Los beneficios del libre comercio son una de las escasas cuestiones macroeconómicas sobre las cuales existe una cuasi unanimidad entre los economistas. La eliminación de las barreras comerciales aumenta la especialización de la producción, eleva la productividad, impulsa el crecimiento y los consumidores tienen la posibilidad de acceder a bienes y servicios más baratos y de mejor calidad.
A pesar de ello, el proteccionismo, como todas las falacias económicas, nunca muere y esto es lo que sucede ahora y con especial intensidad en el país que desde el final de la II Guerra Mundial lideró la agenda liberalizadora de los movimientos de bienes, servicios y capitales a escala global.
En estos momentos, el renacer del proteccionismo en los países desarrollados se sustenta en una hipótesis fundamental: la competencia desleal de los países emergentes destruye puestos de trabajo y es el origen del declive de la industria en las economías avanzadas.
Ante esta situación es imprescindible imponer aranceles a las importaciones procedentes de aquellos, lo que incrementaría el empleo y permitiría recuperar la actividad industrial. A simple vista, este enfoque parecería plausible. Sin embargo, no lo es.
De entrada, la potencial mejora de la posición de los trabajadores ubicados en los sectores protegidos de la competencia de las importaciones por los aranceles empeora la de los ocupados en otros sectores.
En primer lugar, la de los empleados en compañías que utilizan bienes importados como insumos en sus procesos de producción. El aumento de su coste producido por los aranceles afecta de manera negativa a su actividad productiva y, en consecuencia, conducirá a pérdidas de empleo.
En segundo lugar, cuando un Estado impone aranceles de manera unilateral, sus socios-competidores también lo harán. Ello reduce su capacidad exportadora, lo que en última instancia perjudica a los trabajadores de los sectores protegidos.
El proteccionismo, como todas las falacias económicas, nunca muere
De igual modo, la idea repetida una y otra vez por los proteccionistas, según la cual gravar las importaciones hará volver a casa a las empresas que han deslocalizado hacia el exterior la totalidad o parte de su cadena de valor, es un ejercicio voluntarista.
En cualquier caso, si eso sucede y las compañías decidiesen retornar a su país nativo, lo harán con unas tecnologías de producción completamente diferentes a las existentes hace 40 años y, por tanto, su demanda de trabajadores poco cualificados será muy inferior a la existente en el mundo previo a globalización.
Por otra parte, los consumidores, en especial, aquellos con menores niveles de ingresos, se ven muy dañados por los aranceles. Estos son un impuesto sobre el consumo y, en consecuencia, reducen el poder adquisitivo de las familias y de los individuos y, en consecuencia, su nivel de vida.
Son una transferencia forzosa de ingresos de la mayoría a la minoría protegida por las barreras arancelarias, una política de redistribución de la renta regresiva e injusta.
Quizás sea comprensible que el ciudadano promedio considere ciertas las falsas verdades y promesas del proteccionismo. Ahora bien, las experiencias personales de un trabajador o de un empresario son malas guías entender el funcionamiento de una economía.
A ese erróneo enfoque se le denomina falacia de la composición. Cada uno, individualmente, puede salir adelante si el gobierno obliga a los demás a comprarle sus productos. Pero esas medidas, a simple vista benéficas, son dañinas para el conjunto de la economía y para el bienestar de los ciudadanos.
Otro argumento falaz es sostener la conveniencia-justicia de imponer un arancel para proteger el empleo o a las empresas de, por ejemplo, Madrid o Cataluña frente a las importaciones baratas procedentes de un estado/s X, Y o Z.
¿Por qué no se aplica esa misma lógica dentro del territorio nacional a los bienes o servicios importados por esas dos autonomías de otras comunidades autónomas cuyos salarios son más bajos?
Las experiencias personales de un trabajador o de un empresario son malas guías entender el funcionamiento de una economía
A quien pierde su puesto de trabajo o ve desaparecer su compañía no le importa de dónde vienen los competidores causantes de esos quebrantos. Pero ahí no termina la historia.
Cuando una empresa marroquí vende un producto en España, esta transfiere dinero a Marruecos.
Los marroquíes no se quedan sentados sobre aquel. Lo usan en parte para adquirir bienes y servicios españoles, lo que explica el superávit comercial de la Vieja Piel de Toro con el Reino norteafricano, y en parte para comprar cosas de otros países.
Y los destinatarios de esos euros también dedican una proporción de ellos a consumir productos o a invertir en activos españoles. Los proteccionistas olvidan o ignoran esta cuestión.
Por último, los proteccionistas son o suelen ser a la vez firmes opositores a la inmigración.
Esto resulta incongruente. Los flujos migratorios son el resultado de la falta de oportunidades y de desarrollo económico de los países emisores y esto es, sin duda, resultado de sus ineficientes marcos institucionales, pero también de las restricciones al libre comercio existentes en los estados desarrollados.
Al no poder exportar bienes, exportan individuos y con mayor intensidad cuanto mayor sea la brecha de nivel de vida con aquellos.