La pandemia del coronavirus está siendo extremadamente implacable con los mayores: son la población más vulnerable, la que presenta un mayor riesgo ante los efectos del COVID-19. Y las residencias de ancianos se han convertido desde el principio del brote en uno de los epicentros de mortalidad en España. Así lo reflejan las estadísticas recabadas por este periódico: al menos dos mil personas han fallecido en estos centros, con especial incidencia en los de la Comunidad de Madrid, donde se han registrado la mitad de los casos.
Pero en medio de ese horror e impotencia ante la propagación de la enfermedad en los geriátricos resiste estoicamente el grueso del personal, trabajadores anónimos como los médicos, enfermeras o policías a los que aplaudimos desde los balcones, que también se juegan diariamente la vida para proteger a los ancianos. No pertenecen a la familia de los internos, pero les quieren y les abrazan igual, y les apoyan en estos días de soledad y desconcierto. Son estampas camufladas por el terror de las cifras, la imagen que no se ve..
Desde primera línea de peligro, su esfuerzo diario provoca lo que casi parece un milagro: que no haya contagios. "Nuestro principal y último objetivo es el bienestar de los residentes", dice Belén Fernández, psicóloga en la residencia Orpea Pinto II, donde hasta el momento no se ha registrado ningún positivo por coronavirus. "Aunque las familias no puedan estar a su lado, los mayores están acompañados. Los equipos de los centros estamos ahí, que sepan que lo estamos dando todo, dejando incluso a un lado a nuestros propios seres queridos. Ya pasamos más tiempo aquí que en nuestras casas".
"Esto está siendo muy duro, pero quiero romper una lanza por todo el personal que se está dejando la piel en los centros, están comprometidos física y emocionalmente con los mayores", añade Silvia Lores, médico coordinadora de Orpea. "No es justo que solo se vean las noticias negativas, los trabajadores se sienten muy frustrados porque encima del esfuerzo que hacen se está poniendo en tela de juicio y se especula sobre su labor de puertas para dentro". La presión resulta doble: la generada por la emergencia sanitaria y la del tribunal público.
El coronavirus, que se muestra letal con la población más envejecida, se filtra y multiplica en sus hogares de cuidado, lo que ha suscitado un terremoto de acciones de prevención del contagio: la Unidad Militar de Emergencia (UME) ha llevado a cabo labores de desinfección en cerca de 2.000 de estos centros, y desde las instituciones públicas se destinan recursos y ayuda para tratar de combatir la pandemia con los mayores medios posibles.
Pero la crítica situación también ha obligado a los geriátricos a una reorganización exprés de su funcionamiento, a una multiplicación de funciones. Por ejemplo, convertirlos, con los medios disponibles y limitados, en una suerte de hospital: "Estamos haciendo un abordaje mucho más medicalizado en los centros, una atención casi hospitalizada, porque derivar a los enfermos a los hospitales es ahora más complejo", explica la médico Silvia Lores. Doctores, geriatras y centros de salud se coordinan para acceder al material farmacológico (antibióticos, vías, sueros, analgésicos) y prestarlo en la misma residencia, donde los test no llegan y hacen que la contención del virus se dificulte.
Ese ambiente de atención individualizada, señala la experta, resulta más propicio que el traslado de un anciano contagiado a una UCI saturada, que no dispone de los equipos suficientes: "Enviarlos a un contexto estresante y desconocido a veces provoca más sufrimiento. Lo menos agresivo es mantenerlos en el centro con unos cuidados como en el hospital, haciendo lo mismo que le iban a hacer allí, y evitas llevarlos en ambulancia, que los pongan en una cama en medio de un pasillo rodeados de gente y que se vean sin personas conocidas a su alrededor". En muchos casos, los centros de salud, tras realizar un diagnóstico presuntivo a los residentes, recomiendan no derivarlos a los hospitales porque no dan abasto, no barajan siquiera enviar la ambulancia.
Los protocolos
Desde que se agudizó el brote, las residencias del grupo Orpea —un par de la capital han sido golpeadas por el COVID-19— han implantado cuidadosos protocolos de protección. Además de cumplir la orden del Ministerio de Sanidad de establecer cuatro grupos entre los residentes —positivos, sintomáticos, sin síntomas pero en aislamiento preventivo y asintomáticos—, estos permanecen en sus habitaciones, donde se les sirve la comida de forma individual y cumplen con sus terapias. El comedor y las zonas comunes están desiertas, salvo contadas excepciones y paseos de aquellos enfermos a nivel cognitivo que lo precisan. A todos los sospechosos de contagio se les toma la temperatura dos veces al día.
¿Y cómo responden al ver en la televisión los estragos que el coronavirus está provocando entre sus coetáneos? "La reacción inicial es de incertidumbre", señala la psicóloga Belén Fernández. "Intentamos estar muy presentes en las habitaciones para poder explicarles la situación, que les genera bastante ansiedad, pero sin distorsionar la realidad: no les podemos mentir, hay que intentar explicarles cómo se está gestionando, por qué llevamos mascarillas y protecciones y que vean la realidad de nuestro centro". "Los primeros días estaban todos asustados, se sentían vulnerables", añade Silvia Lores. "Después, alguno ya se lo tomó más en broma: 'De algo hay que morir', decían. Pero en general la actitud ha sido de aceptación de la situación".
La comunicación permanente también resulta esencial para disipar la intranquilidad de las familias. La residencia Orpea Pinto II, con 144 plazas, suele acoger numerosas visitas de descendientes de los internos en circunstancias normales. Ahora nadie puede acercarse hasta allí, pero se está intentando mantener el contacto diario a través de llamadas telefónicas o de vídeo, e incluso cartas escritas. "Las videoconferencias son fenomenales para todos, también para los residentes con deterioro cognitivo: al principio les choca ver a sus seres queridos por una pantalla, pero reconocen los rostros y las voces, y se emocionan, se quedan mucho más sosegados", describe la psicóloga.
También tratan de informar constantemente a los allegados de los mayores sobre cuál es su estado y cómo van evolucionado, de mostrar empatía y generar confianza. "Yo he llamado todos los días a los familiares de mis pacientes que se encontraban en unidades de aislamiento", defiende la doctora Lores, que a su vez forma y controla al resto de su equipo en las medidas de protección y desinfección. "No tengo miedo de propagar el virus porque si hago lo que tengo que hacer me protejo y al mismo tiempo protejo a los demás".
Doble esfuerzo
La crisis ha hecho remar a todos los empleados de las residencias en una única dirección. Han cambiado los horarios, los planillos y las funciones —los fisioterapeutas han pasado a servir comidas, por ejemplo—, pero los mayores, los más frágiles, siguen disponiendo de toda la atención posible. Para recompensar ese "doble esfuerzo inhumano", la empresa ha decidido aumentar las nóminas mensuales del personal que está en primera línea entre 500 y 1.000 euros, según informa un portavoz a este periódico.
El Grupo Orpea, que cuenta en España con medio centenar de centros de atención a personas mayores y dependientes, está pudiendo gestionar las carencias de material sanitario para sus trabajadores con adquisiciones privadas. Si únicamente dispusieran de los recursos proporcionados por las administraciones públicas no tendrían suficiente, la situación sería mucho más preocupante, como desgraciadamente sucede en otros centros públicos.
Además, como en todas las residencias de ancianos, han tenido que combatir la ausencia de parte del personal. "Las plantillas se diezman por dudas, por propio absentismo o por miedo", señala este portavoz, que explica que cuando uno de los auxiliares presenta el menor síntoma se le retira del servicio y se le pone en cuarentena. La falta de test provoca que las reincorporaciones se alarguen más de lo previsto. En marzo, la compañía ha contratado a un total de 704 personas; y también ha puesto a la disposición de sus más de 5.600 empleados un servicio de atención psicológica en colaboración con la Clínica López Ibor, para ayudarles a gestionar las emociones de residentes y familiares en las complicadas circunstancias actuales.
"Si desde fuera no nos aplauden, vamos a hacerlo nosotros", resume la psicóloga Belén Fernández, incidiendo en la importancia de apoyarse entre profesionales de unos centros y otros cuando se registren circunstancias de mayor frustración. ¿Pero qué es lo más duro de todo esto? Responde la médico Silvia Lores: "Estar viendo que personas que estaban estables, con sus patologías pero con funcionalidad, con las que habías trabajado y conseguido mejorar su calidad de vida, de repente su salud comienza a deteriorarse de forma franca y fallecen". La impotencia ante el maldito virus.