"¡Por fin, después de tres años!". La frase era un lamento interno que había permanecido guardado durante 1092 días. Concretamente, los soles y las lunas que han pasado desde que la Virgen del Carmen bendijo las aguas de Málaga por última vez.
Aquella oración intimista, pero arrastrada por la necesidad del compartir, procedía de uno de los miles de devotos que, desde primera hora de la mañana, recorrieron las calles y los mares de la ciudad para acompañar a la Virgen perchelera.
El cortejo había salido a la calle poco tiempo antes (pasadas las ocho), entre salves y salvas, retumbando el estallido de los cohetes por las paredes de un barrio que empapa el suelo con el chirimiri de su historia cada mes de julio.
Sin megalomanías, ni artificios, ni decorados. La escena es una suerte de neorrealismo malaguita en la que el arraigo identitario de un pueblo con su patrona resucita. No menos ni más que los sentimientos que se dejan ver. Y lo hace en forma de marea, que arropa a las andas en su camino al puerto.
Cualquiera comprende que detrás de cada estampa habita un halo de verdad; seis letras que convergen con la vida del público, heterogéneo en su multitud, pero sencillo en su querer.
La procesión llegó al Muelle poco antes de las 10. A los lados de las andas se agolpaban las familias que vivían de nuevo una tradición mantenida en barbecho durante tres años. Niños que por primera vez se vestían de marengo para, de la mano de sus padres, recibir la herencia cofradiera.
Cuando el barco partió, el ruido de las bocinas se mezcló con el de los aplausos. Tras la estela del navío, varios botes perseguían a la Imagen, manteniendo intacta la idea del feligrés que acompaña a su Virgen de promesa.
El momento más especial llegó cuando la archicofradía se encontró con el Carmen de los submarinistas. Tras el canto de la Salve, los hermanos de la corporación lanzaron al mar las coronas de flores, quedando suspendidas en el agua las flores del adiós. Recordando a los que se fueron. Pidiendo por los que se quedaron.
Entre la emoción, el abrazo contenido de un padre que ve como su hija comienza a hacerse mayor y es consciente de que, en esa mañana de domingo, el rito queda consagrado por el agua bendita del Mediterráneo.
Fue la historia de un reencuentro. Por unos minutos, la idea del rey minúsculo, atrapado bajo la penumbra del olvido, derrotado por su desmemoria, desapareció por completo. Igual que en Viva la vida!, de Coldplay, aquellos fieles creían haber aprendido a vivir con el dominio de las llaves.
Lo que no sabían era que las paredes estaban cerradas ante ellos. Descubrieron que sus castillos fueron construidos sobre pilares de sal y de arena. Y que la única que mantenía en pie aquello era la Virgen del Carmen.