Al margen de la cuestión de la vivienda, pocos problemas debe haber frente a los que igual la derecha que la izquierda se aferren con tanta convicción al pensamiento mágico en su común huida de la realidad. Así, la derecha sigue convencida de que bastaría con cruzarse de brazos, no sin antes haber liberalizado completamente el suelo, para que las fuerzas del libre mercado obrasen el prodigio de resolver la principal necesidad vital que angustia al grueso de la población española menor de cuarenta años.
A su vez, la izquierda comparte, y con idéntica fe del carbonero, la creencia en que una intervención decidida por parte de los poderes públicos en el sector inmobiliario, tanto topando los precios máximos de los arriendos como impulsando ambiciosos planes para la construcción de inmuebles de titularidad estatal, constituye la vía para solventar ese déficit crónico. Vayamos, pues, con el primer mito, el de la liberalización del suelo. Tras esa idea tan sencilla y tan repetida machaconamente hasta la saciedad, lo que subyace es un profundo desconocimiento de cómo funciona en el mundo real el sector de la promoción inmobiliaria.
Porque la idea, de entrada, parece de sentido común. Se basa en el razonamiento, en apariencia tan sensato, de que las casas son caras para los posibles compradores porque el suelo sobre el que se asientan sus cimientos resulta ser, a su vez, caro. Así establecida la premisa mayor, sus defensores postulan una solución obvia, a saber: que se incremente de modo exponencial la oferta de solares urbanizables, vía las oportunas modificaciones jurídicas que remuevan los obstáculos administrativos que impiden edificar sobre ellos, y la inmediata caída de los precios en el mercado del suelo, fruto de la competencia entre muchos más oferentes que antes, llevará a una ulterior bajada de los precios de venta de los pisos.
Suena bien, muy bien. Sin embargo, ese razonamiento resulta ser completamente erróneo, de principio a fin. Y resulta ser erróneo, de principio a fin, porque, como sabe cualquiera que alguna vez haya trabajado en el sector de la construcción, las cosas funcionan justo al revés. No es el mayor o menor precio pagado por el solar lo que después repercute en el coste final de la vivienda para el comprador; bien al contrario, el dinero que el constructor paga por el solar es el que está determinado por el precio al que ya tiene decidido a priori vender los pisos.
No ocurre que el suelo sea caro y ello encarezca las viviendas; lo que sucede es que los pisos se encarecen (dada la gran demanda solvente que existe en algún instante) y, a consecuencia de eso, los vendedores del suelo exigen más dinero por sus terrenos a los constructores. El problema último de los precios, pues, no remite a la escasez o abundancia de suelo. No hay ninguna razón, por ejemplo, para que el precio del suelo en Barcelona, una ciudad encerrada entre el mar y la montaña, deba subir siempre en razón de su inevitable escasez crónica.
El problema último de los precios, pues, no remite a la escasez o abundancia de suelo
De hecho, en Japón, una pequeña isla superpoblada de gente hasta los topes, el precio del suelo urbanizable ha caído ya más del 50% desde finales del siglo XX hasta hoy. Eso, que cualquier albañil con estudios básicos conoce de sobras, lo ignoran muchísimos académicos de prestigio que nunca en su vida han pisado una obra. Y después están las otras leyendas, las de la izquierda; unas leyendas en las que, más pronto o más tarde, siempre sale a relucir el nombre de una gran ciudad centroeuropea como modelo ideal a imitar: Viena.
La capital de Austria, en efecto, constituye una prueba del éxito de las políticas de vivienda socialistas cuando son ambiciosas y, sobre todo, sostenidas en el tiempo. Así, esos más de cien años de socialismo inmobiliario, los que distinguen a Viena como un caso único en Europa, han llevado a que el municipio, un lugar con más de dos millones de habitantes y donde el sueldo medio mensual vuela algo por encima de los 4.757 euros correspondientes al país en su conjunto, el alquiler de una vivienda municipal de 80 metros no sobrepase en ningún caso la cifra de 900 euros. Y con jardín comunitario incluido.
Unos muy asequibles arriendos que acostumbran a extender su duración de modo vitalicio y que se corresponden con la forma de vivienda habitual adoptada por el 60% de los vieneses, más de la mitad del padrón. No obstante todo lo dicho hasta ahora, procede subrayar que Viena sólo representa el éxito urbano de la vieja socialdemocracia, la hoy casi extinguida en todos los rincones de Occidente, no el del cosmopolitismo multicultural y globalista que tanto aprecia la nueva doctrina socialliberal que después vino a ocupar su lugar. Porque la clave del éxito del modelo de Viena remite a una restricción clave que nunca se quiere airear demasiado por sus apologetas de la izquierda continental.
La clave del éxito del modelo de Viena remite a una restricción clave que nunca se quiere airear demasiado por sus apologetas de la izquierda continental
Al punto de que resulta casi un secreto, dado el discreto silencio unánime que los entusiastas del modelo guardan sobre el particular. Y es que no cualquiera puede reclamar el derecho a disfrutar de uno de esos alojamientos idílicos con alquiler acotado. Porque las limitaciones de la renta personal fijadas para poder acceder a ellos establecen un techo máximo (100.000 euros netos -después de impuestos- para una pareja con dos hijos) que únicamente excluye a los ricos y muy ricos locales, un segmento que apenas supone el 20% de la población del municipio.
Pero la verdadera criba entre los aspirantes potenciales se recoge en una norma adicional. Se trata de la que exige de modo imperativo e ineludible que todos los arrendatarios del parque municipal de viviendas posean la nacionalidad de un país miembro de la Unión Europea. Algo que, en la práctica, deja fuera del reparto a la práctica totalidad de los inmigrantes. Y justo por eso funciona. Aunque no se pueda reconocer, claro.
*** José García Domínguez es economista.