“Yo quería ser torero y me fui a Madrid, pero Antonio Ordóñez montó en Málaga un certamen llamado el Salto a la fama”. A partir de ese momento, la vida de Salvador Farelo cambió para siempre. La frase puede parecer el arranque épico de cualquier novela de la posguerra, pero no hace falta jurar que su historia está escrita con la tinta de la realidad. Este viernes se cumplieron 50 años del festejo en el que este diestro nacido en la provincia le cortó el rabo a un novillo en La Malagueta.
“Me vine aquí para luchar con el resto de chavales”, afirma con rotundidad a sus 74 años. El maestro de Ronda organizaba todos los fines de semana una serie de festejos para darle una oportunidad a los jóvenes aspirantes. La regla era simple: el que estuviera bien, repetía.
El triunfo llegó a la primera: Salvador Farelo consiguió los máximos trofeos de un novillo “muy bueno” de Ana Romero. A partir de ahí, encadenó nueve fines de semana consecutivos: “Nos regalaban un traje de torear, un capote y una muleta. Es curioso, porque en vez de matar un novillo como todos, yo mataba dos. Me embestían y cortaba las orejas. Gracias a eso, Antonio Ordóñez comenzó a ayudarme”.
Cuenta la anécdota de que en el cartel anunciador coincidieron tres muchachos apellidados Aguilar, también su primer apellido: “El maestro dijo que eso no podía ser, así que decidió que usara mi sobrenombre materno, Farelo. Podemos decir que fue él quién me dio el bautizo artístico”, bromea.
La trascendencia de aquel hito sigue presente en su memoria. No duda a la hora de quedarse con un momento de su pasado: el debut en la Malagueta: “Estamos hablando de que no podía ni andar por Málaga. Todo el mundo me paraba. La prueba está en que el primer día había un cuarto de plaza; a la semana siguiente, lleno hasta la bandera. ¡Y eso que era una sin caballos! En la prensa hacían una caricatura con la figura del momento y en esa ocasión fui yo”.
La fama
Farelo asegura que aquello fue “algo especial”: “Nadie me conocía aquí. Yo era un chaval que quería ser torero, pero no entrenaba en la Malagueta, como sí hacían Paco Ceballos o los novilleros del momento”. Su formación se desarrollaba en Madrid, casi en la clandestinidad, curtiéndose entre pitonazos al aire y a las carnes en las capeas.
Con orgullo, relata que su debut en la Costa del Sol sirvió para ejecutar el pase cambiado por la espalda, una suerte en la que el diestro, en último momento, cambia la trayectoria del animal, pegando el muletazo por detrás: “Nadie lo hacía entonces. Estamos hablando de 1972. Luego lo han comprado muchos”, asegura.
El traje que lució en aquella ocasión era de Sebastián Palomo Linares: “Era muy amigo de una peña del maestro, así que gracias a su mozo de espadas vestí un blanco y plata. Tengo una foto hecha en el patio de caballos, con 24 años”.
Medio siglo después, Farelo recuerda aquellas temporadas en las que recorría los Madriles: “Tras las nueve novilladas, toree otros festejos gracias a Pepe Ordóñez. Me metieron en el grupo de los seis ases, una promoción de novilleros punteros que dimos la vuelta a toda España, conociendo casi todas las plazas”.
Heridas de guerra
Su presentación en público había llegado unos años antes, cuando a mediados de los sesenta decidió enfrentarse a la suerte en Vistalegre. El certamen de la oportunidad no tuvo los frutos deseados y acabó regresando a Málaga sin enfundarse en el vestido de torear. Pero su vacío duró poco: “Me llamó la empresa para torear un festejo estilo el bombero torero. Esa fue la primera vez y la última, hasta que me llegó la posibilidad de Málaga en 1972”.
Pese a los años de sequía, recuerda que su presencia en las capeas, deambulando entre aficionados, era constante. Las escuelas taurinas eran un recurso que todavía no se contemplaba entre los aspirantes. La única forma de aprender era esa… o haciendo la luna.
La tradición de entrar de extranjis en las ganaderías y torear bajo la luz de la luna llena es una de las costumbres más antiguas que existen en el mundo del toreo. Cuadrillas de niños, cuerpos desnudos y camisas como capotes; la romantización de un tiempo en el que los críos coqueteaban con la muerte sin mayor conciencia que la del valor.
Ese juego con los pitones casi le cuesta la vida a Farelo, justo en el momento de su carrera en el que comenzaba a despuntar: “Tras pasar por Madrid, me empezó a llevar (apoderar) Luis Álvarez. Tenía cerrados más de 20 festejos”, pero todo se truncó la noche en la que decidió saltar la tapia de una ganadería.
Sus amigos le habían dicho que no lo hiciera, que era de los punteros, que estaba funcionando… Pero la mala suerte aguardaba al acecho tras un burladero. El pitón del toro entró por el lado izquierdo, partiéndole una arteria, además de cuatro costillas y el esternón, debido al golpe con la testuz: “Intenté parar al toro (...) pero acabé en la Paz. Estoy vivo porque uno de los muchachos me metió un pañuelo en la herida y se coaguló la sangre. Fue una cosa de suerte, de que Dios dijo que todavía no me tocaba”.
Era 1975. Un año después tomó la alternativa junto a Dámaso Gómez y Pepe Ortega: “Los de Salvador Guardiola embistieron y corté tres orejas. Luego estuve en activo hasta 1984”, detalla. Sus ocho años de carrera le permitieron torear en Madrid (San Isidro) y actuar en más de 100 festejos en México.
Ahora, con los estragos de la nostalgia, Salvador recuerda aquellas tardes en las que el miedo acababa siendo eclipsado por la responsabilidad: el ansia de “querer triunfar todos los días”: “Miro al pasado y pienso: ¡Esto es tan bonito que nunca se acaba!”.