Hay varias Cristina Consuegra en una misma persona. En lo profesional, es “gestora y creadora cultural”; en lo personal, es “la madre de Mariona” —porque “no quería ser una madre, quería ser la madre de Mariona”— y en su yo más friki, es una atea que solo cree en David Bowie.
Se excusa porque “habla mucho”, pero su conversación va más allá de emitir un torrente de palabras sin freno. Apuntala cada afirmación con reflexiones pausadas, entrelaza ideas que emergen de una misma raíz y selecciona cada palabra, consciente de cómo cambian la percepción del mundo que construimos a nuestro alrededor. “Vivimos en una sociedad muy castradora de todo lo que tenga que ver con el pensamiento propio, desconfiamos; todos tenemos que seguir una misma línea”. Y ella, como con todo lo demás, siempre la cuestiona.
Quizá porque, cuenta, lleva haciéndolo desde muy pequeña. Recuerda que era una niña “muy ensimismada, muy de estar en soledad”, que empezó a leer “muy prontito”. Jugaba con las palabras, las coloreaba o imaginaba cuentos que ponía negro sobre blanco en una máquina de escribir. “Yo quería ser escritora y pensar, sobre todo pensar, pero en casa no le veían una traducción económica”, cuenta.
De madre gallega de origen muy humilde y de padre sevillano de clase obrera, creció entre tres hermanos. Todos accedieron a la universidad —“entonces el ascensor social funcionaba, no estaba totalmente desaparecido como ahora”—. Dudó entre estudiar Filosofía o Física porque nunca ha creído en la separación entre las ciencias y las letras. “Me parece algo absurdo que nos empobrece. Hay que mirar más a la ciencia y a la tecnología abrazando las humanidades”, defiende.
Al final, acabó entre probetas. “Ejercí durante casi cinco años como ingeniera química en una fábrica de cemento. Era la época de Aznar, con la construcción en su punto álgido, pero empecé a desarrollar muchos conflictos morales. Tenía la sensación de que estaba contribuyendo a un modelo económico, ideológico y social que no compartía”, recuerda.
Describe a la perfección el dilema al que muchos jóvenes se enfrentan hoy en día. Ilusionados frente a un futuro de éxitos que un día les vendieron y que no llega, camino de la frustración por ver que la meritocracia no es más que una falsa y sumidos en un sistema productivo en el que no encuentran encaje. “Me di cuenta de que mi trabajo no concordaba con quién quería ser. Cuando tienes que pagar una hipoteca, seguramente la supervivencia se anteponen a lo moral, pero yo entonces era joven y decidí dar un volantazo”, explica.
- Siempre digo que hay que ser valiente porque la vida después te lo va a impedir. Hay momentos en los que la valentía tiene sentido. Más adelante entras en el apartado más sucio de la vida: la hipoteca, la luz, la familia… Te vas desdibujando. Una cosa que me molesta mucho de este tiempo es que no nos permitimos equivocarnos o errar y hay que equivocarse para aprender. Cuando salí de la fábrica yo no tenía ni idea de qué iba a ser de mí, solo que quería hacer cosas relacionadas con el pensamiento, con la cultura. Fue el abismo y estoy segura de que si no hubiera dejado ese trabajo, en el que era una absoluta privilegiada, no estaría aquí ahora.
Y la apuesta salió bien.
- Siempre me dicen que tengo mucha suerte por dedicarme a algo que me gusta tanto. Hay periodos en los que hay que intentar las cosas; que salgan o no depende de múltiples factores. Mucha gente renuncia a ser valiente. El miedo se ha instalado como columna vertebral de lo individual y de lo colectivo, tenemos miedo de todo: desde a dar nuestra opinión en público hasta a aprender a decir que no. Entonces te encuentras con gente que tienen vidas que no querían tener.
¿Y cómo hemos llegado a este punto?
- Una sociedad atemorizada es una sociedad muy cómoda para perpetuar ciertos modelos. Hay ciertas inercias económicas e ideológicas, que no políticas, que nos han querido ir arrinconando y a eso se une el mal uso o la mala intención de las nuevas tecnologías. Yo creo en la humanidad tecnológica, pero no ha habido una educación, sino mucha celeridad y ausencia de pensamiento. El pensamiento es la clave de todo.
Consuegra lleva una década ya detrás del Málaga de Festival (MAF), un ciclo lleno de música, literatura y artes escénicas que gira en torno al cine y que cada año despliega la alfombra roja del Festival de Málaga. Defiende que su trabajo va más allá de la gestión cultural porque trata de “trabajar para otros, de mejorar la sociedad”. “Por eso incluyo lo de creadora cultural, porque la creación te obliga a pensar”.
Si mira a su alrededor, ¿en qué punto se ve ahora?
- Me encuentro bien en el ámbito profesional, me siento reconocida a nivel municipal, autonómico y nacional. Tengo la suerte inmensa de conocer a personas que admiro mucho, con las que pienso y con las que creo y quiero pensar que cuando no esté he intentado que el mundo sea mejor, que he invitado al pensamiento a través de mi trabajo. Detrás de eso, hay una parte muy terrible, que es lo económico. Yo soy autónoma, vivo mes a mes.
Es autónoma y trabaja en el ámbito cultural. Es como un doble cerco, ¿no?
- En la cultura es un camino muy complejo porque venimos de una inercia en la que nuestro trabajo no tenía valor. Nuestra profesión además tiene una cosa que no está en ningún otro sector, que es una traducción sensible: estamos dialogando con nuestro tiempo y estamos construyendo el pasado del mañana. La mayoría de los creadores de nuestro pretérito, desde Goya a Velázquez, quitando a Picasso que se aprovechó de las mujeres para poder vivir, murieron en la pobreza. Es algo que parece que tiene que ir vinculado: cultura y precariedad. A mí me siguen pidiendo que trabaje gratis.
Remedio Zafra, recuerda Consuegra, describe esta realidad extraordinariamente en ‘El entusiasmo’. El mundo de la cultura se mueve a partir de un engranaje en el que la precariedad laboral se camufla con la motivación y el voluntarismo y en el que, al mismo tiempo, el arte se ha puesto a merced de la productividad.
¿Ha conseguido escapar de eso?
- Es algo que nos afecta a todos. Nuestras vidas se convierten en vidas-trabajo porque tiene que haber una retribución económica, pero también hay una retribución que no se cifra, que pesa mucho a las personas que nos dedicamos al ámbito de lo sensible. Y eso a veces termina ocupándolo todo, con un cansancio atroz y mucha confusión. No sabes dónde acaba la vida personal y dónde empieza el trabajo y a la inversa.
El problema es que no tenemos tiempo para pensarnos, debemos encontrar espacios de sordera. Caminemos, seamos Jane Eyre y, sobre todo, reivindiquemos a las personas. Tenemos que volver a los espacios de los que nosotras mismas nos hemos expulsado y abandonar la idea de la culpa. A veces me han dicho que no paro, que me estoy explotando. Y, mira, yo no me estoy explotando, es que mi trabajo no se me paga, no recibo el salario suficiente para poder vivir. Que nos quieran responsabilizar encima de una vida que con las horas que trabajamos no podemos vivir me parece perverso.
¿Cómo se cambia eso?
- Siempre que he tenido enfrente a algún ministro o algún consejero les he invitado a reflexionar sobre la realidad del sector y para conocerla hay que bajar a la calle, hay que preguntar. Cada vez que me hablan de una mesa sectorial, ya no voy; cada vez que dicen plan estratégico, me echo a temblar. Ahí juntan a personas que poco o nada saben de nuestro oficio.
¿Y basta con que las administraciones hagan esa reflexión o hay que extenderla al conjunto de la sociedad?
- Claro, hace falta que la sociedad también tome conciencia. Yo viví una época en Colonia, en Alemania, y allí está totalmente naturalizado pagar por asistir a la presentación de un libro. ¿Por qué no? Tres, cinco euros. Invitemos a valorar que nuestro oficio es una profesión.
Quizá, parece que esa idea se va implantando en algunos ámbitos más que en otros. Cuesta gastar 15 euros en un libro pero no en la suscripción a Netflix para tener una cartera de películas.
- La mayoría pagamos por Spotify, pero pídele a la gente que compre un vinilo. O pídele a Spotify que reparta los beneficios de manera democrática con los creadores. Nosotros como público hemos contribuido a un modelo que arrebata todo tipo de derecho al creador y yo apuesto por la regulación. Hay corporaciones tecnológicas, dirigidas por las personas que están decidiendo sobre el mundo, que se aprovechan de la obra de un creador al que no le dan los mecanismos administrativos para poder defenderse. Algo habrá que hacer. Europa está en ello, mientras le dejen al menos.
¿Están cambiando los modelos culturales?
- Las personas se han habituado a la cultura del acontecimiento, como está sucediendo en Málaga con los festivales de música. Yo he estado en el Cala Mijas y me encantó. Me pareció un festival impecable en cuanto a organización, pero me pregunto si en Málaga tiene que haber tropecientos festivales de música. Aquellos que reciben una ayuda pública o que se ponen en marcha desde lo público, ¿son conscientes de cómo contribuye un festival de música a las políticas públicas culturales? Algo similar pasa con los festivales de literatura. A los escritores les están tratando como estrellas del rock y te obligan a buscar a uno que forme una cola de 300 personas. A lo mejor hay que organizar actos de pequeño impacto, que tengan recorrido y que vayan modificando el lugar donde vamos a trabajar. Si vamos solamente a la cultura del acontecimiento, del impacto, estamos contribuyendo a que la gente no tenga claro qué es la cultura. Y ahí está el tema: hay que diferenciar entre ocio y cultura. ¿Un festival de música es cultura? No, es ocio.
Ahora se habla mucho de la Málaga cultural, de festivales y grandes museos. ¿La Málaga cultura se ha construido en los últimos años o siempre ha estado ahí?
- Málaga siempre ha sido y será una ciudad de creadores y de creadoras. Por el enclave, por su identidad tan bastarda. Pero no es una ciudad que haya tenido claro un esquema cultural. Tiene el tejido creativo, los creadores, el material literario, pero cuando le hemos querido dar a eso una traducción, un andamiaje, no ha terminado de funcionar.
¿Falta un proyecto?
- Creo que durante unos años sí lo hubo. Para mí, hubo dos grandes hitos: cuando se crea el Museo Picasso y cuando Juan Antonio Vigar coge los mandos del Festival de Cine y decide que tiene que mirar a la ciudad. Pero ahora esa burbuja cultural está totalmente desinflada; primero por la dotación presupuestaria, que cada vez va más a menos, y segundo por no saber hacia dónde vamos. Bajo mi punto de vista, la anterior legislatura hizo mucho daño al rumbo de la ciudad en materia cultural, no hubo una dirección, una dimensión clara. La idea del todo vale en la cultura no funciona, hay que aprender a que decir que no. Se han ido perdiendo ciclos, programaciones y poniendo en marcha otras a las que después no se le han dado continuidad y eso, lejos de asentar un público, lo que hace es perderlo.
¿Cree que la cultura que se reivindica ahora está al servicio de sus ciudadanos o del que viene de fuera?
- Yo siempre hablo de las bibliotecas públicas, que son el diálogo directo con los barrios. Las bibliotecas tienen algo que posiblemente no tengan ningún otro espacio cultural: son un espacio público que garantiza la cultura democrática, que cualquier persona, venga de donde venga, sexo, raza o religión, pueda entrar y acceder al conocimiento. Y, además, llevan el pensamiento, el diálogo, la educación, los idiomas… a los barrios. Si realmente estamos tan preocupados y preocupadas por la cultura en esta ciudad, ¿por qué no ofrecemos una programación estable en los barrios? Málaga es una ciudad que ha crecido muy a lo largo, a través de los barrios. El centro se ha quedado pequeño, asfixiado.
¿Cuál sería entonces su apuesta?
- Yo pediría mayor diálogo con el sector cultural. Tengo la sensación, a día de hoy, que el foráneo tiene más cabida que el de aquí. Málaga antes era una ciudad muy inclusiva, pero ahora se ha renunciado a conocer la realidad de la cultura, al diálogo y sobramos nosotros. Sobramos en el curso de una ciudad que está un poco desorientada. Somos personas que queremos muchísimo a nuestra ciudad, que realmente creemos que podemos transformarla a mejor, pero ahora mismo es muy difícil encontrar hueco. Siempre pido un plan estratégico. Creo que es el momento de hacer una reflexión profunda sobre qué tipo de ciudad queremos ser.
Como la mayoría de las personas que hemos nacido aquí, yo mantengo una relación de amor-odio con mi ciudad. Málaga se presta mucho a eso, con una identidad no muy clara. ¿Qué traje quieres que le ponga hoy? Todo le va a sentar bien. Yo siempre explico su éxito así, pero ahí está también la trampa. Málaga va a tener esa identidad de ser lo que el otro espera que sea. ¿La ciudad tecnológica? ¿La ciudad de la cultura? ¿La ciudad del deporte?
En una de sus últimas columnas escribía: “Todo modelo de convivencia, para que piense en el bienestar de sus ciudadanos, ha de estar regulado. Ojalá perdamos ese miedo”.
Todo viene de un libro que me gusta mucho, ‘El lenguaje de las ciudades’. Hay un fragmento que habla de Manchester, de cuando su alcalde decide impulsar políticas para regular determinados ámbitos y de la traducción en la vida de las personas para mejor que tuvieron. Pero ahora tenemos miedo a todo: cualquier alcalde dice que vamos a regular esto y la gente se le echa encima automáticamente. Nos dicen lo de regular y pensamos que nos va a controlar, ¡y todos tenemos Twitter, Facebook, Instagram y aceptamos siempre las cookies! ¿Habrá cosa peor que nos esté controlando Elon Musk? Tenemos que perder el miedo a una ambición política, no ideológica, sino de colectividad. En Málaga, los ciudadanos estamos perplejos porque es como si viéramos una Málaga en la tele mientras hay otra Málaga que echamos de menos, una Málaga más amable, más pequeña, más cotidiana. Creo que nos hemos vuelto una sociedad muy poco exigente.
¿Creo que hace falta más crítica y más exigencia?
Yo si soy crítica con mi ciudad es porque me duele, porque la quiero mejor de lo que es. Con Málaga, tengo esa sensación que ahora mismo es una ciudad en la adolescencia, que está muy indómita, que su interés va hacia un montón de lugares, pero en realidad hacia ninguno.
¿Qué Málaga del futuro imagina?
No lo sé y me preocupa. Hace unos años sí era capaz de proyectar una ciudad en la que los malagueños no tuviéramos que irnos, y eso fue una gran conquista social. A día de hoy no soy capaz de imaginármela y me da mucha pena porque no sé hacia dónde va. Málaga está en un terreno muy resbaladizo, que no se ha roto del todo, pero que tiene grietas que estamos pisando. No sé si dentro de unos años vamos a poder quedarnos todos aquí.
Tengo la sensación de que estamos perdiendo un tren. Por ejemplo, me preocupa el tema del agua y los rascacielos. Siempre que veo uno me pregunto si tendremos agua. Es algo absurdo, a lo mejor hasta frívolo, pero ¿habrá agua para la gente que va a venir? Nadie está hablando del debate del agua seriamente.
Una pregunta que quizá sobra: ¿cuál es el proyecto de sus sueños?
Hay quien me dice que no sabe qué fue antes, el MAF o yo. Es un proyecto en el que me he implicado más allá de lo profesional, que ha modificado la mirada de la ciudad y que a nivel nacional es un éxito brutal.
Después de aparecer entre las 100 mejores creativas de España en Forbes, ¿cómo ve el éxito?
Fue curioso porque después de bajar a tierra, la imagen que tenía de mí era con un montón de personas detrás, los creadores con los que he trabajado, sus obras. Para mía, cada paso de un creador, es mi logro. Yo quiero logros colectivos porque son los que transforman. Si pienso en alguien concreto... Juan Antonio Vigar es una persona profundamente reconocida, pero todo logro suyo me parece poco. Si pienso en un reconocimiento... ¿Un premio nacional al Festival? Hemos peleado mucho y poco se habla de cómo nuestra mirada transforma el cine español. De aquí ha salido Carla Simón, que es la cineasta que es porque nuestro festival decide premiar una película suya en catalán. Eso nos costó muchas críticas en su momento y mira ahora.
Hace unas semanas hubo cierta polémica por la decisión de aplazar el Festival de Cine de Sevilla para dar cabida a los Grammy Latino y de hacerlo coincidir con el de Málaga. ¿Hay una pugna por dos modelos diferentes?
Siempre digo que ojalá un día en que las ocho provincias vayamos unidas, hablemos entre nosotras, impulsemos políticas comunes que nos hagan más conscientes del patrimonio que tenemos, que muy pocas culturas lo tienen. Pero aquí nuestro nacionalismo es no nacionalista. Es complicado de explicar, pero aquí se vive muy bien, se come muy bien, tenemos los mejores creadores del siglo XX, los mejores filósofos a día de hoy son andaluces, pero nuestra mochilita va para adentro. Tampoco podemos olvidar que cuando llega el florecimiento económico a España, no llega a Andalucía. Yo querría una fiscalidad como la del País Vasco. Las asimetrías siguen y nunca hemos hablado entre nosotros.
Lo del Festival de Cine Europeo de Sevilla fue curioso. La complejidad es otra, pero cuando trascendió el cambio de fecha, diferentes sectores de la cultura mostramos nuestro apoyo. No puede venir un franquiciado que no va a dejar nada a quitar esta realidad. Lo que van a hacer los Grammys es llevarse la pasta de todos los andaluces, llevarse dinero público sin dejar ningún impacto en materia cultural. Es la cultura del acontecimiento, del copia y pega. Les da igual en Sevilla, en Helsinki o en Teruel. Están donde esté la pasta. Y con el dinero privado tú puedes hacer lo que te dé la gana, pero cuando el dinero es de todos, tenemos que ser muy escrupulosos y pensar si esto es lo que la ciudad necesita.
"Feminismo hace falta en la cultura y en todo"
Una de las banderas que lleva cada día pegada a su cuerpo Consuegra es la del feminismo, una lucha que plantea en el terreno de la democracia y los derechos humanos. Cuenta que despertó con veintipocos años y rememora una escena que puede sonar familiar a muchas otras mujeres: "Mientras estaba trabajando un día día en la cementera, llegó un camionero que venía a cargar cemento y consideró que como yo era una mujer joven, o simplemente una mujer, podía sacarse sus genitales para que viera cómo se masturbaba".
Pese a eso, se considera una afortunada y recuerda que cuando comenzó a trabajar en el Festival de Cine, en 2013, Juan Antonio Vigar la contrató estando embarazada. "Esa España no era la España de ahora. Ha habido manifestaciones que han modificado el eje estructural de la sociedad, casos como el del sinvergüenza de Rubiales que están dejando claro que España ha cambiado", asegura.
Consuegra, no obstante, afirma que es "muy poco de reivindicar" cuando se le cuestiona por gestos como el que hace unas semanas tuvo Amaral, cantando con el pecho descubierto para reivindicar la libertad. "El impacto fue brutal, hemos escrito sobre el tema y hemos lanzado un tuit. Pero luego nos hemos vuelto para casa. Lo simbólico se desvanece y más en esta sociedad. Más bien ha servido para que los que están cabreados todo el día con el feminismo, se cabreen más. En esta batalla de lo simbólico, perdemos a nosotras", reflexiona.
Ella piensa, reflexiona y lo cuestiona. Critica que la ministra de Igualdad, Irene Montero, "ha sido torpe en la manera de gestionar o de comunicar" o, incluso, "ha olvidado con demasiada frecuencia que gobernaba para todos". "Ahora tenemos un gazpacho en el feminismo que yo no sé cómo vamos a resolver, pero el feminismo hace falta en todo, en la cultura y en todo", apuntala.