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En los últimos cuatro años, el gobierno español ha desplegado una estrategia sigilosa pero contundente de intervencionismo económico. Utilizando la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI) como brazo ejecutor, ha tomado posiciones en empresas clave bajo el pretexto de su carácter estratégico.
Desde Naturgy y Telefónica hasta Indra y Talgo, la SEPI ha intervenido en el mercado con dinero público, alterando el equilibrio natural del sector privado y dejando en el aire una pregunta fundamental: ¿Tiene un gobierno la potestad moral y económica de definir qué es de interés estratégico?
Las recientes noticias que apuntan a que su próximo movimiento, desde Telefónica, será Prisa, grupo de medios de comunicación dueño de El País y la Cadena SER, evidencian que la intervención no se limita a sectores como la energía o la defensa. Ahora, el Estado busca una influencia directa en el cuarto poder.
La excusa es la misma: la defensa de intereses nacionales, esta vez en el ámbito informativo. Pero el dilema es obvio: un gobierno financiando con dinero de los contribuyentes su propia capacidad de influir en el debate público es una deriva preocupante.
El intervencionismo estatal en sectores clave no es nuevo, pero su escalada en España adopta una lógica más cercana al capitalismo de Estado que a la economía de mercado. La justificación de que estas empresas son de interés estratégico resulta arbitraria y discrecional. ¿En base a qué criterios se decide que Naturgy es estratégica, pero no otras energéticas? ¿Por qué Indra y no otras tecnológicas? ¿Y ahora Prisa?
El intervencionismo estatal en sectores clave no es nuevo, pero su escalada en España adopta una lógica más cercana al capitalismo de Estado que a la economía de mercado
El caso de Telefónica es especialmente paradigmático. Su rol en la infraestructura crítica del país podría justificar cierto grado de protección, pero la intervención a través de la SEPI introduce un conflicto de interés evidente. No se está rescatando una empresa en crisis, sino tomando participaciones en una compañía rentable y cotizada en bolsa. ¿Es el Estado un actor económico más o un regulador que juega con ventaja? La distorsión de mercado es evidente.
Pero un hipotético asalto a Prisa eleva el problema a otro nivel. Si un gobierno, mediante un instrumento público, decide tomar posiciones en un grupo mediático, la independencia editorial queda irremediablemente comprometida. La idea de que un ejecutivo, que ya controla la radiotelevisión pública, extienda su influencia sobre medios privados supone un precedente inquietante para la pluralidad informativa y la salud democrática del país.
Históricamente, las economías más dinámicas han sido aquellas en las que el sector privado opera sin interferencias estatales arbitrarias. El papel del Estado debería ser el de un garante de la competencia, no el de un participante que, al tiempo que regula, juega con dinero ajeno. La SEPI, en lugar de ser un vehículo de protección de la economía nacional, se está convirtiendo en una herramienta de intervencionismo disfrazado de estrategia.
Esta tendencia tiene un coste. La inversión extranjera observa con recelo cómo el gobierno interviene en empresas cotizadas, generando incertidumbre y dudas sobre la seguridad jurídica. En un mundo globalizado, donde la competitividad de los mercados es clave, la imagen de un Estado que actúa como accionista omnipresente es una señal de alerta para los inversores.
El dilema moral es evidente: cuando el dinero público se utiliza para comprar participaciones en empresas privadas, el ciudadano deja de ser un contribuyente para convertirse en un financiador forzoso de una estrategia económica de tintes políticos. Y si el Estado decide qué empresas son estratégicas y cuáles no, el concepto de libre mercado se convierte en una ficción.
La pregunta final es inevitable: ¿hasta dónde llegará esta política de intervencionismo encubierto? Si hoy se justifica la participación estatal en tecnológicas, banca, energéticas y medios de comunicación, ¿cuál será el siguiente sector en la lista? La línea entre un Estado protector y un Estado controlador es difusa, y España está peligrosamente cerca de cruzarla.