando eres una economía fuertemente planificada y centralizada con un poder omnímodo del estado, que cuando tienes que coordinar una descomunal jaula de grillos de inversión privada, pública y mediopensionista con elecciones y alternancias en el poder como en los países occidentales. Pero eso no quita mérito a China: tenían claro lo que querían conseguir, y lo están haciendo mucho mejor que los demás.

Políticamente, Occidente tiene claro que no quiere parecerse a China, y me parece muy razonable. Pero… ¿es posible que podamos tener algo que aprender de su ejemplo?

***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.