En el barrio de Carranque hay una casa con la fachada blanca. Se ve tan común, tan simple y tan sumamente aburrida que cualquiera que pasase por delante la ignoraría. Es grande. Tiene dos plantas y da a dos calles.
En la terraza cuadrada de la segunda planta hay un elegante golden retriever color crema. Por fuera de la terraza se ha improvisado un tendedero con tres cuerdas sujetas a una varilla de acero. Hay un sujetador negro de encaje, tangas rojos y de colores oscuros, y lo que parecen ser camisones negro azabache. Solo hay ropa de mujer. Y sábanas, muchas sábanas.
Cuando se le pregunta a Carmen, una vecina, por la actividad de la vivienda, confiesa que le parecía raro que sólo se hubiesen mudado chicas jóvenes asiáticas, sin familia, custodiadas por una mujer de unos cuarenta años.
- Al cabo del tiempo me fijé en que entraban y salían hombres, varios al día, ya me di cuenta de que era un burdel —reflexiona en voz alta.
- ¿Ves a muchos hombres merodeando la casa a menudo?
- Sí. Los clientes son de todas las edades y son normales y corrientes. Algunos serán de clase media y otros parecen más bien de clase baja.
- ¿Cómo sabes que entran realmente en la casa? ¿Los ves?
- Claro que los veo. Desde mi ventana veo el llano asfaltado por donde la mayoría de clientes prefieren entrar por estar más escondido. Aun así, muchos suelen mirar hacia los lados y hacia atrás para comprobar que nadie los pilla. Están las 24 horas porque esa puerta trasera se escucha cada vez que se abre.
Una búsqueda rápida en internet corrobora que el supuesto prostíbulo está activo a día de hoy. Ahora bien, dependiendo de las palabras clave que se inserten, los resultados son fructíferos o no. Es decir, si se emplean los términos “chicas asiáticas Carranque” aparece una ristra de anuncios. En concreto, hay seis anuncios en cinco páginas web distintas de citas y anuncios eróticos.
Al pinchar en ellos, todos siguen el mismo patrón: desglose del precio y variedad de servicios ofrecidos por “chicas asiáticas, orientales, muy guapas y cariñosas” o “las asiáticas malagueñas más cachondas”; o también “maestras del placer, llenas de pasión y dispuestas a todo”.
Si bien no se sabe la edad exacta de estas mujeres, según la información ofrecida en los anuncios, se encuentran en torno a los 20 o 22 años. De profesión son masajistas. Y siempre ofrecen el mismo número de contacto a nombre de “Koko”.
Pero al hacer una búsqueda más directa, más rotunda, usando el término “prostíbulo Carranque”, ocurre algo curioso. De repente, los anuncios anteriores se desvanecen como la pólvora. Dicho de otra manera, el burdel parece querer ejercer su actividad en las sombras, ser lo más discreto posible y pasar desapercibido en un barrio humilde. Tal vez por eso los clientes prefieren entrar por la puerta trasera.
Al preguntarle a Miguel Rueda, representante de la Asociación de Vecinos de Carranque y policía nacional jubilado, por este supuesto prostíbulo, él confirma que, según sus investigaciones, “todo está en regla”.
- ¿Por qué no hay rastro entonces en internet cuando se busca la palabra “prostíbulo” ni hay ningún cartel que lo demuestre?
- No se anuncian como casa de citas porque no tienen por qué —afirma rotundo, seguro de lo que dice—. Además, lo que venden en internet es falso y no querrán engañar a los clientes que estén ya al lado de la casa. Lo sabemos porque las chicas de los anuncios no son ellas. Las hemos visto en persona y las fotografías de esos anuncios son de modelos asiáticas —comenta.
A la mayoría de los vecinos les es indiferente este supuesto burdel porque las chicas no molestan, no alteran la vida diaria del barrio y, por ende, no les incumbe porque no se ven afectados por su actividad. Al recorrer la galería del Mercado Municipal de Carranque, se percibe que la falta de clientes desde la pandemia le ha pasado factura, aunque un grupo de no más de diez vecinos siguen siendo fieles al comercio tradicional. De los pocos puestos abiertos a las doce de la mañana, la frutera, Loli, confirma tener como clientas habituales a un par de chicas jóvenes con rasgos asiáticos.
- La primera vez vino a comprar una mujer más mayor que pensamos que era la Madame. Ahora solo vienen las más jovencitas a comprar — susurra como si estuviese compartiendo un secreto.
- ¿Cómo te comunicas con ellas? ¿Saben español?
- Una de ellas chapurrea el español porque me entendió cuando las regañé un día por manosear el género porque lo iban a estropear. Tenían la manía de manipular la fruta y la verdura, así que una le tradujo a la otra lo que les dije y encima se quejaron en chino — contesta Loli fastidiada.
- ¿Suelen hacer vida en el barrio?
- Al mercado entran de vez en cuando a comprar, pero ya no se las ve más. Por la tarde no las veo, no salen a pasear ni hablan con los vecinos. Pero vaya, a mí ni me va ni me viene.
Aunque muestren desinterés, los vecinos de toda la vida observan los movimientos de las nuevas inquilinas (cuatro años no es nada en comparación con toda una vida que llevan los más veteranos), y las tienen controladas. En el puesto de las especias, la tendera, otra Loli, sabe que el mercado no es adonde acuden habitualmente a comprar.
- Aquí vienen a comprar una vez a la semana, al menos a este puesto, porque van en coche más al supermercado —piensa en voz alta—. Mi marido me contó un día que las había visto bajarse de un coche negro con un chico joven también asiático y descargar bolsas llenas y muchas garrafas de agua —añade mientras mira hacia los lados.
En la panadería que hace esquina también marcan distancia. “Son muy discretas, por lo menos de día…de noche ya no sé”, es lo único que está dispuesta a comentar sobre el tema la panadera. “A nosotros no nos molestan”, añade despreocupada para dar por terminada la conversación.
Pero hay algunos vecinos que sí notan más su presencia y están enfadados por sufrir episodios desagradables relacionados directamente con la casa de citas que tienen al lado. Una de ellas es Carmen. Vive en una casa próxima y desde su ventana a veces observa escenas extrañas. Destaca de entre varios sucesos el más reciente, aunque cuenta que no ha sido la única vez.
- Hace pocos días vino a mi casa un joven extranjero creyendo que éste era el burdel. Me preguntó que si aquí se hacían “massages” y le indiqué que eso era en una casa cercana – comparte entre risas amargas.
- ¿Has presenciado alguna escena desagradable desde tu casa?
- Un día un grupo de niños se puso delante de la casa a insultarlas, empezaron a gritar ¡putas, putas!, y les tiraron naranjas y objetos por las ventanas. A las casas cercanas nos cayeron algunas en el porche. Ellas se sintieron increpadas y avisaron a una patrulla de policía de inmediato.
- ¿Qué opinas en general sobre el prostíbulo?
- Pienso que una zona residencial no es el lugar para un negocio así. Hay colegios, muchas personas mayores y para los vecinos que vivimos más cerca no es agradable.
Rosa, al igual que Carmen, está segura de que la casa de citas funciona sin pausa. Es más, dice estar segura de haber visto hasta a cuatro chicas distintas viviendo en ese domicilio. Ella cree que las van rotando para que no las pillen. Ahora mismo solo viven dos.
- Ofrecen servicios durante todo el día porque he visto entrar clientes a todas horas. Obviamente de madrugada estoy dormida y no escucho nada, pero hace un mes, a las 7 de la mañana, me despertó un cliente tocando a mi puerta porque creía que mi casa era el puticlub.
Pilar Arenas es estudiante de la facultad de Periodismo en la Universidad de Málaga y participa en la sección La cantera periodística de la UMA a través de la cual EL ESPAÑOL de Málaga da su primera oportunidad a los jóvenes talentos.