María poco a poco vuelve a sonreír, pero durante meses, de su rostro solo brotaba un mar de lágrimas, y de su corazón, un reguero de ansiedad y frustración. Ustedes no le van a poner cara para preservar su identidad, pero no se imaginan el gran acto de voluntad que ha hecho la pequeña María acudiendo a una terraza del Centro de Málaga para compartir con el mundo su desgarrador testimonio.
Por desgracia, con solo 13 años, ya conoce bien el significado del término bullying. “Quiero ayudar a otros niños. Quiero decirles que todo tiene solución, menos la muerte”, pronuncia con decisión en el arranque de la entrevista con EL ESPAÑOL de Málaga.
Esa frase sentenciadora sale de una niña valiente, que ha tenido que lidiar con el hecho de ver con sus propios ojos cómo sus amigos de siempre la traicionaban. Las agresiones verbales comenzaron cursando primero de la ESO, el año pasado. Estas se acabaron transformando en golpes apenas unas semanas después.
Desde hace un mes, María va a otro centro escolar. Ahora viste otro uniforme y comienza a respirar más tranquila, aunque sigue en tratamiento psicológico y acudiendo a clases de relajación para paliar las secuelas que le han dejado esos difíciles capítulos de su vida.
De vez en cuando, la adolescente padece crisis que le suponen un gran sufrimiento tanto a ella como a sus familiares, que también viven en primera persona su dolor desde la sombra, tratando que María no les vean muy afectados y así no condicionar su estado de ánimo. Suficiente tiene con su propia lucha.
El acoso vino de su propio grupo de amigos. De la noche a la mañana, explica la menor, uno de ellos comenzó a insultarle. No le dejaba jugar al fútbol, que era su pasión. Y si la dejaba, la colocaba en una posición en el campo que no era la que a ella se le da mejor. Es delantera y la colocaban de defensa. Como no sabía defender bien, esto, a su vez, causaba las mofas de otros compañeros. Entraban en bucle.
”Le pusieron una falta de orden y paró, pero, poco a poco, logró convencer al resto de que él llevaba razón”, relata María, que pese a los comentarios del otro adolescente, seguía juntándose con su grupo, prefería pasar página. Hasta que le fue imposible.
Poco después, la menor comenzó a sufrir agresiones físicas. Antes de que llegaran los golpes, María ya había alertado a sus padres de que algo iba mal con sus compañeros. También se lo comunicó al colegio, pero este, declara la niña, “no hizo nada”. “Y eso que siempre ocurría todo en clase. Alguna vez hubo problemas con WhatsApp, pero normalmente todo era en el colegio; nos decían que eran cosas de niño”, recalca María, triste porque sus profesores no actuaron en los problemas que estaba teniendo.
“Llegaron a decirme ‘gilipollas’, ‘me cago en tu puta madre’, me llamaron transexual... Me dolía, me decían cosas de mis padres también. Me agarraban del pelo, me tiraban mis cosas al suelo y me humillaban y vacilaban. Aprovechaban los cambios de clase, porque en los recreos había guardias. En ese rato no había vigilancia y lo aprovechaban”, relata. Siempre según su relato, el colegio tampoco hizo nada por evitar estos actos; no incitó al profesorado a estar más atento a su clase en estas horas muertas.
Aquellos hechos le causaron unos episodios de ansiedad muy graves y prácticamente incontrolables. Todos ellos muy distintos entre sí. Uno, de hecho, le ocurrió estando en clase. Sus padres tuvieron que ir a recogerla. Fue su último día en este centro. "Era imposible para mí cruzar la puerta del colegio", añade María con angustia.
La chica pasó tres meses sin ir a clase por recomendación de su pediatra y su psicóloga. Hacía deberes en casa para no perder la rutina por insistencia de su familia. En este sentido, denuncia, tampoco le tendieron una mano desde el centro escolar. “Alguna vez algún profesor le mandó algún trabajo a ella, pero poco. Por así decirlo, perdió el segundo trimestre completo, salvo lo que conseguíamos que hiciera en casa”, dice su madre, que está sentada a su lado.
“A mí me ha ayudado mucho el deporte y mis padres; también la Semana Santa, que me apasiona, soy de Pollinica y Mena”, sostiene María, gran aficionada del Málaga C. F. y del Unicaja.
“Desde el verano pasado también estoy en artes marciales. Me encantan”. Su madre interrumpe un instante la conversación, a lo que María asiente con la cabeza: “Este detalle es importante. Ella sabe defenderse. Podría haber respondido con violencia y no lo hizo pese a todo lo que le hicieron, lo que dice mucho de su actitud”.
“No podía ponerme totalmente a su altura. Eso era ponerme al nivel de ellos”, cuenta la chica, bajo la mirada orgullosa de su madre. “Yo se lo digo mucho, en serio. La tengo que regañar a veces porque quiero educarla y guiarla, pero la admiro. Yo nunca he vivido algo como lo de ella, de parte de su grupo de amigos, es muy duro y ha sido muy complicado para toda la familia; yo he empezado a ir al psicólogo, lo necesitaba, ha sido una etapa terrible, para nosotros se queda”, dice su madre.
La gota que colmó el vaso fue cuando uno de los chicos del grupo le pegó en la cara durante el curso pasado. “En el colegio le dijeron que tenía que poner límites en los juegos. Un juego sería, en todo caso, si nos pegamos las dos partes. A ella la empotraron contra una pared. Eso no es ningún juego”, lamenta su madre.
“Lo peor es que uno de los que entró en todo ese problema era mi mejor amigo”, apostilla María, dolida. No era el que más daño le ha hecho, según explica, “pero le reía las gracias, por lo que también era parte de todo”. En cuanto al resto de sus compañeros, cuenta, nadie llegó a mediar en ninguna de las agresiones que sufrió.
“Recuerdo una vez que me preguntaron después de pegarme que si me había pasado algo y si estaba bien. Me daban ganas de decirle ‘¡No! Si te parece, no me ha pasado nada y estoy fenomenal’. No me odiaban, pero tampoco me ayudaban. No pedían nunca que me dejaran en paz”, manifiesta.
Los padres de María quisieron contactar con los padres de los agresores para contarles la consecuencia que tenían los actos de sus hijos. “Nadie puede imaginarse cómo estuvo ella con la ansiedad, nadie conoce tal sufrimiento”, insiste su madre. Sin embargo, desde el colegio, siempre según su versión, pidieron que no contactaran con estas familias "en caliente". Ellos se encargarían de hablar con los padres. "Pero no fue hasta que se abrió oficialmente el protocolo de acoso escolar cuando les avisaron", lamenta su madre.
Así, prosigue, "se abrió el protocolo de acoso escolar, pero el colegio no lo hizo tampoco bien, pues no incluyó a todos los niños que ella había nombrado". "El resultado del protocolo fue acoso escolar. No hemos encontrado ni un ápice de empatía en todo este tiempo, pero lo importante es que ya todo va a mejor”.
En el nuevo centro, María ha vuelto a ser feliz. Ni ella ni su madre quieren mencionar el colegio en el que sufrió aquellos complicados meses de acoso. Quieren humanizar la realidad del bullying a través del duro testimonio de la niña, pues creen que es un aspecto que, en ocasiones, se pierde con tanta burocracia de por medio.
Pese al sufrimiento pasado estos meses, María nunca ha bajado su rendimiento escolar. La niña seguía estudiando y sacando notas altas. “Me cuesta memorizar, pero no me ha afectado a la hora de sacar mi curso adelante con buenas notas, por ejemplo”, cuenta. De mayor quiere ser preparadora física o adiestradora de animales. Ama a sus mascotas.
Uno de sus perros le ha ayudado mucho en este proceso. Tanto, que incluso en una de sus clases de relajación le contó a su preparadora que era un miembro más de su familia. “Lo quiero como uno más. La otra huía cuando me daban los ataques de ansiedad, le daba miedo, pero ese me protegía. Ha sido superimportante para mí”, dice con una sonrisa.
“Yo insisto en que los que vivan algo igual, que hablen con sus padres. Mis padres han sido fundamentales para mí, me han ayudado muchísimo; espero que esto sirva a alguien”, zanja María, que se va de la entrevista con una sonrisa en la cara después de haber dado el paso de contar su calvario a una persona ajena a su familia.
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