Quijote en el Congo (Península, 2023) es la historia del viaje imposible a través de un río que ruge. Es la aventura por pueblos que no se despiertan, se desperezan. De habitantes que aman las aguas capaces de darles todo y de quitarles hasta la vida. Una empresa con fecha de partida, pero nunca de llegada, en barcos que esquivan tempestades y grupos rebeldes.
Los 4.700 kilómetros del río Congo son una autopista líquida que va directa al mar, que es el lugar en el que todos los cauces tienen que morir. Pero al mismo tiempo es el hilo argumental que le ha permitido publicar a Xavier Aldekoa (Barcelona, 1981) este libro. Hoy miércoles recibe el premio Ortega y Gasset a mejor cobertura multimedia por la serie de reportajes publicados en La Vanguardia tras esta travesía.
El Congo no es solo una oportunidad perdida por el saqueo europeo, árabe y asiático. Es también una tierra en la que las leyendas y tradiciones vertebran las pautas sociales. Esta obra ofrece una fotografía del dolor que durante siglos ha formado parte del día a día. La esclavitud, la pobreza, el hambre... Pero también la cultura, el folclore, la música y el paso del minutero: "En Congo tienes la sensación de que la gente te pone por delante del tiempo", cuenta Aldekoa.
Parafraseando a Sancho Panza, usted escribe sobre la decisión “consciente” de seguir caminando, cabalgando y navegando el río Congo. ¿Cuánto hay realmente de consciente y cuánto de inconsciente en querer emprender una aventura de este calibre?
Hay una parte de inconsciencia evidente porque es un viaje chiflado, como el del Quijote. Pero también es un viaje que he soñado muchos años desde que era pequeño. Navegar el Congo era un reto, una manera de adentrarme en una tierra maravillosa y, sobre todo, de poder contar esa historia. Yo no buscaba solamente la aventura, sino que tenía detrás una ambición periodística para explicar un territorio.
Habla del conflicto interno que vivió cuando unos le recomendaron que abandonara la idea mientras otros le animaban a dar el paso. ¿Qué le hizo decantarse finalmente?
Siempre tuve en la cabeza el sueño de hacer el río Congo, pero lo iba postergando por la dificultad de la empresa. A nivel logístico era un K2, más que el Everest; a nivel mental y de riesgos era también muy peligroso. Hace unos años publiqué una historia con niños soldados al este del país y allí tuvimos una experiencia complicada. Hubo un momento en el que de madrugada los mismos rebeldes que se habían enfadado con nosotros porque no les queríamos pagar nos dirigieron a las afueras.
Alfonso (su compañero) y yo tuvimos la duda de si nos iban a fusilar porque la situación era realmente tensa. No sabíamos por qué nos llevaban a las cinco de la mañana, en la oscuridad, hacia las afueras. Estar postergando las cosas que quieres hacer no te asegura que en algún momento puedas llevarlas a cabo. Ahí dije que si salía vivo, lo iba a intentar con todas mis fuerzas. Me enfrenté a ese sueño contenido durante muchos años.
Esta capacidad de gestionar una situación de crisis no se enseña en las facultades.
Habría sido imposible hacer este viaje si no hubiera tenido 20 años de experiencia en el continente africano. Me habría equivocado más y habría gestionado peor el error. Este es un viaje en el que tienes que improvisar y asumir que vas a fallar muchas veces. Controlar esa frustración, quitándole hierro a lo negativo, resulta clave para que no te mine la moral.
Creo que si lo hubiera hecho antes, no hubiera sido capaz de dar con el enfoque. Habría pesado excesivamente el afán de aventura para demostrar que podía seguir adelante. Sin embargo, esta vez tuve claro que quería explicar una región. Escuchar. Mi máxima preocupación no era recorrer un camino, sino poder hablar con la suficiente cantidad de personas como para poder contar cómo es el país. La cara amarga, las cicatrices de la pobreza, de la explotación minera, de los grupos rebeldes… Yo sabía que todo eso lo iba a ver. Por eso quise mostrar también la otra realidad: la de filósofos, historiadores congoleños, artistas, intelectuales y personas que me pudieran exponer todo lo demás.
Reflejar la escena cultural.
Claro. Es que también existe. Solo ver la parte negativa de las cosas no nos da una perspectiva precisa de la realidad. Quería que el viaje me sirviera para explicar la política, economía, tradiciones de Congo. Eso no me lo iba a dar la navegación, por lo que intentar equilibrar el relato era una necesidad.
Por ejemplo, la rumba congoleña, la música y la relación con el baile son imprescindibles para poder describir el Congo. Cómo este estilo florece en un momento de efusividad y libertad en el país, convirtiendo a los bares y centros de danza en una vía de escape cuando la dictadura de Mobutu empieza a ahogar a la gente. Cómo a través del baile se crea un orgullo nacional que vertebra la escena de todo el país. Es baluarte de la historia. Es un estado que ha sufrido mucho, pero a su vez es generoso. Muchas veces es luz y no solo tinieblas.
La cultura siempre ha sido bastión de libertades.
La cultura es muchas veces el ejército de los desesperados en dictaduras. Lo hemos visto cerca de casa, pero también en lugares como Congo. Cuando hay tiranos que oprimen, siempre hay gente dispuesta a ponerse delante. Desde los escenarios, los teatros, la música… Siempre hay una resistencia muy valiente pero a la vez expansiva; indispensable, pero arriesgada. A los artistas no solo los minusvaloran; también los maltratan, encarcelan o se tienen que ir al exilio. Pero a la vez se ve un frente muy bonito de gente dispuesta a plantarle cara al poder.
Las milicias, la selva, las creencias populares que lo llegaron a tomar como brujo... ¿A qué le teme más en un viaje de estas características?
Hay muchos momentos de volatilidad. Cuando tienes que atravesar una zona controlada por grupos rebeldes y te toca hablar con un jefe para que te de autorización tienes que cruzar los dedos. Pero recuerdo con cierto terror fascinado la absoluta fuerza de la naturaleza. El río Congo es tan demoledor que te hipnotiza. Vivimos una tormenta y la imagen que se formaba en el cielo era igual que dos dragones que estaban peleando. Pero además, con rachas de viento endiabladas que ponían de lado el barco y generaban olas en el propio río. ¡En un río! Enormes, de color petróleo y con una selva a oscuras que te hacía sentir diminuto y a merced de una naturaleza que puede hacer contigo lo que quiera.
Hay un momento en este vaivén en el que te quedas mirando el paisaje y te sientes fascinado. Ahí piensas: “Ojalá no muera, pero qué pasada es el Congo. Qué fuerza tiene”. Esos momentos no los controlas. Yo llevaba un chaleco salvavidas que me dio Óscar Camps, de Open Arms, y me agarraba a él.
¿Hay algo a lo que aferrarse en un momento así?
Visto lo visto, no me extraña que muchos congoleños entiendan el río como un ser vivo, depositario de espíritus y ancestros que guían sus pasos. Tiene una potencia embriagadora, que te acecha y observa, pero al mismo tiempo te da vida con la leña y el alimento. No es tan lejana a esos dioses de la antigüedad. Como cuando alababan al sol, a las nubes o a las montañas. La selva y el río son similares; fuerzas inexplicables que te pueden matar o dar la vida. Todo a la vez. He estado navegando durante meses y ha sido emocionante y aterrador.
Escribe que uno "no sale ileso tras recorrer el alma de una tierra golpeada durante siglos". ¿Se lleva alguna herida del Congo?
Seguramente, pero creo que es justo. No se sale indemne de la navegación completa de un río que atraviesa una región tan sufrida a lo largo de la historia. Además, creo que forma parte del oficio. Para contar lo que observamos necesitamos sentir lo que estamos viendo. Cuando las cosas son buenas, compartiendo la alegría y la felicidad; cuando son malas, con la rabia. Nosotros contamos emociones, por lo que si te proteges demasiado haces un periodismo aséptico.
¿Hay que convertirse en una suerte de periodista gonzo?
Pero sin ser kamikaze. Cuando sientes las cosas de verdad, y eso vale para cualquier oficio que se hace con pasión, el resultado es diferente. Vale para el zapatero que curte el cuero con cariño durante horas y hace un mocasín en el que ha puesto parte de su alma. O el que hace los quesos…
Ser un artesano.
Exacto. Acercarse a un oficio con la pasión de un artesano.
En su libro recoge pasajes escalofriantes como fueron las atrocidades cometidas por Leopoldo II. ¿Queda rencor o rabia entre los congoleños por ese maltrato constante?
Yo creo que hay consciencia de una injusticia flagrante. Saben que deberían ser ricos, porque tienen la suerte de estar en una de las tierras más provechosas del planeta, pero que se les ha robado y esquilmado. Sin embargo, el rencor es de una intensidad muy baja. Lo que me llevo es justo lo contrario, una generosidad brutal. Yo formo parte de los que llegaron allí y les provocaron sufrimiento. Eso lo he notado mucho.
La primera cosa que me dijeron antes de empezar a navegar en Bukama es que me iban a matar porque iban a confundirme con un chino (existe el rumor de que se dedican a robar órganos). En ese momento me di cuenta de que formaba parte de los que les habían provocado el sufrimiento. Formas parte de los que vienen de fuera y hacen daño: de los árabes esclavistas, de los europeos… En ningún momento me había colocado en ese bando, pero de pronto la realidad me había situado allí. Pese a eso, la acogida de la gente fue emocionante. Me tendieron la mano y me ayudaron. Son conscientes de lo que han sufrido, y siguen sufriendo, pero con un índice de rencor muy bajo.
Trata en profundidad el tema del tiempo. Tras leer el libro, tengo la sensación de que es una cuestión que a la gente del Congo le preocupa poco. Quizá en occidente vertebra nuestra vida, mientras que allí es algo secundario.
Creo que se han adaptado a una realidad que les toca. Cuando emprendes un viaje y la duración no depende de los kilómetros o la velocidad, sino de los imponderables del camino, te acostumbras. Especialmente si es así durante toda tu vida. Pero a la vez, creo que hay algo muy bonito, y es que en Congo tienes la sensación de que la gente te pone por delante del tiempo. Cuando hablas con alguien, no tienes la impresión de que la cuestión de la prisa esté alrededor de esa conversación. Puede ser con una persona que te encuentras en un barco, en un puerto mientras esperas que salgan las canoas, en una tienda... Las conversaciones se esperan. Y en cambio, creo que en Occidente, la prisa normalmente nos manda. A menudo. A mí también me ocurre.
Si tú te pones a hablar con alguien en el bus, esa conversación, si llega a producirse, tiene prisa. Hay un componente detrás que prácticamente está empujando ese diálogo hacia el final porque o vas a bajar tú, o va a bajar el otro. Tenemos cierta prisa para irnos. En cambio, allí parece como que el tiempo se detiene porque estamos hablando. Y porque me estás contando de dónde vienes y quién es tu familia.
Y eso, que creo que antes se tenía más, lo está perdiendo. Yo me acuerdo que mi mamá, que es de Euskadi, me decía que cuando venía a Barcelona el tren se convertía prácticamente en un hervidero de conversaciones. La gente compartía incluso comida, porque eran varias horas de travesía. Y ahora, en un viaje de Barcelona a Madrid en AVE, saludo a la persona de ahí al lado y ya no hablamos más. Soy el primero en hacerlo. En una generación o dos, hemos perdido la pausa que se le regala a las conversaciones en regiones como Congo.
No son tampoco conversaciones de ascensor, sino que tienen sustancia.
Las conversaciones muchas veces son un mensaje claro y directo de que me apetece y me interesa saber quién eres. Es muy bonito. Recuerdo, por ejemplo, cuando fui a hablar con Kalunga, el filósofo e historiador de Kassongo. Era un tipo anciano y le expliqué que tenía interés en escucharle porque era uno de los mayores expertos en esclavitud de esta región, algo así como la capital de este problema. Él me miró, se rio y me dijo, ¿quieres que te cuente todo eso? ¿Cuántos días tienes para hablar? Enseguida se dio cuenta de que la conversación se iba a prolongar. Y en lugar de decir, es muy tarde, vamos a tener que continuar mañana, me preguntó por el tiempo del que disponía. Él me dijo, yo te cuento todo lo que necesites, pero voy a necesitar que me regales tu tiempo. Esa manera de entender las cosas me provoca cierta paz.
Según lo cuenta en el libro, los encuentros con los grupos rebeldes tienen a veces componentes caricaturescos. Sandalias, camisetas de fútbol, pantalones roídos y una AK-47. ¿Llega a encontrar zonas comunes con esas personas?
Sí, porque creo que todos tienen una parte de verdugos indiscutible, que creo que es la que más se ve, pero también una parte de víctimas. Cuando hablas con ellos, ves que esa pobreza, esa incultura, esa violencia, no es una elección; es algo que les rodea y prácticamente en algunos casos les empuja a vivir, a abusar, a ser abusados. Sé que nos separa casi un universo de distancia, pero a veces me pregunto qué sería yo si estuviera en una realidad así.
Me gusta pensar que sería como Eritie, un chico que formaba parte de un grupo rebelde con 16 años, y decidió escaparse. Robó 10 balas para enseñarlas en la ONU (y demostrar que era un niño soldado), y se fue. Él sabía que si le cogían, le mataban, o torturaban, porque así es como se infunde el miedo a los demás. Pero dio el paso y cogió de la mano a tres niños de 10 años para escaparse con ellos. Le pregunté que por qué lo hizo. Escaparte por la selva ya es difícil, pues imagínate con tres niños de 10 años. Me dijo que no lo sabía, pero cuando los vio le recordaron a él cuando entró en el grupo rebelde, así que decidió llevárselos. Me gusta pensar que sería como Eritie, que actuaría así, pero cuando veo estas cosas, me pregunto si tendría el valor suficiente. En esa duda me siento cercano a ellos. Cuando estás allí, esa superioridad moral se te esfuma de un plumaje.
¿Cómo asumen, en entornos tan violentos, el concepto del bien y del mal? ¿Quién les ha enseñado esa diferencia?
Es que nadie les enseña nada. La única lección muchas veces es un puñetazo en la cara, es un culatazo con el Kalashnikov y son insultos. En muchos casos les tratan como a perros, como esclavos. La vida no es un aprendizaje, es una supervivencia. Y por eso he visto chavales que me decían que violaban porque podían, para burlarse. No hay una concepción del bien y del mal. Es después, a posteriori, una vez que han huido, cuando esos fantasmas les persiguen. Eso quiere decir que en su interior sabían que algo no estaba bien. Algunos han hecho barbaridades tremendas como matar a un anciano a bastonazo por no darles 20 dólares que no tenía. Convivir con algunos, como Rodrigo y Gloire, fue una experiencia muy intensa porque me permitió entender la sensación de desvalidez.
Anticipándose a esas negociaciones, siempre lleva consigo suvenires del Barcelona o del Madrid para “sobornar” a los rebeldes. Eso no se aprende en las decenas de libros que se estudió antes de emprender el viaje.
Eso se aprende cuando llevas tantos años viajando por África.
No hay nadie del Atleti, ¿no?
(Ríe) No, no. Son todos los del Madrid o del Barça. Recuerdo que al principio llevaba cigarrillos y puros, pero me di cuenta de que las conversaciones siempre acababan en el fútbol, sacando sonrisas en situaciones complicadas. Con un policía corrupto, con un militar borracho, con un grupo rebelde… Para escribir Quijote en el Congo supe que iba a necesitar estos regalos. Eso sí, es algo que tiene su proceso.
¿Cómo se hace?
Le pongo un ejemplo que me sucedió: iba por la carretera y de pronto vi un tronco cortando la vía. Rápidamente aparecieron seis o siete chavales, tres o cuatro con AK-47. Instintivamente, lo que te sale es repartirlos enseguida, pero el procedimiento es otro. Te sientas, intentas calmar la situación y ahí sacas el tema de la nacionalidad: de dónde eres, de dónde vienes… Ahí es cuando preguntas si son del Madrid o del Barcelona. Siempre son todos del mismo equipo, por lo que aprovechas y le das a todos un pin o un boli. Hay que tener cuidado con una cuestión: la identificación del jefe. En un escenario tan jerárquico tú no le puedes dar lo mismo a todo el mundo porque lo que estás haciendo entonces es insultar a la autoridad. No siempre es fácil identificarlo, porque entre ellos se protegen. Una vez que lo consigues, le das algo más para mostrar respeto.
¿En qué se fija?
A veces es por pequeñas cosas que no te sabría decir bien, por cómo se miran, por cómo se...
¿Por órdenes?
No tanto las órdenes, porque entonces sí que se ve directamente. Quien toma decisiones duda o mira a alguno de sus compañeros. Otras, porque Sylvain o Japhet, que me acompañaron en algunos tramos, me hacían algún gesto. Siempre hay uno que grita mucho que no suele ser el jefe, que se queda dos o tres pasos detrás.
¿El Xavier Aldekoa que se subió al barco al principio es el mismo que el que se bajó?
Probablemente no, porque este sí que es un viaje en el que me he vaciado como nunca. Pese a haberme llenado de muchas cosas, cuando acabé tenía la sensación de haber dado absolutamente todas mis energías. En muchos momentos pensé que no podía conseguirlo, en muchos momentos pensé que era una locura y que no había valorado la magnitud y la dificultad de navegar el río Congo. Cuando llegué a la desembocadura sentí que no podía dar más. No sé muy bien cómo ni qué, pero sí que creo que ha cambiado las cosas.
Ahora que ya ha llegado a buen puerto ¿Qué ríos le quedan por navegar?
Bueno, me habría gustado el río Níger, porque creo que es el tercer gran río de África, pero la cuestión del yihadismo lo convierte prácticamente en un viaje suicida: el riesgo de secuestros es mayor, es enorme. Pero además porque mi intención no es el viaje por la aventura, como decía al principio, sino conocer la región, poder hablar con la gente y explicar una tontería. Y eso ahora mismo no se puede.
Hay algo que me interesa mucho: los ríos que son imanes de vida, imanes de pueblos, de civilizaciones, cada uno a su manera. Los desiertos tienen un poco de eso también. Porque aunque nos parezcan mares, las grandes ciudades que tienen enormes librerías están unidas por un hilo invisible de la ruta de las caravanas, que se conectan con pozos, con oasis. Eso, en cierta medida, no deja de ser un poco un río que mezcla y que comunica diferentes realidades, diferentes culturas. Pero ahora quiero disfrutar de este viaje que he hecho.