Alemania prefiere la decadencia de Europa
La élite de la tecnocracia europea, esa que toma todas las decisiones verdaderamente importantes que afectan a los ciudadanos de la Unión desde apenas media docena de apartados y discretos despachos en Bruselas, vive cada vez más instalada en la esquizofrenia, una afección crónica y de difícil tratamiento terapéutico, ya que carece de cura. La muestra más evidente de su progresiva deriva patológica, la que les empuja a percibir la realidad externa desde prismas no sólo contradictorios sino abiertamente incompatibles entre sí, es el célebre informe de Draghi.
Aunque no por el contenido concreto de ese papel, un vademécum de propuestas de intervención sectorial inspiradas por el afán de recuperar el viejo papel rector que tuvieron en su día las políticas industriales públicas para impulsar el crecimiento sin miedo a los dogmas ideológicos liberales, sino por el contexto en el que se enmarca su propia aparición.
Y es que hace menos de un año, a finales de enero, la crema y nata de ese exclusivo sanedrín político-funcionarial que manda en Europa, aristocracia burocrática transnacional de la que el mismo Draghi constituye uno de los más ilustres exponentes, acordó proclamar justo lo contrario de cuanto en el documento en cuestión se defiende.
Al cabo, lo que en última instancia sostiene el banquero central que salvó al euro cuando ya nadie daba una peseta por él es que Europa necesita endeudarse como nunca, y además de modo mancomunado, si aspira a no caer en una decadencia crepuscular que podría empujarla a la definitiva irrelevancia marginal frente a Estados Unidos y China. “La austeridad mata”, está susurrando entre líneas el italiano a sus iguales del olimpo de los mandarines bruselenses. Pero, mate o no, lo cierto es que el fantasma de la austeridad goza de buena salud en los pasillos del poder continental.
Tan buena que la reforma del Pacto de Estabilidad aprobada por el Parlamento Europeo a principios de año ordena que el retorno a la estricta disciplina presupuestaria, la orillada tras la pandemia, vuelva a constituir un mandato imperativo para los Estados miembros. Al tiempo que Draghi y sus hombre de blanco postulan inversiones institucionales -o sea, endeudamiento público- por un volumen anual de ochocientos mil millones de euros, Von del Leyen y sus hombres de negro ordenan severas mutilaciones de los presupuestos nacionales que, según estima la Confración Europe de Sindicatos, conllevará a partir del año que viene ajustes agregados de unos cien mil millones de euros. El agua y el aceite. Dos cosmovisiones.
Tan buena que la reforma del Pacto de Estabilidad aprobada por el Parlamento Europeo a principios de año ordena que el retorno a la estricta disciplina presupuestaria
Y en medio de esos dos mundos mentales, la realidad tangible de esta lenta y renqueante tortuga europea que contempla impotente cómo se alejan cada vez más las liebres china y norteamericana. Entre el final de la Segunda Guerra Mundial, 1945, y el cambio de centuria, la brecha de productividad entre las economías de Europa Occidental y Estados Unidos, que había sido enorme desde finales del XIX, se redujo de modo progresivo hasta casi augurar su pronta desaparición. En aquel mundo de ayer ya extinguido, el de la rutinaria gestión keynesiana de la demanda y las audaces políticas redistributivas financiadas con impuestos a las rentas altas, principal bandera de la socialdemocracia clásica, Europa y Estados Unidos disminuyeron a apenas un 10% el diferencial entre las respectivas productividades.
La tendencia estadística sugería que la convergencia efectiva andaba ya al caer. Pero entonces llegó el nuevo siglo y, con él, el euro, aunque todos tengamos bien aprendido que correlación no es sinónimo de causalidad. Y a partir de ahí, las tornas cambiaron. Para mal, huelga decir.
Así, entre 2002 y 2023, el PIB de China ha crecido a un promedio anual del 8% y el de Estados Unidos al 2%, mientras que el de la Unión Europea a duras penas alcanzó un 1,4%. China, ya se sabe, juega en otra liga porque habita otro universo. Pero, a lo largo de los últimos 20 años, Europa ha crecido un 13% menos que Estados Unidos. Quizá Draghi no ande tan desencaminado con sus augurios fatalistas sobre la decadencia y el ocaso.
Porque tras ese lenguaje suyo tan asépticamente convencional, el propio de los gestores corporativos surgidos de las altas escuelas de negocios, lo que deja entrever Dragi es que el ciclo doctrinario neoliberal inaugurado por Thatcher y Reagan a principios de la década de los ochenta ya ha llegado a su final definitivo. Europa, a su juicio, no puede continuar obviando por más tiempos los dos supremos condicionantes estratégicos que están determinando las nuevas reglas del juego en el escenario internacional.
Por un lado, esa especie de inopinada revancha de la Guerra Fría en la que dos antiguas potencias comunistas, ambas recicladas ahora en modelos paradigmáticos de un novedoso capitalismo de preeminencia política sobre el poder de los mercados y con acusados rasgos nacionalistas y colectivistas, desafían al todavía gran líder hegemónico global, Estados Unidos, tanto en el frente económico como, sobre todo, en el plano militar. Por otro, el retorno ya claro y desprovisto de disimulo cosméticos del proteccionismo a escala planetaria.
Lo que deja entrever Dragi es que el ciclo doctrinario neoliberal inaugurado por Thatcher y Reagan a principios de la década de los ochenta ya ha llegado a su final definitivo
Un proteccionismo abierto y sin máscaras que los otros dos actores principales del tablero planetario, Norteamérica y China, vehiculan, más allá del recurso al viejo arsenal arancelario de aromas casi decimonónicos, apelando al principio filosófico de que, frente a lo que establecía la declinante ortodoxia canónica en retirada, el Estado no forma parte ya del problema sino, bien al contrario, de la solución.
Pero ese retorno triunfal del Estado a la órbita económica coge con el pie cambiado a Europa. Porque China es un Estado-nación, Norteamérica es un Estado-nación, pero la Unión Europea es Alemania y veintiséis más; únicamente eso. Lo que convierte en políticamente inviable la propuesta de Draghi para rescatar a Europa de la senda hacia la definitiva insignificancia no remite a su naturaleza intervencionista, sino al rechazo expreso de Alemania a asumir el papel de partera de una Europa que ambicione ser algo más que apenas una zona de libre cambio. Berlín prefiere la decadencia. Y ya la está empezando a saborear.
*** José García Domínguez es economista.