El fotoperiodista Emilio Morenatti ha conocido la vida con toda la muerte a cuestas. En los hospitales destruidos de Kiev, colmados de niños con sus extremidades amputadas por las bombas; en las odas a la realeza de Lambeth Bridge durante el funeral de la reina Isabel II; en Afganistán, donde un explosivo le arrebató para siempre la potestad de ser bípedo, o en las cenizas de La Palma, rescatando el verdor amarillento de la naturaleza entre el gris de las rocas volcánicas.
Pero también ha retratado el amor a orillas del Mediterráneo barcelonés, o el último beso antes del ya lejano toque de queda, propio de un tiempo en el que los ancianos se abrazaban a través de cortinas de plástico. Ese mundo de mascarillas y distancias (no hará falta jurar que todo esto ocurrió alguna vez) le sirvió para recibir el galardón más importante de la profesión periodística en julio del año pasado.
El trabajo realizado en la agencia de noticias Associated Press durante la pandemia vale un premio Pulitzer, aunque él reconoce seguir en "proceso de asimilarlo": "Es algo tan bestia que no se calibra".
Su vida semeja al esnobismo de las golondrinas, que se pasan los inviernos en Alejandría y El Cairo, y los veranos en París. Emilio Morenatti es esa ave que cruza Europa para encontrarse con los aires cálidos. En este caso, de la noticia.
De los hechos que quedan inmortalizados en el instante decisivo, dejando de ser presente para acabar convirtiéndose en historia.
El ojo del huracán, el frente de guerra o las protestas callejeras siguen siendo su oficina, aunque las cosas se ven diferentes cuando uno deja de tener 25 años: "Hay un momento en el que uno cree que es la hostia. Imbatible. Inmortal. Ahora no quiero que me pase nada porque quiero ver a mis hijos crecer".
La conversación con El Español de Málaga se produce en un taxi camino al aeropuerto. En el coche viajan cuatro personas: siete piernas, una prótesis, dos fotoperiodistas, pero un único Pulitzer. La experiencia arrastrada no solo le permite acercarse a los damnificados de la guerra; también le da la oportunidad de hablarles "de cojo a cojo".
Zaragozano de nacimiento, jerezano de adopción, con apellido italiano y un premio Pulitzer a sus espaldas. ¿Cómo se explica esta combinación?
No sé muy bien qué decir. Todavía me encuentro en proceso de asimilarlo. Recuerdo que cuando estaba empezando en la profesión, nuestras fotos eran tan malas que decíamos de coña: “¡Anda que te van a dar un Pulitzer!”. Y mira, al final me lo han dado. Es algo que no he procesado aún. Creo que no quiero hacerlo porque es tan bestia que no se calibra. Tengo que pellizcarme algunas veces, sobre todo cuando me presentan en algún foro y lo dicen; miro a un lado, a otro, y digo ¡ah! ¡Si soy yo!
Más allá del galardón, ¿qué aporta un Pulitzer?
Me da una seguridad… No, no. Esa no es la palabra (piensa durante unos segundos). Podríamos decir que es un alivio a mi consolidación dentro del ámbito profesional. Quizá ese sea el término más cercano. Hay tanta fragilidad, con empresas creciendo y desapareciendo, que uno piensa que no va a poder jubilarse de lo que quiere. Estas cosas ayudan a afianzarlo. No se trata de creérselo, sino de tener la tranquilidad de haber conseguido algo que nadie me va a quitar. Forma parte de mi currículum, por lo que hay que disfrutarlo.
Abre puertas.
Te ayuda a dar más credibilidad, si cabe, al trabajo y a la reputación que puedas tener. Poner en tus redes sociales que has ganado el Pulitzer da una fiabilidad muy grande. Somos reputación y eso es lo que hace que confíen en ti.
¿Quedan ambiciones después de recibir el galardón periodístico más importante?
Claro, cada vez que toca salir a la calle. Por ejemplo, ahora tengo que cubrir un partido de la Champions, por lo que mi objetivo no puede ser otro que sacar una imagen del fútbol. O volver a Ucrania y contar bien lo que está pasando en la parcela que me toque cubrir. En el fondo, en agencias, (los fotoperiodistas) somos soldados. Yo voy adonde me manden. Normalmente, nunca digo que no, pero mis jefes también saben dónde me pueden destinar. Voy allí y hago mi trabajo con las ideas claras.
[El español Emilio Morenatti gana el Pulitzer por sus conmovedoras fotografías de la pandemia]
Samuel Aranda, en Detrás del instante, dijo que no quisiera ser el policía que tuviera que impedirle entrar a cualquier sitio. Pueblos sitiados, ciudades confinadas, hospitales sellados en lo peor de la pandemia... ¿Cómo se enfrenta uno a la puerta cerrada?
Hay muchos lugares a los que no me han dejado pasar, pero a medida que conoces la ley, también acabas conociendo la trampa. Aprendes las fisuras para conseguir llegar a los sitios. Antes me cortaba un poco, pero ahora no. Nada. Eso se consigue con la seguridad que uno tiene en sí mismo. Si me cogen, ¿qué va a pasar? No me van a dar una torta, y eso que me las han dado en Pakistán y otros países, por colarme. Tampoco me van a detener. Simplemente van a comprobar que soy un periodista y, a lo mejor, me ponen una multa. Multa que, por cierto, tampoco se paga porque el derecho a la información va a prevalecer.
Intento buscar la manera de entrar en los sitios sin violar ninguna norma. Procuro hacerlo como periodista, pero a veces me tengo que infiltrar para acceder o recurro a técnicas propias del escapismo. No es algo que solo haga yo; lo hacemos muchos. Es una situación parecida al dilema de la cárcel. La misión del funcionario es que no se escapen los presos; la de los presos, en cambio, es escaparse. Tenemos ese objetivo: entrar en los lugares en los que ocurren cosas que no quieren que contemos.
¿Hay alguna puerta que no se haya atrevido a abrir? ¿Algo con lo que no se la haya jugado?
No.
Ucrania ha sido uno de sus últimos destinos. ¿Cómo vuelve uno a casa sabiendo lo que deja atrás?
Lo de ser soldado es así. Vas por un periodo de rotación; si te mandan en una segunda o tercera misión, tienes que conformarte. El problema viene cuando empiezas a abusar de la ambición y piensas que querrías haber estado allí cuando pasaba esto y no lo otro. Al final, adquieres un rol castrense. Te mentalizas de que tienes que acotar tu trabajo al tiempo que estás allí. ¿Dónde me encuentro? ¿En Odesa? Pues quizá me toca estar en Odesa cuando los bombardeos están en otro lado. Sin embargo, estoy documentando algo que mis compañeros no pueden hacer porque están en un búnker. O viceversa. A veces, las fotos se hacen a 500 kilómetros del frente porque es aquí donde se puede fotografiar. No me frustra pensar que no estoy (en el foco de la noticia); voy a volver.
En 2009 perdió una pierna después de que le estallara un explosivo en Afganistán. ¿Mira ahora a las víctimas con otros ojos?
Sí. Veo una posibilidad de acercamiento mayor y una empatía mucho más directa que antes por la gente con discapacidad. Ahora sé el esfuerzo que supone vivir así el día a día. Estamos en una sociedad en la que la cosmética es parte de todo: queremos vernos guapos, imponentes y fuertes, pero si a alguien le falta una pierna, un brazo o aparece quemado… No hay una normalización de esa belleza, y eso lo entiendes cuando formas parte del batallón de cojos.
Hay ciertos pasajes de su vida que pueden recordar a las experiencias que viven los ciudadanos de países en guerra. Su amputación, la despedida de su familia antes de viajar a un conflicto... ¿Encuentra ese paralelismo?
Claro, por eso estoy donde estoy. No quiero perderme una trayectoria en la que puedo sacar mucho partido a mi situación personal. En mi caso, se dan dos circunstancias: la experiencia acumulada y las consecuencias de la guerra vividas en primera persona. Eso te da más cercanía a la vulnerabilidad de las personas. No solo en el caso de un conflicto bélico; también en la discapacidad. Consigues una mayor amplitud que te permite hablar a la gente de cojo a cojo. Tomarte una serie de libertades que otros, de forma pudorosa, no podría hacer. Yo no tengo esa barrera.
¿Cómo se le explica a un hijo que su padre se va de viaje para contar la guerra que están viviendo en otro país?
Les digo que es mi trabajo y que lo tengo que hacer. Ellos tienen que entender que les voy a seguir contando lo que pasa. Siempre intento enseñarles las fotografías que hago. Es algo que me ayuda a que las imágenes sean universalmente entendidas y no limitarme a algo no recomendado para menores de 16 años. Procuro que eso no pase. Cuando estoy allí, me ayuda mucho pensar si esto lo podría ver Pau, de cinco años, o Gala, de nueve. Es una forma de ampliar la agudeza visual para no mostrar esa escena tan escabrosa. Centrarme en lo importante, pero sin el cuerpo mutilado que no ofrece nada. Elimino los detalles que pueden incurrir en cierta pornografía.
Hablaba en el IX Congreso Internacional de Periodismo de la Fundación Manuel Alcántara celebrado en Málaga del coste que supone ir a estos lugares: 300 euros del guía, 250-300 del chófer… ¿Cómo es la logística cuando va a emprender un viaje de este calibre?
No me preparo de ninguna forma especial, pero hay que tener en cuenta ciertos aspectos muy complejos. Por ejemplo, llevarme una pata de repuesto, cámaras de reserva, un equipo de protección… Cada vez que organizo un viaje, dedico dos o tres días a organizarme. Sobre todo para no olvidarme de cosas que allí no puedo comprar. Necesito un esquema mental de lo que puedo echar en falta. Algo así como si fuera al desierto, y no a un hotel en el que te lo dan todo.
¿Qué papel desempeñan las fotoperiodistas en estos lugares? ¿Tienen las mujeres hueco en el gremio?
Sí, pero me gustaría que fuera más. El problema que tiene la mujer cuando estamos en zonas dejadas de la mano de Dios es que son más vulnerables. Por poner un ejemplo, yo voy con mi pata al aire y enseño mi prótesis, pero cuando tengo que mostrar mi hombría y defenderme de un ataque, cubro esa discapacidad para no mostrar que puedo llegar a ser frágil. Una mujer no lo puede hacer; puede ser vulnerable en lugares en los que todo está organizado por hombres.
Alguien con mala leche puede verlas indefensas y eso es una putada. No es igual andar por Gaza, Siria, Túnez de noche siendo occidental y hombre, que siendo mujer. Esto, desafortunadamente, afecta más al gremio femenino y lo disminuye. Es mucho más difícil. Yo no tengo el riesgo de que me violen si estoy rodeado de hombres. Podría ocurrir, pero en un porcentaje mucho menor.
El fotoperiodismo español mira a Morenatti. ¿A quién mira Morenatti?
A mucha gente, incluso a los que están empezando porque están metiendo un nivel fotográfico bestial. El fotoperiodista tiene que hacer de todo y hacerlo bien. Algunos están realizando una labor que me sirve de referencia para darme cuenta de la falta de energía que tengo y de lo que me queda por aprender. Profesionales que suman facultades y juventud consiguiendo unas imágenes imparables. No descansan, en parte porque tienen 25 años. Yo tengo cuestiones familiares que atender que me desvían y me impiden estar a tope todo el año. Por eso voy a full nada más que en un periodo comprendido.
[El malagueño Jon Nazca podría ganar un Premio Pulitzer por una fotografía del volcán de La Palma]
Es un poco como Cartier-Bresson, quien acuñó el instante decisivo.
Más bien como James Natchwey. Bresson es más artista, más callejero.
¿Y Robert Capa y su Agencia Magnum?
Sí, pero Capa queda muy atrás. Es un trabajo muy de origen. Natchwey u otros contemporáneos que trabajan para New York Times están marcando un estilo que me sirve de referencia.
Hablando del instante: existe una ansiedad universal en la literatura por recoger ese momento decisivo en el que se produce el giro de la historia. Stefan Zweig y sus Momentos estelares, Javier Cercas, Éric Vuillard… Dentro de la profesión, ¿está reservado ese atributo al fotoperiodista?
La obligación de estar en el sitio para tomar la foto te hace estar allí, en el frente, que es donde se producen las historias. Creo que sí, que es muy exclusivo del fotoperiodista. Si no estás en la primera línea… Es cierto que conozco a gente de la radio que se desplaza hasta estas zonas, recogiendo testimonios. O redactores que, libreta en mano, están junto a nosotros. Pero la proporción es de uno entre 10. Normalmente, cuando hacemos trincheras, solo hay fotógrafos. Ni siquiera cámaras de televisión. Lo que abundan son fotógrafos que hacen shots de vídeos.
¿Cómo se resuelve la disyuntiva clásica entre salvar una vida o hacer una foto?
Yo no voy a la guerra a salvar a la gente. No estoy preparado para ello, sino para hacer periodismo. Hay momentos puntuales en los que puedo echar una mano, pero no es mi prioridad. Puedo hacerlo si está a mi alcance, aunque lo tengo que ver muy claro. Ayudas a quien puedes ayudar, pero hay veces en las que yo mismo puedo necesitarla. En los cursos de refresco de los hostile environment nos enseñan a lidiar con situaciones muy difíciles. Nos dicen que si intentas socorrer a alguien que ha recibido el disparo de un francotirador, probablemente el siguiente seas tú. Hay que ser muy audaz para ayudar en una zona de guerra donde todo es pura vulnerabilidad, y uno ya tiene bastante con salvar el culo.
Si en una zona determinada caen misiles y ves que alguien necesita ayuda, vas a intentar socorrerlo. El problema es que esto suele pasar en zonas target, donde esa persona no debería estar. Yo no voy a ir porque probablemente también vaya a ser herido. Ante todo, safe first. Primero, seguridad. Y luego ya veremos. Es algo que tengo claro cuando me meto en algún follón.
¿Se le llega a perder el miedo a la muerte?
No. Hay un momento en el que uno cree que es la hostia. Imbatible. Inmortal. Cuando eres joven, con 20 o 25 años, piensas que has vivido mucho, pero no es así. Te queda todo por vivir. Me siento muy vulnerable, pero con más sensatez que en aquella época en la que estaba muy equivocado. Si además le sumas que a uno lo hieren, todo se vuelve más frágil. Ahora no quiero que me pase nada porque quiero ver a mis hijos crecer y me intento cuidar para que no ocurra nada. Hay gente que hace cosas que hacía cuando era joven y que ya no quiero hacer.