Víctor González (32), ascensorista de profesión, estaba reparando un elevador como cualquier otro día. Cuando a mitad de la mañana sonó su teléfono. Lo cogió con cierta parsimonia: un cliente más, pudo pensar. Pero no. Se equivocaba. Era una llamada que él y su mujer, Amparo Gabarre (23) llevaban más de tres años esperando.
Era finales de febrero y ya había cierto ronroneo de noticias sobre un virus infeccioso, instalado en Italia, que amenazaba España. Al otro lado del móvil, la doctora Esther Ramos saludaba desde el Hospital Universitario de la Paz, en Madrid. “Ha surgido un posible donante para su hijo; todavía no puedo confirmarte si los órganos del donante serán válidos, pero debéis salir lo antes posible hacía Madrid". De forma inmediata, la familia fue trasladada en ambulancia hasta la estación de Sants, en Barcelona, y de allí en AVE hasta Madrid.
La doctora Ramos sabía mejor que nadie que no había tiempo que perder. “Necesito que, en caso de ser afirmativo, el pequeño Víctor esté antes de seis horas aquí para prepararle para la cirugía”. Mientras recibe esa noticia, Amparo, la madre del niño, observa como su hijo dibuja en una pizarra magnética, en una de las habitaciones del Hospital Sant Joan de Deu de Barcelona. Llevan ingresados varias semanas, tras un nuevo bajón físico del pequeño, de tres años, a causa del fallo intestinal que padece desde antes incluso de nacer.
“Nos pasábamos el día jugando, desde por la mañana hasta por la noche, intentando que el tiempo pasase más deprisa con un único objetivo: ese trasplante que cada vez se nos hacía más difícil esperar”, cuenta la madre, en una entrevista con EL ESPAÑOL, con una sonrisa que lo ilumina todo. “Empezábamos a temer que nuestra oportunidad no iba a llegar nunca. El niño empeoraba, los últimos meses apenas habíamos podido salir del hospital en días puntuales, cada vez lo notábamos más cansado, más débil. Sabíamos que, si no llegaba esa llamada, estábamos muy cerca de su final”, añade Amparo.
Seis órganos
Después de casi tres años conectado a máquinas de alimentación parenteral para poder vivir. Víctor, nuestro pequeño héroe de Barcelona, iba a recibir por fin un trasplante de seis órganos en la capital de España. Todo esto sucedió a finales de febrero, hace ahora dos meses, cuando los centros hospitalarios de todo el país, especialmente los de Madrid, se preparaban para afrontar la pandemia más agresiva de la historia reciente.
Este viernes, 24 abril, el pequeño Víctor recibía el alta tras ocho semanas entre la UCI y la planta de Rehabilitación Intestinal del Hospital La Paz. Su historia es mucho más que una lección de esperanza en medio de la tragedia pandémica, que ha dejado cientos de muertos en este mismo centro sanitario.
Victor, nacido el 8 de febrero de 2017, es un niño dicharachero y alegre, que habla hasta por los codos. Le gusta cantar. Su canción preferida no es Resistiré del Dúo Dinámico, aunque podría haber sido compuesta dedicada a su vida misma. Él prefiere La Rana Remix o El Caballo Percherón.
Tiene tres años y dos meses de vida y lleva, según su historial clínico, casi tres años en lista de espera. Toda una vida. Como los mil y pico días de sus padres, Víctor y Amparo, con el teléfono siempre encendido, esperando a que sonara desde Madrid.
La historia de superación de esta familia comienza cuando Víctor y Amparo, siendo menores de edad, se conocen en las calles del barrio Canserra (Hospitalet de Llobregat, Barcelona) en el que ambos vivían, y surge el amor a primera vista. Se reencuentran en Esplugues de Llobregat y ya no vuelven a separarse nunca. Ella, de etnia gitana, la séptima hija de una familia de diez hermanos. Él, hijo único, se encandila de la personalidad fuerte y decidida de Amparo. En pocas semanas están casados y deciden formar una nueva familia.
Gastrosquisis
Llevaba 27 semanas embarazada cuando les dijeron que algo iba mal. “Tras una ecografía rutinaria me dijeron que el niño venía con gastrosquisis”. Sintió que el mundo se deshacía bajo sus pies. Buscó en cientos de páginas de internet toda la información posible. Leyó artículos clínicos en los que no entendía nada, preguntó en foros si existían tratamientos posibles. Se repetía si aquello podía tener consecuencias neurológicas para el bebé. En menos de dos semanas, el bebé llegaba de forma prematura.
“Tardé cuatro días en poder verle. Estaba en una incubadora, lleno de cables, y yo me encontraba física y psicológicamente destrozada. Ni siquiera tenía fuerzas para mirar a los ojos de mi hijo”. Y, en cambio, al conocerle todo cambió. El Víctor, como le llaman en casa, “lleva escrito que es un luchador en la frente, enseguida supe que había venido al mundo para quedarse, que pese a lo pequeñito e indefenso que parecía, tenía muchísimas ganas de vivir”. Amparo y Víctor forman junto a su hijo un equipo de tres que nunca ha dejado de apoyarse.
Fue en el Hospital Sant Joan de Deu donde les hablaron de la posibilidad de un traslado a Madrid, tras haber tenido ya varias cirugías en sólo cinco meses. Fue en La Paz donde valoraron y vieron viable hacer al pequeño Víctor un trasplante único, en el único hospital de referencia en fallo intestinal que existe en España. Empezó entonces una doble vida a caballo entre dos ciudades, dos hospitales, dos equipos médicos.
“No sabemos cómo agradecer a los dos hospitales que han cuidado a mi hijo. En Barcelona nos han atendido para dejarnos estar cerca de casa en los ingresos más frecuentes. En La Paz, en las revisiones generales y ahora en el trasplante, también. Cuando llegamos a Madrid, a través de la asociación de pacientes NUPA, empezamos a conocer muchos casos. Son muchos niños que llevaban años trasplantados de hasta ocho órganos y tenían una calidad de vida muy buena. Eso nos devolvió la esperanza y nos dio muchas fuerzas para seguir luchando”.
La operación
Finales de febrero. En el Hospital de La Paz, la dirección médica todavía no es consciente de lo que se les avecina con el coronavirus. Pero pronto serán conscientes. Cuando el pequeño Víctor aún está en la UCI, esta área hospitalaria se ira llenando de enfermos mayores con problemas respiratorios, infectados por el COVID-19.
En Madrid toda la intervención del pequeño Victor, en cambio, iba rodada. El equipo de enfermería empezó a preparar al niño en cuanto se produjo el ingreso. En la operación participaron más de una docena de profesionales, entre cirujanos, grastroenterólogos, anestesistas, intensivistas, enfermeras y auxiliares. "La movilización fue brutal", comenta una persona que fue testigo de la operación, que duró algo más de 12 horas. "Una cirugía muy rápida para una operación de este tipo, en la que suelen surgir complicaciones, cosa que no ocurrió”, puntualiza una persona próxima a la familia.
"La noche fue eterna", recuerda la madre. El futuro volvía a existir para la familia González. A las siete de la mañana, los cirujanos salieron por fin del quirófano: habían terminado. Todo había sido un éxito. Víctor había recibido un estómago nuevo, el hígado, el duodeno, el intestino delgado, un segmento del colón y el páncreas. “Verle tan distinto después de la operación fue impresionante”, relata la madre. “A las pocas horas sufrió una parada cardiorrespiratoria, los médicos tuvieron que reanimarle. Son momentos muy borrosos”, dice la madre. La alegría y el miedo se intercambian los papeles en cuestión de segundos.
Sin ver a su hijo
La pandemia por el coronavirus ha sumado muchos nervios a una situación que no podía ser más difícil. “Nuestro hijo, en el posoperatorio de la cirugía pediátrica más agresiva que existe, y el hospital entero se convierte en una batalla campal contra un virus del que se desconoce casi todo. Me prohíben visitar a mi hijo y a mi mujer para protegerles, creen que es peligroso que haya más acompañantes que uno por familia. Me he pasado casi los dos últimos meses encerrado en una habitación de la casa de acogida de la asociación de pacientes NUPA, con otra familia y su hijo en fase de recuperación, cuidando muchísimo el contacto. Es como para volverse loco. En una ciudad que no es la tuya, lejos de tu familia y separado de tu mujer y de tu hijo en uno de los momentos más importantes de nuestra vida”, cuenta el padre, Victor Gonzalez.
El niño tampoco lo llevó bien. Los padres sabían que lo prioritario era minimizar el riesgo de contagio, y que eso hubiese podido desestabilizar además la adaptación del injerto donado. Les hicieron las pruebas del COVID-19 en varias ocasiones, a varios los niños de la planta. Si alguno daba positivo, se lo llevaban a otra zona del hospital.
Cada vez que Víctor, mientras se recuperaba, tenía unas décimas de fiebre o vómitos, se le repetían las pruebas. Los nervios, de punta. La enfermería tomó todas las medidas de precaución posibles. “Mantenían la distancia de seguridad con el niño siempre que podían, intentaban no meter maquinaria externa dentro de la habitación del niño, se desinfectaba todo continuamente, nos indicaban como dar la medicación a las mamás para evitar tocar el personal todo lo que iba a necesitar el niño después”.
En La Paz se han hecho enormes esfuerzos por evitar que los pacientes que sufrían otras patologías se contagiaran. Se ha evitado entrar en las habitaciones para protegerles, pero la tristeza no era esquivable. Sabían que mientras Víctor volvía a nacer por segunda vez, cientos de personas estaban muriendo a pocos metros. La vida y la muerte eran hermanas siamesas.
En aquellos días de desasosiego esperando el alta, que se produjo este viernes, encender la televisión era angustioso en vez de relajante. “Estábamos encerrados, intentando disfrutar de nuestra nueva oportunidad, pero tristes porque sentimos la tristeza de tantos miles de familias”, recuerda afligido el padre. El sentimiento agridulce de ganar, cuando a tu entorno le toca perder.
El alta hospitalaria
Este viernes, tras dos meses de ingreso y después de una operación arriesgadísima para un niño de poco más de tres años, el día soleado en Madrid invitaba a la alegría. “Pero también nos asusta el camino de vuelta, que tengamos que parar, que en el coche que tenemos que alquilar para volver tengamos cualquier problema, que nos ponga en riesgo, pero nos parece más seguro que ir en AVE o en una ambulancia donde viaje un sanitario que haya podido estar en contacto con otros pacientes”, narra el progenitor.
A Víctor y a Amparo les da miedo volver a casa, pero la ilusión gana con creces. Los tíos y abuelos esperan en Barcelona, contando los minutos para ver con sus ojos la nueva vida de El Víctor, como llaman al pequeño.
“Quizás al llegar pasemos por delante de casa de sus abuelos, sin bajar del coche ni abrir las ventanillas, porque sabemos que del confinamiento en el Hospital La Paz nos vamos a otra cuarentena en nuestro domicilio. No queremos visitas ni salidas hasta que pase todo esto. Sabemos que todo saldrá bien, pero no queremos jugar a la ruleta rusa nunca más”.
Se despiden del hospital con un homenaje a los enfermeros y los doctores que les han atendido en este tiempo. Un pasillo lleno de batas blancas que todavía tienen ánimos y energía para aplaudir a un pequeño héroe sin capa que corre decidido hacía su nueva vida. Saben que Víctor es la ilusión que ha renacido en medio de la tragedia. El homenaje es mutuo, la sonrisa de los padres y la confianza de ver a Víctor crecer compensa todo esfuerzo.
El riesgo del Covid
“Para el equipo médico -dice la doctora Esther Ramos, jefa de la Unidad de Trasplante Intestinal de La Paz- realizar un trasplante multivisceral en un niño, cuya única esperanza es que le llegue ese injerto, es siempre motivo de alegría. Que tenga lugar tras más de dos años y medio en lista, y justo al inicio de esta crisis sanitaria, es una sensación ambivalente. Por una parte la permanente sensación de esperanza de que el proceso sea el inicio de una nueva vida, por otro la inquietud de que el procedimiento, ya de por sí complejo y arriesgado, se complique aún más por la aparición de esta emergencia infecciosa”. Beatriz Domínguez-Gil, directora de la Organización de Trasplantes (ONT), se suma al orgullo de saber que Víctor vuelve a casa.
No siempre ha sido fácil mantener a Víctor lejos del riesgo de contagio de Covid-19. Era especialmente importante en este caso, dado que se encontraba en un momento de especial vulnerabilidad por la intensa inmunosupresión precisa tras un reciente trasplante. Nada de esto sería posible si alguien no hubiera tenido un acto de solidaridad tan enorme como donar los órganos de su hijo, en el peor momento de sus vidas, cuando acaban de perderlo. La frase se repite como un mantra: respeto, admiración y cariño para todos aquellos que lo hacen posible: los donantes. Sin ellos ni Víctor ni otros muchos niños, tendrían esta segunda oportunidad.
Esta es la historia de cuando la realidad supera a la ficción. La de como la solidaridad sostiene la esperanza. La familia de Víctor tiene una lista interminable de planes que se pospondrán hasta que no haya rastro de la pandemia. Sueñan con ir a la playa, con meterse en el mar, con hacer un viaje todos juntos sin teléfono ni listas de trasplante. Amparo quiere volver a estudiar, quiere sacarse el título de enfermera -la experiencia ya la tiene-. Quieren acampar bajo las estrellas. Esta es la certeza de cómo la vida se abre paso en medio de la tragedia. De cómo un pequeño luchador ha vuelto a la vida en el hospital que más pacientes ha atendido del COVID-19 en toda España.